En su lucha de décadas, la familia de un héroe de guerra presenta una demanda para que se identifiquen los restos

En los primeros días de la Segunda Guerra Mundial, un graduado de West Point, de rostro infantil, con un rifle en una mano y una metralleta en la otra, realizó un ataque, él solo, en las Filipinas, en contra de los invasores japoneses, que alteró el curso de la guerra.

Saltando de una trinchera a otra en la selva, abatió a los enemigos con granadas, fuego de artillería y, al final, con su bayoneta antes de que lo mataran. Repelió el avance que retrasó a los japoneses durante meses con ese ataque y, en cuestión de semanas, al soldado de 23 años, el teniente Alexander Nininger, le otorgaron la primera Medalla de Honor de la guerra.

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En las décadas desde entonces, le han rendido homenaje con una estatua, un premio anual en West Point y hasta un tratado sobre el potencial humano por Malcolm Gladwell. Sin embargo, no se ha encontrado el cuerpo. Oficialmente, el Ejército lo tiene enlistado como “irrecuperable”.

Su familia no está de acuerdo. Dice que los huesos del teniente descansan en la tumba J-7-20 en el Cementerio Estadounidense en Manila. Durante 70 años, la familia ha estado presionando al Ejército para que identifique los restos y llevar al teniente caído a su lugar de origen.

Ahora, la familia y otras seis más de soldados enterrados como “desconocidos” en Manila están demandando al Departamento de la Defensa para obligarlo a identificar los cuerpos. En la demanda que presentaron ante un tribunal federal el jueves, argumentan que por no haber utilizado el ADN disponible sin problemas para identificar los restos, el Departamento está incumpliendo su deber jurídico de rastrear “a las personas desaparecidas en conflictos pasados o sus restos al cese de las hostilidades”.

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Entre los muertos desaparecidos están un general desafiante, al que ejecutó un pelotón de fusilamiento tras negarse a ayudar a los japoneses; un coronel al que derribaron las ametralladoras en la última posición de los estadounidenses en la península de Bataan, y un soldado raso que murió meses después de disentería y heridas de bayoneta en un campo japonés para prisioneros.

En la confusión de la guerra, los enterraron a todos en tumbas clasificadas como “desconocidos”, pero las familias dicen que, en los años que han pasado, han recopilado evidencia suficiente para una vez más darles nombre a los sin nombre.

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“Parece que es lo menos que podemos hacer”, dijo en una entrevista John Patterson, de 80 años, el sobrino de Nininger, en su estudio en North Kingstown, Rhode Island, donde los libreros se han combado por el peso del material de investigación que ha recopilado, en un esfuerzo por hacer que regrese el cuerpo de su tío. “Fue un verdadero héroe que se sacrificó”.

El blanco de la demanda es el organismo para los prisioneros de guerra y desaparecidos en acción, dependiente del Pentágono, que tiene un presupuesto anual de 115 millones de dólares, cuya tarea es dar cuenta de los aproximadamente 45,000 elementos del servicio perdidos, y que son recuperables y datan desde la Segunda Guerra Mundial. Durante años, la dependencia y un grupo de organismos que la precedieron han estado plagados de informes de despilfarros y disfuncionalidades.

A pesar del presupuesto considerable, el esfuerzo de la recuperación ha promediado menos de 90 cuerpos al año en los últimos cinco años. El Congreso, frustrado por la baja cantidad, mandató que se incrementara a por lo menos 200 por año para el 2015, pero todavía no alcanza a ese total.

La dependencia dijo que relacionar los restos con los combatientes perdidos es un proceso meticuloso que es frecuente que se lleve años. Ha tratado de modernizar el esfuerzo e identificado una cantidad récord de 164 restos en el 2016, pero el personal advirtió en entrevistas recientes que la extracción de ADN utilizable de unos restos de 70 años de antigüedad, dañados por el caos de la batalla, seguiría siendo una empresa lenta y pesada.

“Entendemos, absolutamente, que hay frustración y dolor en las familias”, dijo John Byrd, el director del laboratorio de la dependencia. “Vamos a hacer lo mejor que podamos para intensificar la capacidad más robusta mientras tratamos de hacer el trabajo en forma apropiada”.

Sin embargo, ya se les acabó la paciencia a muchas familias. La dependencia ha rechazado a la de Nininger durante décadas, aun cuando dice que, literalmente, puede trazar un mapa hasta la tumba y ha proporcionado ADN para establecer la correlación.

Nininger fue un héroe de guerra insólito. En West Point, el cadete de voz suave, procedente de Florida, se inclinaba por el teatro y le gustaba escuchar a Chaikovski. Sin embargo, cuando los japoneses irrumpieron en las Filipinas poco después del ataque contra Pearl Harbor, fue como si cambiaran un interruptor, contó su sobrino.

Nininger se ofreció voluntariamente para ir al lugar en las líneas del frente que se habían separado debido al peso de una fuerza japonesa más grande. Con una mochila llena de granadas y un rifle en cada mano, se arrastró por un huerto de mangos y sorprendió al enemigo a poca distancia.

Lo hirieron tres veces, pero continuó la marcha. Cuando se le acabaron las municiones, dijeron testigos, mató a tres hombre más con su bayoneta, y luego se colapsó. Lo envolvieron en la lona de una tienda de campaña y lo enterraron en una tamba cavada de prisa en un camposanto. Unos meses después, los estadounidenses en la isla se rindieron.

Desde entonces, existe una disputa sobre el sitio de su última morada. Después de la guerra, el Ejército les asignó a los huesos no identificados en un camposanto el número X-4685 y los volvió a enterrar, junto con miles más, en el Cementerio Estadounidense en Manila.

Los veteranos del batallón le dijeron a la familia que el héroe caído estaba en la tumba, y concordaron los técnicos en tumbas del ejército que estaban ordenando los restos. Los trabajadores concluyeron dos veces que Nininger era X-4585 y mencionaron que casaban los registros dentales y otros detalles. Sin embargo, la oficina central anuló la identificación porque dijo que parecía que los huesos eran unas cuantas pulgadas más cortos.

En 1951, la dependencia cerró el caso y lo clasificó como “no recuperable”, y les envió una carta a los padres en la que les decía: “Se lamenta que no exista una tumba ante la cual rendirle homenaje”.

“No creo que mi madre se haya recuperado alguna vez”, dijo Patterson, un ex senador estatal en Rhode Island. En las décadas desde entonces, la barba se la ha vuelto blanca mientras ha tratado de traer de vuelta a su tío.

En los 1960, por exhorto de su madre, Patterson escribió cartas al Departamento de la Defensa para preguntar sobre la tumba, pero solo le enviaron respuestas de machote de que se había perdido el cuerpo.

En los 1970, empezó a examinar relatos históricos de la batalla buscando pistas.

En los 1980, rastreó los testigos con quienes el Ejército nunca habló: un explorador que llevó el cuerpo al camposanto, un oficial de inteligencia que trazó un mapa donde aparece un árbol de mangos a 50 pasos al suroeste de la iglesia, junto al sitio donde estaba enterrado el teniente.

“Se convirtió en mi pasatiempo”, dijo Patterson. “Algunos en mi familia dirían que en mi obsesión”.

En los 1990, fue en peregrinación al camposanto, luego rastreó los restos hasta el Cementerio Estadounidense en Manila, donde una cruz de mármol blanco en la tumba J-7-20 tiene las palabras: “Aquí descansa en honrosa gloria un camarada de armas solo conocido por Dios”.

En 1993, de nuevo volvió a pedirle al Departamento de la Defensa que se exhumara la tumba. Le negaron la solicitud. Pidió en 2015. Volvieron a negarla. Solicitó instrucciones sobre cómo apelar la negativa. Nunca le respondieron.

Los antropólogos de la dependencia advierten que es frecuente que se preserve la caótica confusión del combate en muchas tumbas de la Segunda Guerra Mundial. Un solo ataúd puede tener múltiples esqueletos. Los huesos están rotos y mezclados, a menudo. Y los restos quemados y degradados hacen que sea poco factible la extracción de ADN.

“No es tan directo como señalar una tumba”, dijo Greg Gardner, el jefe de al unidad de repatriaciones de conflictos pasados en el ejército, “Todavía tenemos muchos desconocidos”. Agregó que no está seguro de quién está en la tumba J-7-20.

Patterson espera que una demanda obligue a la dependencia a averiguarlo. Y, en el proceso, espera que el caso de Nininger obligue al gobierno a identificar a cientos de otros soldados desaparecidos.

“Una vez más, es posible que pueda dirigir”, notó Patterson. “Esta vez desde la tumba”.

DAVE PHILIPS
© 2017 New York Times News Service