Europa finalmente podría acabar con su dolorosa austeridad

LONDRES. La lógica señala que si se reduce el gasto del gobierno, recortando pensiones y programas sociales, los mercados tendrán confianza en la gente de mentalidad ruda que esté a cargo. Y los mercados con confianza son mercados contentos. El dinero llega a raudales y empiezan a correr los buenos tiempos.

Aunque la prosperidad ha estado penosamente fuera del alcance en toda Europa, los políticos han renovado, una y otra vez, su fe las virtudes de esta difícil medicina.

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Hasta ahora.

Sí, Europa esta reexaminando los méritos de la austeridad. Algunos políticos están dando tímidas señales de que podrían estar dispuestos a aflojar el control de las arcas públicas para estimular el crecimiento y mejorar la suerte del hombre de la calle, que sufre de desempleo y de mala salud. La indicación más clara de este cambio es que la muy endeudada Italia está cada vez más inclinada a desafiar a Alemania _ la guardiana de la austeridad _ para aflojar las cuerdas de las bolsas europeos.

Este fenómeno se produjo después de la pasmosa decisión de Inglaterra de abandonar la Unión Europea, considerada una feroz reprimenda a la élite económica dentro de las comunidades que están batallando, mientras que ganan apoyo los movimientos populistas y anti-inmigrantes en todo el continente.

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Sobre todo, el cambio podría ser un antídoto a las políticas dogmáticas que se han aplicado por años en Europa, reemplazando el fallido intento de generar crecimiento económico recortando gastos con el interés por fomentar la inversión.

“En cierto modo, la austeridad está fuera de discusión”, declaró recientemente el ministro italiano de Finanzas, Pier Carlo Padoan, durante una conferencia de prensa en Roma. “Necesitamos traer más crecimiento y más empleo a Europa.”

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El lugar donde se está desarrollando esta dinámica con más claridad es en Gran Bretaña.

Antes del referendo del 23 de junio para abandonar la Unión Europea, el llamado Brexit, el hombre que estaba a cargo del presupuesto británico, el ministro de Finanzas George Osborne, había declarado probablemente que su objetivo era tener un presupuesto excedentario para 2020. Esa meta requería recortes.

Pero cuando la clase política digirió los resultados del referendo, interpretándolos como una exigencia de corregir el rumbo de las comunidades afectadas por el elevado desempleo y el estancamiento de los salarios, Osborne reconoció que ya no se alcanzaría esa meta.

Su sucesor, Philip Hammond, decidió doblar la apuesta.

En un discurso el lunes pasado en la reunión anual del Partido Conservador en el poder, el nuevo ministro de Finanzas declaró que el gobierno tomaría prestado más dinero para financiar nuevas obras de infraestructura, con lo que presuntamente se crearán empleos de construcción y manufactura.

Los recortes presupuestales han cedido su lugar al gasto, debido en gran parte a los temores a las consecuencias económicas de los trámites de separación de la Unión Europea, que se prevén tortuosos. Se espera que se reduzca la inversión, lo que refleja una profunda incertidumbre. Las exportaciones británicas podrían verse amenazadas. Los empleos bien pagados del sector financiero podrían irse de Gran Bretaña a otros países de Europa.

Pero cualquier conversación justa sobre la austeridad debe de tomar en cuenta una compleja realidad: hay muchas divergencias entre la retórica de la toma de decisiones políticas y el gasto real del dinero.

En Gran Bretaña, Osborne se presentaba como el valiente guardián del tesoro, empeñado en hacer recortes para cuadrar los libros de contabilidad. Al mismo tiempo, incurrió en déficit presupuestales que proporcionalmente eran mayores a los de Francia, donde estaba en el poder un gobierno socialista, supuestamente empeñado en repartir dádivas sin preocuparse por la aritmética.

En Estados Unidos, el gobierno de Obama respondió a la gran recesión con una ley de estímulo fiscal por 787,000 millones de dólares: una mezcla de quitas de impuestos y aumento del gasto público. La economía de Estados Unidos se recuperó más vigorosamente que la de Europa, dando origen a la noción de que el estímulo estaba dando resultados en Estados Unidos, mientras que la austeridad prevalecía al otro lado del Atlántico.

Esa historia, empero, es demasiado simplista.

En Washington, las disputas por el tamaño y la duración de muchos programas sociales _ beneficios de desempleo de emergencia, cupones de comida y apoyo de vivienda _ redujeron efectivamente el alcance de esos esfuerzos. En Europa, la red de seguridad social era mucho más vasta y redujo el impacto del desempleo.

Cualquier alteración a la política económica europea inevitablemente implica a Alemania. La economía más grande de la región ejerce una influencia desmedida en las palancas de la política económica.

La Unión Europea tiene reglas que limitan el déficit presupuestal y la carga de la deuda pública. Los países que exceden esos límites están sujetos a negociaciones por las consecuencias.

Para Alemania, esas reglas son inmutables (a menos que sean los alemanes los que estén pidiendo cierto relajamiento). La opinión económica alemana, señalan los analistas, está dominada por juicios morales y un profundo miedo a la inflación. El déficit significa debilidad de carácter y socava el valor del dinero. La prosperidad viene de la disciplina y el sacrificio.

Los ciudadanos alemanes han expresado alarma ante cualquier posibilidad de que sus abundantes ahorros sean usados para sacar de problemas a los irresponsables países endeudados del Mediterráneo. Ese rasgo se manifestó con mayor claridad cuando Alemania exigió agudos recortes en el gasto público como condición de los sucesivos rescates de Grecia emprendidos por las autoridades europeas. Pero también ha influido en la exigencia alemana de que España, Portugal y otros países afectados por la crisis se apeguen estrictamente a los límites del gasto deficitario. (Y los críticos señalan que a los alemanes no les interesa que las economías europeas más aquejadas lo están no por el exceso en el gasto público, sino por el desastroso endeudamiento privado, muchas veces ofrecido por los bancos alemanes.)

Los economistas señalan que Alemania está combatiendo efectivamente a un fantasma: la verdadera amenaza no es la inflación, sino lo contrario, la deflación, la caída de los precios. Que caigan los precios significa que es muy débil la demanda de bienes y servicios, lo que reduce el incentivo que puedan tener las empresas para expandirse y contratar.

Ante esa espiral descendente, el manual tradicional de economía recomienda que el gobierno intervenga y gaste dinero, aun cuando eso implique incurrir en déficit. Las obras de construcción, por ejemplo, ponen dinero en el bolsillo de los obreros, que después reparten su salario a través de toda la economía.

España y Portugal vivieron una auténtica depresión durante la peor parte de la crisis. Los dos países han estado ansiosos de liberarse de las restricciones de esos topes en el gasto. Los dos manejan un déficit presupuestal muy por encima del límite: 3 por ciento del producto interno bruto. Empero, en julio pasado las autoridades europeas decidieron no multar a ninguno de los dos y en cambio darles más tiempo para poner su déficit por debajo del tope.

“Por sus méritos, Francia, España e Italia deberían unirse contra los alemanes, vencerlos en el voto y obligarlos a aceptar sus propuestas”, señala Adam S. Fosen ex miembro del comité del Banco de Inglaterra que establece las tasas y actualmente presidente del Instituto Peterson de Economía Internacional en Washington. “Por alguna razón no lo hacen y yo no lo entiendo, francamente.”

Ahora Italia está intentándolo.

El mes pasado, su primer ministro, Matteo Renzi, acusó a Alemania de poner en riesgo los intereses europeos por negarse a permitir más gasto público.

“Hacer hincapié en la austeridad es destruir a Europa”, declaró Renzi en el Consejo de Relaciones Exteriores en Nueva York. “¿Cuál es el único país que saca ventaja de esta estrategia? El país que más exporta: Alemania.”

En una serie de entrevistas recientes en Roma, altos funcionarios italianos esbozaron sus intenciones de liberar a Europa de la austeridad.

“Si queremos cerrar esta brecha y persuadir a los ciudadanos de que hay oportunidades en la internacionalización de la economía y en la innovación, necesitamos invertir mucho”, señaló el ministro italiano de Desarrollo Económico, Carlo Calenda. “La cuestión es si lo hacemos dentro de la regla europea o si rompemos la regla europea. Lo que estamos tratando de hacer es mantenernos dentro de la regla europea.”

Pero no para siempre, agregó Calenda. Grecia se enfrentó a Alemania directamente y en voz alta cuando se sometió a los dolorosos recortes como condición de los rescates. Italia está preparando un desafío más calmado, operando dentro de las reglas mientras encuentra interpretaciones favorables que le permitan mayor gasto.

“Pensamos que sí hay espacio para maniobrar a fin de cambiar la regla europea”, afirmó. “Cuando estemos en una situación en la que tengamos que actuar de manera más fuerte, especialmente en el ámbito fiscal, entonces tomaremos esto en consideración.”

Peter S. Goodman
© 2016 New York Times News Service