Inspiradora olimpiada de Brasil

© 2016 New York Times News Service

Cuando yo era corresponsal en Brasil hace 30 años, la inflación era rampante. Ascendió a un promedio de 707.4 por ciento al año de 1985 a 1989. Los salarios de los pobres se esfumaban a las horas de haberlos recibido. El país pasó por tres divisas – cruzeiro, cruzado y cruzado novo – mientras viví en Río. La única salida para los brasileños, bromeaba la gente, era Galeao, el aeropuerto internacional.

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Antonio Carlos (“Tom”) Jobim, compositor de “La chica de Ipanema” (cuyo nombre ahora está entrelazado con ese aeropuerto), observó famosamente que, “Brasil no es para principiantes”. No lo era entonces y no lo es ahora.

Es un país vasto y diverso, un Estados Unidos tropical, cuyos ricos y pobres están divididos por un abismo. Altos índices de delincuencia son en parte reflejo de esta división. La flexibilidad es muy buscada en una cultura creada por el calor, sensualidad, samba y manipular las reglas. La vida puede ser barata. Te adaptas o pereces.

Edmar Bacha, amigo y economista, había acuñado el término “Belindia” para describir a Brasil: próspera Bélgica posada sobre una pululante India. Escribí un artículo sobre los niños pobres del norte de Río, lejos de las playas de Ipanema y Leblon, quienes solían divertirse como “surfistas de tren” viajando sobre techos de vagones de rápidos trenes – en vez de surfear olas del Atlántico. A menudo murieron. Nunca olvidaré el cadáver retorcido de uno en la morgue de la ciudad.

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La desigualdad formó parte de la historia, pero incluso en esos tiempos tumultuosos, eso no fue todo. “Tudo bem?” – “¿Todo bien?” – solía preguntar cuando me aventuraba a las ubicuas favelas, o barriadas. “Tudo bem!” a menudo era la respuesta, además de una sonrisa, incluso cuando todo era enteramente horrible. La penuria en el sol no es penuria en el frío.

Una vez pregunté al industrialista de Sao Paulo, José Mindlin, si le preocupaba hacia donde se dirigía Brasil. “Siempre me preocupa el final del mes”, dijo Mindlin. “Pero, nunca me preocupo por el futuro”. Estaba en lo correcto. Brasil es el panteón de los detractores.

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El país se ha transformado desde los años 80. La democracia y la divisa se han estabilizado. La clase media ha crecido exponencialmente, aunque está bajo presión actualmente. Brasil ha destituido a un presidente, Fernando Collor de Mello, y está pasando por un proceso de destitución en contra de otro, Dilma Rousseff, por cargos de manipulación presupuestaria. La ley no puede comprarse ya con facilidad. Ya terminó el auge de las mercancías que impulsó un acelerado crecimiento de Brasil a lo largo de muchos años. Decualquier forma, Brasil está instalado en las 10 principales economías del mundo.

Con base en datos del Banco Mundial, la expectativa de vida ha subido de 63.9 años en 1986 a 74.4 en 2014 (en el mismo periodo que la expectativa de vida estadounidense subió solo cuatro años). El alfabetismo sigue siendo muy alto pero ha caído marcadamente. Hoy día, Brasil es menos Belindia y más Franconesia: una sustancial Francia encima de Indonesia. Sus problemas persisten, pero solo un tonto negaría que Brasil vaya a ser uno de los principales actores del siglo XXI. Como debe sentir cualquiera que haya asistido a la Olimpiada, Brasil tiene una cultura nacional poderosa y alegre. Es la tierra del “Tudo bem”.

Todo lo cual equivale a decir que estoy cansado, muy cansado, de leer artículos negativos sobre esta Olimpiada brasileña: la ira en las barriadas, la violencia que continúa (incluyendo en contra de cuatro nadadores estadounidenses), la persistente brecha entre ricos y pobres, las ocasionales dificultades organizacionales, el dopaje ruso y el mosquito brasileño, dinero que supuestamente pudo haber sido invertido mejor que extendiendo el Metro que corre actualmente del centro a la próspera Barra da Tijuca (así, entre otras cosas permitiendo a los pobres obtener empleos allá afuera).

En primer lugar, Brasil nunca iba a terminar el trabajo a tiempo para la Olimpiada; ahora que ya lo hizo, y ofreció una magnífica ceremonia inaugural, es culpado por no haber resuelto uno de sus problemas sociales a tiempo para los juegos.

Hay algo en el mundo industrializado que no le gusta de un país en desarrollo que organiza un importante evento deportivo. He oído las mismas jeremiadas en Sudáfrica en la época de la Copa Mundial de futbol en 2010: la delincuencia que arruinaría las cosas, la pobreza que era vergonzosa y la ineficiencia que plagaría a los visitantes. El torneo fue un triunfo. Yo no recuerdo reporteros peinando las partes más pobres y plagadas de delincuencia de Gran Bretaña en 2012 para encontrar gente lista para quejarse de la Olimpiada de Londres.

Esta Olimpiada es buena para Brasil y buena para la humanidad, un tónico necesario. Vean a Usain Bolt o Simone Biles y siéntanse inspirados.

Mi imagen preferida es la de Rafaela Silva, la joven mujer brasileña de la barriada violenta de Cidade de Deus, quien ganó una medalla de oro en judo y declaró: “Esta medalla demuestra que un niño que tiene un sueño debería creer, incluso si toma tiempo, porque el sueño puede volverse realidad”.

Afuera en las favelas, algunos niños están soñando de una manera diferente justo ahora. Eso, de igual forma, es una historia.

Roger Cohen
© The New York Times 2016