Que Estados Unidos vuelva a odiar

© 2016 New York Times News Service

No hubo alborotos en las calles de Cleveland, como Donald Trump había advertido en caso de que las cosas no salieran cómo él quería. Pero pudimos ver la esencia misma de los disturbios, la locura y la pérdida de la razón, exhibida a plena luz durante los cuatro días de la convención nacional republicana.

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Para ser una campaña dedicada ahora a la “ley el orden”, el inicio fue la ley de la turba: en espíritu, en tono, en palabras. Mucho tiempo después de que hayamos olvidado el discurso de Trump _ ese panegírico a sí mismo, esa imagen de pesadilla de un país en el que se han apagado las luces _ seguiremos recordando el salvajismo casi a flor de piel.

A partir de la primera noche, cuando los republicanos decidieron manipular a la abatida madre de una víctima del terrorismo, la construcción de la picota donde acabarían clavando a Hillary Clinton no fue nada sutil. Imagínese que un partido hubiera explotado a la viuda de uno de los 241 miembros del servicio que perecieron en un ataque terrorista contra estadounidenses en Beirut, en 1983 _ el ataque más mortal contra los infantes de marina desde la segunda guerra mundial _, para atacar a Ronald Reagan, cuya negligencia administrativa tuvo buena parte de culpa.

No lo podemos imaginar. Porque no hay nada del Partido Republicano actual _ cuyo abanderado ahora está dispuesto a repudiar casi setenta años de seguridad para los aliados europeos con el pretexto de que “Estados Unidos primero” _ que se parezca, siquiera remotamente al Gran Viejo Partido de antaño. No encontraríamos la Ciudad en la Colina del presidente John F. Kennedy, ni el Nuevo Amanecer en Estados Unidos de Ronald Reagan, ni los Puntos de Luz de George H.W. Bush. Solo condenación, distopia, temor, parálisis; y una solución en forma de un lema facilón para restablecer la grandeza.

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El hombre que no pudo manejar su propia convención, el creador de una “universidad” basada en el fraude, apostó su ambición de ocupar el cargo más importante del mundo al pánico popular y a la amnesia colectiva de sus fechorías en serie. “Voy a restablecer la ley y el orden en este país, créanme, créanme”, declaró.

Y el instigador de cuatro bancarrotas, el hombre que defraudó a plomeros y carpinteros, el fallido propietario de casinos, prometió usar sus habilidades de necromancia para “volver a hacer rico a nuestro país”.

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Uno de los discursos principales, el de Melania Trump, fue robado en parte a la esposa del presidente que Donald Trump desde siempre ha tratado de deslegitimizar. Ese y el discurso de Ivanka Trump, que hubiera encajado mejor en la convención demócrata, fueron los únicos atisbos de esperanza.

Al principio de la convención, al menos uno de los oradores mencionó la importancia del imperio de la ley. Pero su voz fue ahogada por los gritos que se convirtieron en el mantra de esta convención: “¡Encarcélenla!” Chris Christie, actual gobernador y ex procurador, trató de dirigir a la multitud con sus gritos de “culpable” al tiempo que pormenorizaba los terribles eventos de los que culpa a Hillary Clinton. Pero la turba ya tenía la soga al cuello y así siguió hasta que soltaron los globos.

Cuando hay guardianes del orden autonombrados en busca de una ejecución, nunca falta un ministro religioso que ande cerca. Para efectos de justificación moral esta semana, el pío de Ben Carson comparó a Hillary Clinton con Lucifer, ni más ni menos que el diablo en persona. Así que no es de extrañar que solo se haya producido un encogimiento de hombros cuando otro delegado, y asesor de Trump en asuntos de veteranos, Al Baldasaro, dijo que Clinton debería ser “fusilada por traición”. La caza de brujas en Salem tuvo más respeto por las formas jurídicas.

Adentro de la convención, el odio también se dirigió en contra de alguien que retó a los miembros a votar conforme a su conciencia, Ted Cruz. Es verdad que el senador texano es el político más repudiado de Estados Unidos. Pero de alguna manera se esperaba que haría la genuflexión ante el hombre que difamó a su padre y que insultó a su esposa. Heidi Cruz tuvo que ser escoltada para salir de la convención por un amigo que temía por su integridad física.

El jueves fue vitoreado un empresario abiertamente gay, Peter Thiel. Pero afuera de la convención, el cantante de Third Eye Blind fue recibido con insultos y abucheos. Poco antes, el cantante había instado a los delegados del público en el Salón de la Fama del Rock and Roll, a aceptar más a los gais y a “no vivir la vida con miedo”.

Tomados individualmente, muchos de esos delegados de Trump son personas agradables. En pláticas personales, uno puede hacerles entender por qué Tony Schwartz, el verdadero escritor de “El arte de la negociación”, rompió un prolongado silencio para decir que estaba aterrado de Trump pues es un “sociópata”. Mientras escuchaba el discurso de aceptación, Schwartz tuiteó: “Este es el Donald Trump que yo conocí; ni una sola palabra de esperanza o posibilidad; todo es condenación, todo el tiempo.”

Pero en un grupo, las emociones de los trumpistas se consolidan en odio y mentalidad de masa: todos los mexicanos son violadores, todos los musulmanes son terroristas, la delincuencia está en aumento, Hillary Clinton es el diablo y debe de ser fusilada.

En cierto nivel, esta convención fue Fox News en esteroides: las medias verdades, las quejas, la satanización y ciertamente, los asistentes de edad, como mostraron los índices de audiencia de las primeras noches. Pero qué extraña ironía fue que el autor intelectual de esa polarización _ y, podría decirse también, del partido que nos dio a Trump _, el presidente de Fox News Roger Ailes, fuera destituido de su cargo la misma noche que debió haber sido la de su apogeo.

Ailes será una nota al pie de página. Cuando se clausuró la convención, el miedo había ganado el salón. Y en efecto debemos tener miedo: por la república, por una democracia que se enfrenta al peligro más grave desde la guerra civil.

Timothy Egan
© The New York Times 2016