Hasta aquí llegaste, Enrique

Si por guapo y carismático pensaste que gobernar a los mexicanos era la cosa más fácil del mundo te equivocaste.

Hijo de esa casta de poder que se ha enquistado en el Estado de México, la política para ti fue sinónimo de privilegios y sentirse en la cúspide del mundo debe ser droga dura.

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Cómo no iba a resultar tentador y hasta delirante aparecer en la portada de Time como el héroe que salvó a México, o en las revistas de chismes y farándula con tu esposa del brazo, luciendo traje y caros vestidos de diseñador, no como el presidente de una República sino como todo un emperador, un conde o un duque de esas largas dinastías de la realeza europea a donde te encantaba viajar con séquitos de parásitos y hasta el maquillista de tu esposa.

Las mieles del poder marean pero tú te embriagaste, y como el otro ebrio, Felipe Calderón, continuaste la ya fiel pero maldita costumbre de orillar a la farmacodependencia y a los delitos contra la salud a un pueblo cuyos jóvenes son la carne de cañón de una guerra contra el narcotráfico.

En un mundo que tiende al hedonismo y que premia belleza con dinero y poder, te sentías en la cúspide y por ende, todos debíamos obedecerte. Cómo no hacerlo si los presidentes del mundo te saludaban, si tu sonrisa Colgate refulgía lo mismo en palacios que en cumbres mundiales.

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Hoy tus mentiras le han costado caro a un país lleno de dolor, hambre, miseria.

Hasta hace tiempo, éramos los miopes, los necios, quienes nos negábamos a dar crédito a los logros anunciados de tu gobierno pues veíamos otra realidad, acaso por la maldita costumbre de contrastar los dichos con los hechos y la verdad, los dichos no cuadraban, tanto así que tuviste que arrinconarte vendiéndonos la idea de que “lo bueno casi no se cuenta, pero cuenta mucho”.

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Por todo eso y mucho más, hasta aquí llegaste, Enrique.