Un director de pompas fúnebres amateur en ciudad Minerva australiana sin funeraria

LIGHTNING RIDGE, Australia _ Un minero extractor de ópalos con una barba espesa y botas lodosas, Ormie Molyneux levantó el grueso cuerpo de la mujer muerta y lo colocó gentilmente en un ataúd recubierto de satén. Le ayudó su hijo, Timbo. Luego tomaron la pulida tapa y cuidadosamente la cerraron.

Molyneux no se podía quejar. Pero había problemas en el horizonte para el Servicio de Orientación Funeraria de Lightning Ridge operado por voluntarios, los únicos sepultureros de la localidad.

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El primero era la mujer ante él, Valerie Van Emmerik, casada tres veces y cocinera de los mineros quien una vez había derribado a un hombre de un puñetazo. Tenía que ser sepultada, pero las fuertes lluvias habían convertido el cementerio en un lodazal y cubierto casi por completo de agua su tumba.

Y un club de veteranos está expulsando al grupo de una propiedad que albergaba a sus dos carrozas fúnebres, un cobertizo necesario para mantenerlas en buenas condiciones en las temperaturas extremas de aquí.

“Fue una patada en el estómago”, dijo Molyneux.

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Lightning Ridge, una localidad bañada por el sol y con minas de ópalo a orillas del campo de Australia, nunca ha tenido una casa funeraria profesional. La más cercana, a una hora de camino por carretea, a veces se negaba a acudir, y llevar un cadáver en una camioneta mientras rebotaba por los caminos llenos de baches y giraba para evitar a los asustadizos canguros era una propuesta complicada.

Así que, hace más de 20 años, varios residentes locales decidieron realizar la tarea ellos mismos, convirtiéndose en sepultureros aficionados. Desde entonces, han enterrado a 450 de sus amigos y vecinos.

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Molyneux sacó un trapo suave del bolsillo de sus pantaloncillos cortos de minero y limpió las tenues huellas digitales de la superficie brillante del ataúd. “Noventa y nueve por ciento de las personas que sepultamos, las conocemos”, dijo. “No es fácil. Val era una buena mujer”.

“Todos conocían a Val”, dijo Ian Woodcock, de 78 años de edad, el gerente del Servicio de Orientación Funeraria. “Tuvo una vida difícil. Su segundo esposo la agotó”.

Van Emmerik fue subida a la parte posterior de una carroza fúnebre negra y llevada al Club de Boliche de Lightning Ridge, donde su ataúd fue trasladado al centro de la pista de baile de parqué falso. Con el cementerio convertido en un lodazal, la casa club tendría que bastar para el servicio funerario.

Van Emmerick y su tercer esposo, Peter, operaban una rústica taberna de mineros, sardónicamente llamada Glengarry Hilton, cerca de un conjunto de minas de ópalo. “Peter fue el amor de su vida”, dijo su hijo, Garry Horley, de 61 años de edad. El mayor de sus seis hijos, había cruzado desde el oeste de Australia para el funeral.

“Val era una pintora estupenda”, dijo Paddy Ellis, un minero de 67 años. “Y era grandiosa haciendo pays”.

“Se casó con mucha gente”, dijo Barbara Moritz, gerente de la Sociedad Histórica de Lightning Ridge. “Tardó en aprender”.

Nueve días antes, Van Emmerik sufrió un ataque cardiaco masivo a los 79 años de edad.

Este era el funeral número 15 de Molyneux en cinco meses. A los 57 años de edad, es un minero extractor de ópalos de tercera generación y el segundo Molyneux en trabajar como enterrador voluntario, un servicio que fundó su difunto tío Bob. Nadie está seguro de cuándo exactamente.

Lightning Ridge, con su extracción de ópalo a pequeña escala y de alto riesgo, atrae a un cierto tipo de personas: solitarios que vienen a escapar de la sociedad y encuentran su fortuna.

“Uno puede tener el trasero de fuera en la mañana y ser millonario para la tarde”, dijo Tony O’Brien, un minero de 79 años de edad que asistió al funeral de Van Emmerik.

Hay 900 casas en el distrito de Lightning Ridge, pero 1,750 campamentos adicionales en los campos de ópalo, donde los mineros a menudo viven solos en tiendas de campaña o trailers, desconectados de los servicios de agua y electricidad de la ciudad.

A menudo mueren solos, y en ocasiones sin un centavo, otra razón por la cual los sepultureros de la ciudad de Walgett se niegan a venir a Lightning Ridge.

Los voluntarios recogen los cuerpos de sus sencillas cabañas en la ciudad, de tiendas de lona en los polvorientos campos de ópalo y de trailers estacionados a orillas de los pozos de las minas. En ocasiones recuperan los cuerpos de entre la maleza, donde los mineros sin suerte se retiran a poner fin a sus vidas.

“El verano es la peor temporada”, dijo Molynuex. Las temperaturas superan los 44 grados centígrados, y permanecen ahí por días. “No toma mucho tiempo para que un cuerpo se descomponga con ese calor”, dijo, recordando a un minero muerto cuyo brazo se desprendió cuando trataron de recoger el cuerpo.

Woodcock ha sepultado a un asesino y a mineros muertos en pozos colapsados.

Pero, en su mayor parte, es por una enfermedad cardiaca y el calor aquí”, dijo Sandra Kuehn, quien administra el consultorio médico local. “Es el humo y el alcohol lo que los mata”.

Mientras empezaba el servicio de Van Emmerik, los deudos empezaron a llenar el club de boliche. El reverendo Neville Parish, un ministro retirado que había sido llamado para el funeral, preguntó si alguien quería hablar.

Horley habló sobre el amor de su madre por Lightning Ridge. Jerry Lomax, ex presidente de la Asociación de Mineros de Lightning Ridge, contó la historia de la vez en que había sido tumbado de un golpe en una reunión de mineros en una disputa sobre derechos mineros. Van Emmerik, la secretaria del grupo, se puso de pie de un salto “y noqueó al minero” que lo había golpeado.

Los sepultureros cobran unos 2,600 dólares por un servicio completo, incluidos 600 dólares por el sitio del cementerio y el enterrador.

La melodía de despedida “Time to Say Goodbye” sonó en los altoparlantes del club mientras Horley y otros portadores cargaban el ataúd de Van Emmerik de vuelta a la carroza negra para ser conducido a la morgue. Su cuerpo sería regresado al refrigerador hasta que se secara el terreno.

La esposa de Woodcock, Yvonne, de 73 años de edad, dispuso charolas de plástico con emparedados de huevo, jamón y jitomate y té caliente. Se abrió el bar para tomar cerveza y vino.

Para las 9 de la noche, unas 10 horas después de que empezara el servicio, solo quedaba un pequeño grupo de familiares y amigos. Los televisores encima del bar mostraban las noticias deportivas del fin de semana.

Molyneux salió al aire nocturno frío y sonrió. Van Emmerik había recibido una buena despedida.

Michelle Innis
© 2016 New York Times News Service