Crónica de un golpe fallido

© 2016 New York Times News Service

En lo que a golpes de estado se refiere, la intentona en Turquía fue un estudio en ineptitud: no hubo ningún intento serio de capturar o amordazar a los líderes políticos, ningún líder golpista estuvo dispuesto a dar la cara, no hubo ninguna estrategia de comunicación (ni siquiera conciencia de los medios sociales), ni capacidad de movilizar una masa crítica dentro de las fuerzas armadas o de la sociedad. En lugar de todo eso, hubo un pelotón de soldados desafortunados en un puente sobre el Bósforo en Estambul y ataques al parecer descoordinados contra edificios gubernamentales en Ankara.

- Publicidad-

Bastó con que el presidente Recep Tayyip Erdogan, hablando a través de una aplicación de su teléfono móvil, convocara a sus seguidores a salir a las calles para que la insurrección se replegara. Que Erdogan sea el principal beneficiario de esta turbulencia, que le servirá para promover una Turquía islamista aún más autocrática, no significa que él haya montado el golpe. El ejército turco continúa aislado de la sociedad. Es por completo verosímil que un cotarro de oficiales creyera que la sociedad, polarizada y resentida, se levantaría en cuanto ellos dieran la indicación. Si así fue, se equivocaron y ese error costó más de 260 vidas.

Pero en la Turquía de Erdogan, el misterio y la inestabilidad se han convertido en monedas de cuño corriente. No es raro que abunden las teorías conspiratorias. Desde el revés electoral que sufrió en junio de 2015, el presidente ha dirigido una Turquía cada vez más violenta. Ese peligroso bandazo le permitió recuperarse en una segunda elección en noviembre y presentarse como el ungido que impidió la catástrofe. Su intento de culpar del golpe, sin ninguna evidencia, a Fethullah Gulen, clérigo musulmán y su aliado en otros tiempos que ahora vive en Estados Unidos, forma parte de una estrategia de turbiedad e intriga.

A través de la niebla de Erdogan, lo que está claro es lo siguiente: más de 35 años después del último golpe de estado, y casi veinte años después de la intervención militar en 1997, los turcos no quieren regresar al subibaja de gobiernos civiles y militares que caracterizó al país de 1960 a 1980. Por el contrario, están muy apegados a sus instituciones democráticas y al orden constitucional. El ejército, pilar del orden laico de Kemal Atatürk, está debilitado. Los partidos políticos principales condenaron el ataque. Por muy grande que sea su rabia contra el presidente, los turcos no quieren ir hacia atrás.

- Publicidad -

De haber tenido éxito, el golpe de estado habría sido un desastre. Erdogan disfruta de un enorme apoyo en el corazón de la península de Anatolia, particularmente entre los conservadores religiosos. En todo el país, las luces de todas las mezquitas estuvieran encendidas toda la noche, pues los imames respondieron al llamado del presidente para que el pueblo se volcara en las calles. No cabe duda de que un gobierno controlado por las fuerzas armadas se habría enfrentado a una resistencia por parte de islamistas y otros grupos, como en Siria. El golpe a las instituciones democráticas y el imperio de la ley en Turquía, de lo poco que queda en el Medio Oriente, hubiera sido devastador.

Con mucha razón el presidente Barack Obama y el secretario de Estado John Kerry “coincidieron en que todas las partes en Turquía deben de apoyar al gobierno democráticamente electo, mostrar moderación y evitar toda violencia y derramamiento de sangre”.

- Publicidad -

El problema es que “moderación” no forma parte del vocabulario de Erdogan. Como me dijo Philip Gordon, ex asistente especial de Obama para asuntos del Medio Oriente: “En lugar de aprovechar esta coyuntura para sanar divisiones, Erdogan bien podría hacer lo contrario: perseguir a sus adversarios, limitar más a la prensa y restringir otras libertades, y acumular aún más poder.” En efecto, en cuestión de horas, más de 2,800 miembros de las fuerzas armadas habían sido detenidos y 2,745 jueces suspendidos de sus labores.

Es probable que se produzca una prolongada represión contra los “gulenistas”, sea lo que Erdogan considere que eso signifique, y contra el “estado profundo” kemalista, los simpatizantes del antiguo orden laico. La sociedad, de por sí dividida, se volverá aún más fisurada. La Turquía laica no olvidará rápidamente los gritos de “Allahu akbar” que se escucharon toda la noche en las mezquitas y entre algunas multitudes en la calle.

Es posible que Erdogan tome medidas expeditas para reformar la constitución a través de un referendo y establezca una presidencia con facultades arrolladoras. Ahora tiene argumentos para decir que solo con unas facultades como esas podrá mantener a raya a los enemigos.

“Podría ser que la democracia triunfó en Turquía solo para ser sofocada a un ritmo más lento”, me dijo Jonathan Eyal, director internacional del Instituto Real de Servicios Unidos de Gran Bretaña. No puede haber dudas de que las expresiones de apoyo a Erdogan de las capitales occidentales se produjeron muy a regañadientes.

Para el gobierno de Obama, difícilmente hubieran podido ilustrarse más vívidamente los dilemas del Medio Oriente. Cuando el general egipcio Abdel Fattah El Sissi encabezó un golpe hace tres años contra el presidente democráticamente electo, Mohammed Morsi, Obama no apoyó al movimiento democrático como lo hizo ahora en Turquía. El gobierno incluso evitó usar el término “golpe de estado” en Egipto. En efecto, el presidente se puso de lado de los generales a nombre del orden.

Es verdad que Morsi era profundamente impopular. El golpe de estado en Egipto contó con un enorme apoyo. Y era un hecho consumado para cuando Obama intervino. Como sea, en el Medio Oriente los principios valen poco. La política por lo general significa elegir la opción menos mala.

En Turquía prevaleció la opción menos mala: la sobrevivencia de Erdogan. Eso no significa que no vayan a ocurrir cosas mucho peores. La derrota de un golpe de estado no significa la victoria de la democracia. De hecho, es probable que Turquía todavía no conozca el peor lado de este quisquilloso autócrata. Y Estados Unidos y sus aliados podrán hacer muy poco al respecto.

Roger Cohen
© The New York Times 2016