Adiós a las FARC: el desarme de la mayor guerrilla de América Latina

BOGOTÁ (apro).- Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) cumplirán el próximo 26 de mayo 53 años de vida. Paradójicamente, se espera que en esos días lleguen a su fin como guerrilla para convertirse en un partido político que tendrá otro nombre y que actuará en el marco de la legalidad y la institucionalidad colombiana.

 

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Lo que harán, en la práctica, es cambiar las balas por los votos. Y eso una buena noticia no sólo para Colombia, que ha dado un paso definitivo para finalizar a un conflicto armado que dejó 220 mil muertos, sino para toda la región.

 

Las FARC son la organización insurgente más antigua y poderosa de América Latina. Los 6,900 combatientes y 7,000 milicianos –redes de apoyo urbanas— que hoy tiene no se comparan con los 24,000 hombres en armas que llegó a tener a finales de los 90, cuando pasó de la guerra de guerrillas a la guerra de posiciones. Pero esa aún es una fuerza con gran capacidad de perturbación.

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Tan es así, que el gobierno del presidente Juan Manuel Santos decidió en 2012 negociar con esa guerrilla para buscar una solución política al conflicto armado. Ni el Estado colombiano pudo derrotar militarmente a las FARC ni este grupo logró su objetivo estratégico: la toma del poder por la vía armada. Ante ese empate que seguía causando víctimas, se impuso el diálogo.

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Todos los países de América Latina aplaudieron el acuerdo de paz que firmaron en noviembre pasado el presidente Santos y el jefe máximo de las FARC, Rodrigo Londoño, “Timochenko”, luego de que un pacto previo había sido rechazado por un estrecho margen en las urnas en un plebiscito realizado el 2 de octubre.

 

Y es que, tanto la paz, como la guerra en Colombia, tienen una dimensión regional por varias razones. El conflicto armado produjo el desplazamiento de miles de colombianos a países vecinos como Ecuador y Venezuela. También causó tensiones en las fronteras y no pocos incidentes diplomáticos.

 

Y en una región donde partidos de izquierda y exguerrilleros –José Mujica en Uruguay y Dilma Rousseff en Brasil– han logrado llegar al poder mediante elecciones democráticas, parece anacrónica la existencia de organizaciones insurgentes haciendo política con las armas.

 

Las FARC así lo entendieron y la otra guerrilla colombiana, el ELN, ya inició también negociaciones de paz con el gobierno, aunque pocos en Colombia creen en ese proceso.

 

De cualquier forma, Colombia vive un periodo crucial de su historia moderna. Hace dos semanas, las tropas de las FARC terminaron su desplazamiento a 26 campamentos donde entregarán su armamento a observadores internacionales de la Organización de Naciones Unidas (ONU).

 

El proceso de desarme se inició el miércoles 1 de marzo con el registro de las armas de los 6,900 guerrilleros ubicados en los campamentos y en los próximos días ese grupo insurgente habrá entregado a los delegados de la ONU el primer 30 por ciento de sus pertrechos de guerra: armas cortas, fusiles, ametralladoras, morteros, explosivos y minas antipersonales.

 

Las piedras en el camino de la paz

 

La entrega de armas empezó con un retraso de casi tres meses porque el gobierno colombiano tuvo varios contratiempos de carácter logístico y presupuestal para acondicionar los 26 campamentos del desarme, que se encuentran en zonas muy remotas del país.

 

Pero el propósito de las FARC, el gobierno y los observadores de la ONU –entre los cuales hay 25 militares mexicanos— es que el desarme concluya en el plazo previsto en el acuerdo de paz, es decir, a finales de mayo.

 

El propósito de las FARC es hacer coincidir su 53 aniversario, que se cumple el 26 de mayo, con su disolución como guerrilla y su nacimiento como partido político legal. Pero para ello, ese día ya deben haber culminado su desarme. Sin que esto ocurra, no podrán formalizar su paso a la vida legal.

 

Ya con el nuevo partido formalmente constituido, las FARC, o la organización política que surja de esa guerrilla, se avocarán de lleno a las precampañas políticas con miras a los comicios presidenciales y legislativos del año próximo, los primeros en los que participarán en el marco de la institucionalidad democrática.

 

La magnitud de los cambios que están ocurriendo en el país como resultado de los acuerdos de paz con las FARC ha sido poco apreciada por la generalidad de los colombianos.

 

Las marchas de los guerrilleros hacia los campamentos del desarme, las imágenes de los militares protegiendo a los insurgentes en sus trayectos y la enorme operación logística para ubicar a los combatientes de las FARC en 26 puntos del país, han sido eclipsadas en los medios por asuntos como los millonarios sobornos de la constructora brasileña Odebrecht y los problemas de conflictos de intereses del fiscal general Néstor Humberto Martínez.

 

Personajes como Martínez, quien ha mostrado más interés en cuestionar el acuerdo de justicia con las FARC que en investigar la eventual participación de las constructoras de su expatrón, el banquero Luis Carlos Sarmiento Angulo, en el caso Odebrecht, son los que preocupan a los colombianos interesados en consolidar la paz.

 

El más enconado opositor a los pactos con las FARC, el expresidente Álvaro Uribe, ha dicho incluso que si su partido, el Centro Democrático, gana la Presidencia el año próximo, el acuerdo de paz será sometido a ajustes importantes porque contiene “procedimientos ilegítimos”.

 

Y mientras personajes como Uribe y Martínez ponen piedritas en el camino a los acuerdos de paz, en las regiones rurales que fueron escenarios de la guerra están matando a líderes sociales, activistas humanitarios y militantes de izquierda comprometidos con la paz.

 

Según la Defensoría del Pueblo, entre el 1 de enero de 2016 y el 20 de febrero pasado fueron asesinados al menos 120 y otros 33 sufrieron atentados.

 

“Lo anterior ha impactado especialmente a organizaciones que se dedican a la defensa de los derechos humanos y la construcción de paz, quienes se encuentran expuestas a estigmatizaciones y señalamientos constantes (comunistas, guerrilleros, agitadores) con ocasión de su labor”, dijo el defensor del Pueblo (el ombudsman de Colombia), Carlos Alfonso Negret.

 

El propio gobierno reconoce que el surgimiento de esta violencia selectiva es un obstáculo para la consolidación de la paz en Colombia.

 

El fiscal Martínez no cree, sin embargo, que exista una “mano negra” detrás de estos homicidios ni le parece que se estén cometiendo con “sistematicidad”. Es decir, para él son casos aislados.

 

Este tipo de posturas contribuyen a que los colombianos no dimensionen la trascendencia histórica de los días que se viven en el país, donde ya arrancó el proceso de desarme de las FARC y esta guerrilla dejará de serlo para hacer política en la legalidad.

 

El comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, cree que en Colombia ocurre algo similar a lo que sucedió en Japón al terminar la Segunda Guerra Mundial, aunque al revés. En el país asiático, años después de ese conflicto surgían de entre las selvas hombres famélicos que decían ser soldados del Ejército Imperial y que no sabían, o no querían saber, que había terminado la guerra.

 

“Esta vez –escribió Jaramillo en la revista Arcadia– es todo un país (Colombia) el que parece no saber, o parece que no le interesa saber, que terminó el conflicto, que cesaron los combates, que se acabó el sufrimiento. O por lo menos quienes vivimos apaciblemente en los centros urbanos no nos damos cuenta del final de la guerra, alejados como estamos del miedo con el que han convivido toda su vida los habitantes de tantas partes de la Colombia rural”.