BRASIL: El despertar del fugaz sueño olímpico

Andrés Corpas / RÍO DE JANEIRO (proceso).- Aunque los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro no fueron los mejor organizados de la historia –como demostraron los sonrojantes problemas con la fosa “verde” de clavados o las fallas en los departamentos de los atletas en la Villa Olímpica–, el certamen no fue el desastre que muchos temían.

Tan pronto la llama olímpica dio el pistoletazo de salida a las competencias con los mejores deportistas del planeta, las cuestiones organizativas y sociales –como la violencia que ni siquiera lograron frenar 85 mil militares y policías desplegados por la ciudad– quedaron en segundo plano.

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A nivel doméstico las medallas de oro de las selecciones brasileñas de voleibol y sobre todo de futbol –el único trofeo que le quedaba por ganar a la Canarinha– en el tramo final de los Juegos fueron un bálsamo revitalizante para los 204 millones de brasileños. Una alegría celebrada intensamente en las calles y en los bares, y que supuso una indudable inyección de patriotismo, aunque sus efectos fueron fugaces.

La realidad de la crisis política se impuso en poco más de 72 horas con el inicio de la fase crucial del juicio político a la presidenta Dilma Rousseff, suspendida del cargo desde el 12 de mayo.

No habían pasado ni cinco días desde que Neymar Junior marcó el último y decisivo tiro penal en la final olímpica contra Alemania la noche del sábado 20 en el Maracaná, cuando el Senado brasileño abrió, el jueves 25, la sesión para decidir si Rousseff­ –reelecta en 2014 por una margen de 3.5 millones de votos– es depuesta definitivamente de la Presidencia del gigante sudamericano o reasume sus funciones.

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Una vez más, la sucesión de acontecimientos en la Cámara Alta se reveló cuando menos inquietante, ante la idea social cada vez más solidificada de que la élite política brasileña vive ajena y desconectada de la gravedad del momento. En el primer día del juicio a Rousseff, los parlamentarios de uno y otro bando se amenazaron y a punto estuvieron de llegar a los golpes. El senador y exjugador

de futbol Romario chateaba por teléfono sin parecer importarle los debates en la tribuna, mientras el excandidato presidencial Aécio Neves bostezaba sin pudor ante las cámaras de televisión.

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Cuenta regresiva

Tres meses y medio después de ser suspendida del cargo por votación en la Cámara Baja, el juicio político llega a la fase crucial de votación en el Senado, donde sus 81 integrantes vivirán una semana de maratónicas sesiones –se prevé que la votación concluya el miércoles 31– antes de que, según todos los pronósticos, más de dos tercios de la Cámara Alta den su apoyo para certificar la destitución de Rousseff­ y su inhabilitación para ocupar cargos públicos durante ocho años.

Ni siquiera el alegato de defensa de la propia Rousseff, previsto para el lunes 29 y que promete ser dramático y de magnitud histórica, o la incongruencia de que la mitad de los senadores estén acusados o investigados por corrupción, parecen cambiar el destino de la mandataria quien, con toda probabilidad, se convertirá en el segundo jefe de Estado de la historia de Brasil en ser depuesto por impeach­ment, tras el caso de Fernando Collor de Mello hace 24 años.

A diferencia de Collor –que paradójicamente es ahora senador y votará en el juicio contra Dilma–, no pesan cargos de corrupción contra la mandataria. El supuesto delito constitucional del que se le acusa consiste en haber realizado un manejo contable de las cuentas públicas en 2015 incompatible con la Carta Magna.

Un pretexto jurídico para justificar un juicio político que supone el fin abrupto de 13 años de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) y que conlleva un marcado giro a la derecha en el comando del país.

Ninguna de las principales espadas del PT estuvo presente, una muestra más de que el fin de la “era Dilma” se inició mucho antes de que el entonces presidente de la Cámara Baja, Eduardo Cunha, diera trámite al impeachment hace nueve meses. Su debacle comienza con la pérdida de apoyo en su propio partido, al cual dividió en 2015 por adoptar medidas socialmente impopulares en pleno auge de la crisis económica.

Lula, quien ha escenificado una visible retirada de la primera línea de combate político para defender a su heredera, calificó el inicio de la sesión de votación en el Senado como “el día de la vergüenza nacional”.

Crisis sin solución

Lo más grave para el país es que el cambio de gobierno no garantiza en absoluto que Brasil saldrá de una crisis cuyas cicatrices más visibles son una recesión histórica, un desempleo rampante y el descrédito político.

En el primer trimestre del año la economía cayó 0.3% y el Producto Interno Bruto (PIB) del país cayó por quinto trimestre consecutivo, tras apuntar una contracción de 3.8% en 2015 que dejó ya 11 millones de desempleados.

La figura de Rousseff ha aglutinado en los últimos 18 meses el rechazo de una población que está harta de la rampante corrupción en las filas de los partidos políticos. No por casualidad millones de personas salieron a las calles hasta en seis jornadas de protesta en 400 ciudades durante los primeros 15 meses de su segundo mandato.

Sin embargo, ese desgaste parece haber tocado techo y ahora el rechazo social se extiende a otras siglas políticas e ideologías. Prueba de ello es sin duda la salva de abucheos y atronadores silbidos que el Maracaná reservó al sustituto de Rousseff,­ el presidente en ejercicio Michel Temer, en los escasos cuatro segundos de intervención para formalizar la apertura de los Juegos Olímpicos la noche del viernes 5.

Tal fue el escarnio que Temer, considerado por una parte de la población como un “traidor” que ha maniobrado en la sombra para “usurpar” el poder a Rousseff,­ ni siquiera apareció en la ceremonia de clausura de los Olímpicos, pese a la presencia de casi una decena de jefes de Estado y de gobierno.

Su impopularidad –la cual roza los niveles históricos de Rousseff y supera el 70%– y la sospecha de que pueda ser un participante más en la trama desarticulada en la Operación Lava Jato lo mantienen incluso alejado de la campaña política para las elecciones municipales que se celebrarán en octubre y servirán de termómetro político.

Un panorama nada halagüeño para Temer que, sin el aval de las urnas, deberá comandar Brasil hasta las elecciones presidenciales de 2018 con la misión principal de sacar al país de su peor crisis económica desde 1930.

El interino y sus ministros han promovido públicamente la contención del gasto por medio de la revisión de los programas sociales de Lula y Rousseff, así como por medio de privatizaciones y de límites anuales del aumento del gasto público vinculados a la inflación.

Pero de momento esas promesas de contención del gasto no se han visto materializadas y, contrariamente a lo dicho públicamente, el Ejecutivo promovió cuantiosos aumentos de los salarios de sectores privilegiados entre los funcionarios, como los jueces o los técnicos de Hacienda –cuyos sueldos ya superan los 6 mil dólares mensuales–, con el objetivo de apuntalar su apoyo entre la camada de servidores públicos.

El Partido de la Socialdemocracia Brasileña, único capaz de disputarle la presidencia al PT de Rousseff y Lula, amenaza ahora con romper con el Ejecutivo de Temer si no lleva a cabo un ambicioso paquete de reformas económicas estructurales para revertir un déficit fiscal que este año debe ser cercano a los 170 mil millones de reales (unos 53 mil millones de dólares) y, de esta forma, evita un impopular aumento de los impuestos.

Un amago de desbandada que vaticina enormes dificultades del gobierno de Temer para acometer las reformas que prometió y son fuente principal de su legitimidad, ante la carencia del voto popular. Todo ello si logra superar el último escollo del impeachment.