Crónica de una ilegal.

Yo no soy madre, yo no soy cocinera, no soy una amiga. Yo soy ilegal.

Son las cinco de la mañana, el despertador lo marca y se hace oír: piiip piii piip. Suspiro y con ojos cerrados lo apago de un golpe. Probablemente más fuerte de lo que debía, pero hay días que son difíciles. Salgo de la cama y camino de puntillas entre Gloria y Rebeca. Me dirijo a bañarme, probablemente el momento más placentero del día de trabajo. El agua caliente cae sobre mi cuerpo y en vez de relajarme trato de aventajar en mi mente, organizando mi día. Igual disfruto. Al salir me dirijo a la cocina a preparar avena y un sándwich, la comida de mi Sandra. Siempre que regreso al cuarto ella ya está peinándose. Voy para allá a levantarla, pero siempre tiene más fuerzas que yo pa´ despertarse, será su juventud o las ganas de estudiar, no sé. Sonrió y empiezo a recoger mis cosas, mi mandil, mi bolso, empacar el lonche para salir. Nos vamos juntas, ella toma el bus en la primera cuadra, yo camino 15 minutos al trolley. Antes que se vaya le doy su bendición y le digo que se porte bien, le recuerdo que dejé unos congelados en la casa, que prepare lo que guste. A veces no la veo ni por las mañanas, yo trabajo las horas que me pidan, los días que quieran y no tengo vacaciones ni días libres cuando me enfermo, ¡ay! hablar de enfermedad, eso sí que toco madera. Buscando remedios naturales, preguntándoles a mis amigas, porque siendo ilegal no hay donde llegar, donde pedir, ni a quien reclamar. Gano el mínimo desde ya hace 7 años. Yo llegue hace 12 años cuando  Sandrita era apenas una bebé. Es difícil, pero aquí no hay hambre, es arriesgado, pero aquí hay techo, es mi vida pérdida para muchos, pero un futuro para mi hija.

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En el trabajo el calor me invade entre el comal y las órdenes. Ahí me conocen como Angélica, y todos me sonríen. Les caigo bien, y es que nunca digo que no a nada. Me respetan porque dicen que soy chambeadora. Alguno que otro mesero a veces me invita por un trago, pero yo no puedo, ni quiero. Cuando uno tiene un hijo y vive en un país donde lo persiguen, uno se hace notar lo menos. En el trolley de regreso, cuando me toca ir sentada, duermo. Duermo porque el camino, y el cansancio me lo permiten. No lloro, porque esto es lo que me tocó. A veces pienso que sería mejor vivir sin miedo, en mi país, con mi gente, no sé, eso se lo dejo al de arriba.