Elecciones en EU: la sombra del odio y la posverdad

CIUDAD DE MEXICO (apro).- Todo parece indicar que por un estrecho margen la candidata presidencial demócrata Hillary Clinton ganará la mayoría de los votos necesarios en el Colegio Electoral norteamericano para convertirse en la primera mujer presidenta de Estados Unidos. Ganará, pero no vencerá. Será la triunfadora por descarte y no por entusiasmo, como ocurrió en 2008 con la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca.

Clinton y el sistema político estadunidense tendrán como su principal sombra a un personaje delirante como Donald Trump, quien logró transformar en auténtica amenaza global su papel de magnate regañón de El Aprendiz, el reality show donde aprendió todos sus trucos, gestos y discurso de odio a lo largo de 14 temporadas televisivas.

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La ficción superó a la realidad: Trump sembró y capitalizó las suficientes toneladas de discurso de odio que difícilmente desaparecerá con el resultado de este martes 8 de noviembre.

El trumpismo es una mezcla entre reality, ignorancia, resentimiento y desconfianza contra el establishment político estadunidense. Es una especie de rebelión en el circo de la enajenación americana y no en la granja orwelliana.

Detrás de esta rebelión dos poderosas pulsiones se han apoderado de la agenda mediática estadunidense y global: la política de la “posverdad” y el discurso del odio.

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Trump polarizó la contienda y a la sociedad norteamericana con una receta muy fácil y peligrosa: utilizó los tres tipos de estigmas que explican el discurso de odio. El de las deformaciones físicas o debilidades genéticas (su desprecio a los discapacitados). El de los prejuicios contra el carácter de los individuos que se perciben como falta de voluntad, pasiones tiránicas o antinaturales (los mexicanos que “contaminan” Estados Unidos). El del estigma tribal de superioridad por raza, nación y religión. Estos tres tipos de estigmas los utilizó Trump y los potenció con insultos que generaron una inevitable atención mediática.

La “política de la posverdad” fue un término acuñado en 2010 por David Roberts en la revista estadunidense satírica Grist para definir a aquellos políticos que negaban evidencias como el cambio climático. Seis años después, un editorial de la revista británica The Economist utilizó el término para explicar fenómenos crecientes de políticos como Donald Trump, los impulsores del Brexit o los políticos turcos que, contra toda evidencia, sostienen sus mentiras.

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Como confirmación de este diagnóstico, el mismo Trump redactó el siguiente tuit de una mentira transformada en verdad retórica:

“El concepto de calentamiento global fue creado por los chinos para hacer que las manufacturas estadunidenses sean menos competitivas”.

Ni qué decir de sus mensajes contra México y los mexicanos, a quienes ha culpado del cierre de las armadoras de autos, de la “invasión” y de “robarles” empleos a los norteamericanos. Con astucia eligió a los mexicanos como eje de su bullying. Sólo mandatarios tan ignorantes como Enrique Peña Nieto asumieron como propias las bravatas de Trump y quiso “cambiar” su opinión dándole tratamiento de jefe de Estado, rompiendo una larga tradición diplomática de no injerencia en asuntos internos estadunidenses.

Los políticos de la era de la “posverdad” no sólo mienten. Les importa cancelar cualquier noción de verdad o de veracidad para reforzar creencias y prejuicios. Esto les permite convencer a sus seguidores, a gobernarlos o a transformar la desconfianza en las élites políticas tradicionales en una suerte de credo de las pulsiones más básicas del nacionalismo, la religión o la supremacía racial.

En la era de la posverdad pululan decenas de “explicaciones” y teorías conspirativas en internet que son asumidas como creencias inamovibles por millones de personas, como la idea de una conspiración mundial de los Iluminati, la negación de que exista el VIH, el rechazo al fenómeno del calentamiento global, el menosprecio a la condición femenina o la idea de la supremacía genética de los blancos.

En muchos casos se trata de simple ignorancia. En otros, de una mezcla de soberbia metafísica y de relativismo extremo que anula la propia voluntad humana frente a las crisis sociales o políticas.

La “posverdad” se volvió una auténtica epidemia en el Partido Republicano de Estados Unidos. El gran precedente de Donald Trump fue Newt Gingrich, responsable de la “revolución republicana”, que dinamitó las bases racionales y laicas de su partido.

En un artículo para The New York Times, Diego Fonseca recordó que Gingrich se sentó con CNN a debatir las estadísticas del crimen en Estados Unidos. La presentadora le recordó que las cifras mostraban una tendencia a la baja, pero el republicano defendió su idea de que las personas “se sienten más amenazadas” y “lo que yo digo es igualmente verdadero”. “Yo voy con lo que la gente siente; usted vaya con los teóricos”, remató Gingrich.

En otras palabras, la política no es un asunto de posibilidades, hechos y proyectos medibles y verificables para enfrentar la realidad sino un acto de fe. De fe en los prejuicios socialmente compartidos. La confianza no se basa en la congruencia sino en la fe ciega. Y ahí es donde Donald Trump es el gran ilusionista de la “posverdad”.

“La política posverdad tiene muchos padres”, reflexionó The Economist en su editorial. “Algunos son nobles. El cuestionamiento a las instituciones y las ideas es una virtud democrática”, advierte la revista.

Sin embargo, la “posverdad” no busca virtudes democráticas como la tolerancia sino todo lo contrario. Se basa en emociones como la ira, el odio, la frustración, la sensación de engaño permanente ante las élites tecnocráticas.

Después de la crisis financiera de 2008-2009 y de las mentiras evidentes que justificaron la invasión a Irak, la desconfianza anidó y proliferó entre esos sectores más afectados. Algunos protestaron en Ocupa Wall Street, muchos apoyaron al demócrata Bernie Sanders que les dio un sentido de futuro a millones de jóvenes estadunidenses, perootros se reciclaron por el discurso grandilocuente y vacío de Trump.

El remedio ante la mentira y el engaño de las élites políticas –cuya gran representante es Hillary Clinton para muchos estadunidenses– fue peor que la enfermedad.

Donald Trump no buscó desenmascarar el engaño sino justificar su propia mentira y construir, literalmente, una muralla que aísle a la razón frente a esa mezcla de ficción, determinismo, soluciones fáciles, insultos y prejuicios que constituyen su oferta política.

Trump es algo mucho más que un demagogo, un “histrión” o un populista de derechas. Capitalizó la precarización del sistema político norteamericano y el hartazgo de votantes y ciudadanos cansados del relativismo de la posmodernidad, de la complejidad y de las paradojas del poscapitalismo y de la incertidumbre característica de las sociedades abiertas.

Es el germen de un medievo mental en beneficio de los más privilegiados, no al revés. Es la muerte de la política como un acto racional para transformarse en una guerra emocional permanente, actos de venganza y de revancha, no de justicia. Su “tolerancia” es mediáticamente rentable, pero profundamente ofensiva cuando se trata de hablar de mujeres, afroamericanos, latinos, mexicanos, árabes, musulmanes, chinos o todo lo diferente a los blancos, anglosajones y protestantes (los wasp) de la “grandeza americana”.

“Si Trump pierde en noviembre, la posverdad parecerá menos amenazante, aunque ya ha tenido demasiado éxito para que desaparezca”, concluyó The Economist en su editorial de hace mes y medio. Y este 8 de noviembre se transformará en una sombra victoriosa.

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