En Paris con Boris,Trump y merengue de limón

El pasado sábado por la noche, hice algo en París que jamás había hecho antes.

Fui a un restaurante a cenar sola. Ya sé, es tonto que yo siempre haya tenido miedo de salir sola de noche a lugares públicos. Traté de superar esa fobia yendo sola al cine un sábado por la noche en Washington, hace muchos años, después de una ruptura sentimental. Pero cuando se encendieron las luces, vi a mi ex sentado enfrente de mí, con una preciosa acompañante. Eso me curó del deseo de aventurarme sola por unos veinte años más.

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Pero estuve en Francia durante una semana por motivos de Francia e hice escala en París de regreso a casa. Pasé la noche del viernes comiendo del minibar: papas fritas con sal y vinagre, palomitas, nueces, chocolate y vino blanco. Pero la segunda noche, me pareció demasiado triste quedarme acurrucada en una habitación oscura en la Ciudad de las Luces.

Así que superé mis nervios y llegué hasta el salón comedor del hotel. Estaba hospedada en L’Hotel, en la rive gauche, donde un deprimido Oscar Wilde vino a vivir en 1898, subsidiado por el gobierno francés después de haber sido puesto en libertad de la prisión de Reading.

Él murió ahí a los 46 años de edad, en una habitación frente al vestíbulo, que ahora es un pequeño bar cubierto de espejos y fotografías de visitantes famosos, como Mick Jagger y Johnny Depp. Ofrece un cóctel llamado “Born to be Wilde” a base de Bacardí, albahaca, miel, jugo de limón y salsa Tabasco. La leyenda dice que las últimas palabras de Wilde fueron: “El papel tapiz y yo estamos enzarzados en un duelo a muerte. Uno de los dos tendrá que irse.”

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El papel tapiz ahora es de seda gris plisada, por lo que sin duda le gustaría a Wilde, y la desgastada alfombra tiene un estampado de piel de leopardo muy adecuado. Pasé frente al bar en mi camino al restaurante y con voz temblona pedí una mesa para una sola persona. La respuesta no fue nada reconfortante. “Madame”, me dijo el joven sommelier llevándome a un lado. “Este es un restaurante gastronómico.” No supe qué inferir de sus palabras. “¿Quiere decir de precio fijo?”, le pregunté.

Sacudió la cabeza, tomó un menú, señaló los precios, que estaban en el rango de un buen restaurante de Washington, y me lanzó una mirada llena de dudas.

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¿Sería alguna de las prendas que llevaba puestas? Me había quitado los pantalones vaqueros para enfundarme en un vestido de tirantes Diane von Furstenberg y una chaqueta a rayas J. Crew. No combinaban mucho, pero se supone que eso es lo que está de moda. Pero quizá no en París.

¿Pensaba mi sommelier que yo tenía aspecto más bien de ir por una hamburguesa a McDonald’s? Le murmuré que me había quedado sin comida en mi habitación. “¡Oh! ¿Usted está hospedada en el hotel?”, preguntó Valentin el sommelier. Entonces fue a conferenciar con su jefe, Philippe, el director del restaurante, y luego regresó.

“Muy bien”, exclamó, señalando una mesa con sillas a rayas. “Puede sentarse aquí.”

Miré a mi alrededor mientras me comía el mousse de aguacate y yuzu y un rodaballo dorado a fuego lento con fragancias de anís y hojas de áster, acompañado por el borgoña seleccionado por el mismo Valentin. Había diez mesas, casi todas con parejas. Quizá el sábado por la noche en París no sea el mejor momento para hacerme la valiente.

Cuando llegó mi merengue de limón a la italiana, una obra de arte en forma de lágrimas empapadas de sol, Philippe me explicó amablemente: “Puede comerse la hoja de oro de arriba.”

“Ya sé”, le respondí. “Yo también miraba el programa de Martha Stewart.”

Me lanzó una mirada inexpresiva.

Yo iba armada con un montón de periódicos, así que pude fingir que estaba estudiando el referendo del “Brexit” que convulsionaba a Europa. El dicho de Oscar Wilde resume perfectamente este divorcio continental: “Todo hombre mata aquello que ama.”

¿Qué más se puede hacer cuando estamos solos que estudiar por qué Inglaterra quiere estar sola? La atractiva pareja sentada en la mesa de al lado estaba demasiado ocupada besuqueándose y tomando vino tinto para que yo le preguntara sobre la actitud de Francia ante la soledad británica.

Los parisinos con los que había hablado estaban molestos con todo: con David Cameron por celebrar el referendo, con los británicos por separarse de Europa y _ aunque nunca les preguntaba al respecto _ con los estadounidenses por Donald Trump.

“Eso es imposible”, me predicaban. “Una locura.”

Me puse a cavilar en los paralelismos entre los dos rubios más infames del mundo, Donald Trump y Boris Johnson.

Los dos son escritores prolíficos nacidos en Nueva York de padres de considerables medios y conocidos en todo el planeta por su nombre de pila. Y además está el curioso hecho de que John Oliver llamó orangután a Johnson y que Bill Maher dijo que Trump es hijo de un orangután.

Boris, por su parte, es aficionado a Shakespeare, estudió en Oxford y es más erudito, ingenioso y desgreñado que el Donald.

Pero como señaló Sarah Lyall de The New York Times, a veces Johnson tiene una “mezcla bufonesca de encanto, jactancia y ofuscación”. Como la tiene también Trump. Johnson está obsesionado con su propia marca y finge blandir un espadín. Lo mismo hace Trump.

Johnson tuvo una aventura extramarital que fue notoria en los tabloides. Lo mismo que Trump. Johnson miente con facilidad y retoza como farsa. Lo mismo hace Trump. Prefiriendo la grandiosidad y los golpes publicitarios a los detalles de política, Johnson se ha tropezado con su arrogancia, falta de preparación y desorganización. Lo mismo que Trump. Johnson fue abandonado y apuñalado por muchos miembros de su propio partido. Al igual que Trump.

“Los verdaderos amigos nos apuñalan de frente”, como diría Wilde.

Al igual que Trump, Johnson manipuló brillante y cínicamente a los ciudadanos blancos de mayor edad, cabalgando una ola de xenofobia, de rabia contra las élites y los inmigrantes, de resentimiento porque les están quitando lo que es suyo.

Como observó Lyall, Johnson, a la cabeza del contingente por la salida, tuvo el talento de inventar cosas y de tomar un grano de información sobre la ineptitud de la Unión Europea y convertirlo en una amplia narrativa negativa.

Y del mismo modo, Trump amplifica algunos delitos cometidos por indocumentados mexicanos y los convierte en una acusación contra un país completo.

Así como Hillary Clinton y Trump, Cameron y Johnson empezaron como amigos y después se vieron en las esquinas opuestas de una pelea espectacularmente desagradable.

Después de haber manipulado la tormenta, Boris no logró aprovechar el momento, actuó blandamente y casi arrepentido al desdecirse de algunas de las promesas más decisivas del Brexit.

Después de haber manipulado la tormenta, Donald tampoco ha podido aprovechar el momento. No ha logrado consolidar el apoyo republicano y elevar su juego a un nivel maduro y de entendido en el tema. Trump no ha sido tímida para arrear a la multitud con su demagogia, pero se ha visto un poco nervioso, enfrentado a la posibilidad de llegar a ser la marca perdedora.

Podemos atribuir el éxito de Johnson y de Trump con los votantes blancos y viejos a una nostalgia contraproducente.

Pero se agitan unas dolorosas crisis de identidad entrelazadas, en las que los jóvenes se enfrentan a los viejos y brotan los resentimientos largamente contenidos contra líderes que no han reconocido el dolor de la globalización y el ansia del excepcionalismo nacional.

A muchos británicos no les gusta recibir órdenes de los burócratas de Bruselas. Y muchos estadounidenses se preguntan quiénes son si ya no pueden ganar cualquier guerra y fabricar los mejores productos.

Los dos partidos también están pasando por una crisis de identidad. Los republicanos desesperados por el reporte de que Trump escuchaba las conversaciones telefónicas de los huéspedes y el personal de Mar-a-Lago pueden reconfortarse con la idea de que Bill Clinton no haya perdido el talento de meterse en problemas, arrastrando a la esposa que supuestamente quiere ayudar.

Que Bill se haya reunido durante media hora en el aeropuerto de Phoenix con la procuradora general a cargo de la investigación de la FBI sobre el correo electrónico de Hillary fue una debacle para los tres involucrados.

¿Cómo es posible que un tipo con el instinto político como el suyo no haya visto el problema de cruzar la pista de aterrizaje para sorprender a Loretta Lynch con una visita? Es parte de un ciclo previsible de los Clinton: justo cuando todo parece ir saliendo bien, derrochan esa ventaja.

“Estoy anonadado por eso”, declaró Trump. “Me parece sorprendente. Nunca antes había visto nada semejante.”

Y por primera vez, él no estaba exagerando.

Maureen Dowd
© The New York Times 2016