Cómo convencer a los italianos de que se olviden del jamón y adopten el pastrami

TREBBIO, ITALIA. En las profundidades de la campiña toscana, entre una colina y una oveja que bala, Gianluca Tonelli cuida 7.7 kilos de pastrami que se remojan en un recipiente de plástico lleno de salmuera.

Con su característico sombrero de ala corta y una barba de candado gris, Tonelli, devoto de lo que él llama “la cultura del pastrami” –“Formamos una banda de música judía”– pasa a un lado de Dante, el cerdo mascota de la familia, y carga astillas de madera de cerezo recién cortadas en el ahumadero.

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En la casa, él presume sus utensilios de cocina de trabajo pesado, como una olla de presión en la que aromatiza el pastrami con clavo y vino tinto toscano, para venderlo en un camión rojo.

Para Tonelli, el pastrami fue un caso de amor a la primera mordida, desde aquel fatídico día, hace ya muchos años, cuando visitó Katz’ Delicatessen en Nueva York. “El pastrami se le quedó en el corazón para siempre”, afirma su esposa, Beatrice Baroni, de 35 años.

Para Trebbio y los alrededores de la ciudad de Lucca, ha sido algo menos que amor. Pero eso no ha apagado el ardor de Tonelli ni su ambición de llegar a ser el rey del pastrami en la Toscana.

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Mientras en la ciudad de Nueva York están cerrando charcuterías judías tradicionales, como Carnegie, Stage y muchas otras, Tonelli, veterinario equino de 46 años de edad, está ayudando a que los italianos le agarren el gusto a este producto típicamente askenazi que obstruye las arterias.

Y mientras los populistas europeos entusiasman a su base con llamados nacionalistas, Tonelli es la personificación misma de la globalización.

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Él compró su camión en Francia y tiene a un panadero en el pequeño pueblo de Gallicano que imita el pan que trajo de Irlanda. Varias fotografías de Satu Mare, Rumania, y de la ciudad de Nueva York adornan su ático.

A diferencia de los fans homogenizados que corren en tropel de una moda a otra en materia de comida, Tonelli es lo más raro de todo, un auténtico espíritu libre con la ética laboral necesaria para perfeccionar su pasión.

Y su pasión es el pastrami.

En una mañana reciente, Tonelli tomó un descanso de curar carnes para dedicarse a su trabajo principal. Recogió a David Bandieri, de 38 años, su amigo y saxofonista en una de sus bandas; señaló los deslizadores que flotaban por encima (“También hago eso”, afirmó) y condujo a toda velocidad a Torre del Lago. Ese pueblo, conocido por haber sido el hogar del compositor Giacomo Puccini, era donde Tonelli tenía que atender los dientes de algunos caballos.

“Soy como el médico de cabecera”, asegura en el establo. Había cambiado su sombrero de ala corta por una gorra tejida y una lámpara en la cabeza. Después sedó a uno de los caballos, Giacomino, para atenderle los dientes.

“Él no es como esa gente que hace muchas cosas pero mal”, observa Emiliano Raffaelli, de 44 años, propietario del establo. “Cuando tiene una idea, le da seguimiento y la hace bien. Tiene pocos años trabajando en la carne.”

Tonelli oyó hablar del pastrami por primera vez hace veinte años, cuando una mujer escocesa que le daba clases de inglés en la ciudad medieval de Lucca le habló de Katz’. En 2000, él hizo el peregrinaje a esa tienda de delicatessen, “la mejor”, dice.

Desde entonces empezó a familiarizarse con el pastrami, estudiando su historia e incluso su etimología. Sin embargo, ha sido un empeño solitario. A pesar de algunos breves destellos de interés en los últimos años, cuando Italia fue barrida por una moda de comida callejera, el fiambre no se ha arraigado.

Durante un almuerzo en Valentino, un venerable restaurante en la aldea de Pescaglia, la mesera trae salchichas, jamón y cuencos de tortellini frescos. Bandieri comenta que cuando pide pastrami, la gente simplemente no lo entiende.

“¿Pastrami?”, preguntó con cara de asombro Valentino Donati, de 84 años, el propietario del restaurante. Después de algunas explicaciones, Donati señala que Tonelli tendría que “hacer que la gente entienda”.

“Cuando abrí mi restaurante, nadie sabía lo que era”, agrega. “Y ahora es famoso en todo el mundo.”

Con esas palabras de aliento, Tonelli recorrió los sinuosos caminos de regreso al laboratorio de pastrami en su casa.

Saluda a sus dos hijos, a su perro, al cerdito y a sus parientes políticos. Revisa la máquina de alto vacío, la heladera Coldline, la salmuera, el ahumadero. El ahumadero está conectado a un tractor que recibió “a cambio de la inseminación artificial de dos yeguas”, explica Tonelli.

En la cocina, su hijo Gregorio está comiendo jamón. “Deberías de comerte un bonito sándwich de pastrami”, lo reprende la abuela. En un rincón de la habitación hay una repisa con especias asiáticas.

“Antes del pastrami tuvo su fase de tallarines”, revela su esposa encogiéndose de hombros.

Se estaba haciendo tarde y la pareja tenía que ir a Campo Bisenzio, un suburbio de Florencia, donde estaba estacionado el camión de pastrami en una feria de comida callejera.

Una vez ahí, Tonelli puso música judía y arregló unas cajas de espuma plástica llenas de pan congelado. Las cajas decían “Dr. Tonelli Gianluca”.

“Antes las usaba para guardar vacunas de caballos”, explicó.

Abrió el negocio aunque la competencia era dura. Un marchante vendía “salchichas medievales”. Otro se especializaba en lampredotto, un fiambre típico de Florencia hecho de cuajar, el cuarto estómago de la res. La comida tradicional toscana también se vendía bien.

Domenico Guidotti, de 60 años, que condujo su camión durante cinco horas desde Ascoli Piceno, en Le Marche, para vender sus aceitunas rellenas de carne, llegó aquí a conmiserarse. “En Toscana no conocen otra cosa más que lampredotto”, afirmó. “Y solo comen sus aceitunas; jamás prueban las nuestras.”

Incluso Tonelli, pese a su eterno optimismo, parece abatido.

Incipiente acordeonista, Tonelli apaga la música judía, de la que dice que es más divertido tocarla que escucharla. “Es como las carreras de Fórmula Uno”, explica. “Lo divertido es correr en ellas, no mirarlas.”

Tonelli se lamenta de haber tenido que mezclar mostaza con mayonesa, un sacrilegio para el pastrami, como concesión a las papilas gustativas italianas. “Alguien me pidió cátsup, pero yo le dije que no”, comenta.

Revela que llegó a pensar en comprar otro camión de pastrami y luego otro y recorrer el país. Pero ahora se siente deprimido por Italia, sus perspectivas económicas y su cerrazón en cuanto a gustos culinarios.

Ahora su sueño es poner el camión en un bote rumbo a Irlanda, revela. “Nadie conoce el pastrami ahí”, asegura y agrega que es un país lleno de gente de mente abierta, con beneficios fiscales y con menos elitismo culinario. “En Irlanda, la comida es excelente hasta que la cocinan.”

Pero después, al caer la noche acudió más y más gente a probar el pastrami. Tonelli se ocupa explicando las especias usadas y el largo proceso de elaboración.

Roberto Gondolini, de 46 años, ordenó su primer sándwich de pastrami, inspirado por un programa de televisión sobre comida callejera. “Me gusta mucho”, afirmó. “Podría encontrar clientes aquí. Pero no muchos… digo, después de todo, aquí tenemos porchetta.”

Minutos después regresó para pedir otro sándwich para llevar.

Un sándwich fue suficiente para Ilaria Bettazzi, de 50 años, que declaró encontrarlo delicioso y llenador. “Esto es suficiente; ya no me queda lugar ni para un espresso”, comentó.

A las 8:30 de la noche, Tonelli puso más pastrami en la tabla de cortar y empezó a rebanarlo cuidadosamente con su cuchillo amarillo. Un posible cliente parecía dudar. Tonelli lo tranquilizó.

“Lo probé por primera vez hace veinte años”, dijo. “No es para comerse todos los días, pero es espectacular.”

Jason Horowitz
© 2017 New York Times News Service