Joven deportada siria de la antorcha destaca aceptación brasileña de refugiados

Tania Franco contribuyó con información.

© 2016 New York Times News Service

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SAO PAULO – El relevo de la antorcha olímpica ciertamente soportó su parte de indignidades este verano a medida que se movía a lo largo de este vasto país en camino a Río de Janeiro.

Empleados del gobierno que protestaban por salarios impagos buscaron interrumpir su progreso. Algunos bromistas intentaron extinguir la flama arrojándole cubos de agua. En un episodio particularmente vergonzoso, un soldado mató a un jaguar a disparos – la mascota oficial de los Juegos de Río – después de que escapara de sus manejadores durante una ceremonia en la ciudad amazónica de Manaos.

Sin embargo, la antipatía que muchos brasileños sienten hacia la Olimpiada se desvaneció brevemente cuando transeúntes vitorearon a Hanan Dacka, refugiada siria de 12 años de edad, mientras trotaba a través de la capital de la nación, Brasilia, con la flama olímpica en la mano.

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“Hoy no me siento como refugiada, sino como cualquier otra niña brasileña cargando la antorcha”, les dijo Hanan, quien se mudó aquí el año pasado proveniente de un campo de refugiados en Jordania, a reporteros durante su parte del relevo, en mayo.

En momentos en que Europa y Estados Unidos han debatido furiosamente llamados a recibir números mayores de refugiados, la decisión de convertir a Hanan en la portadora de la antorcha ha puesto de relieve el papel poco notado de Brasil como un santuario para buscadores de asilo de Siria.

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Brasil ha permitido la entrada de aproximadamente 2,300 refugiados sirios, con base en el Comité Nacional para Refugiados, dependencia del gobierno. Y con casi 6,400 visas humanitarias emitidas a sirios, se prevé que los números suban de manera considerable, destacan oficiales.

A diferencia de Estados Unidos, donde la perspectiva de reubicar a refugiados sirios se ha vuelto políticamente polarizadora, la afluencia en Brasil, también una nación de inmigrantes, ha sido bienvenida en buena medida.

Alrededor de 3 millones de brasileños pueden ubicar su linaje en migrantes sirios que empezaron a llegar al comienzo del siglo XX. Ayuda igualmente que Brasil haya evitado la violencia extremista que ha traumatizado a Europa y Estados Unidos.

Hanan, niña chispeante y llena de confianza con sonrisa casi permanente, se ha vuelto algo similar a la predilecta de los medios informativos de Brasil, un punto brillante en una carrera nacional por lo demás complicada con miras a prepararse para la Olimpiada.

De cualquier forma, sus primeros meses en Brasil no fueron nada fáciles.

“Con toda honestidad, antes de que yo llegara aquí no sabía que existía un país llamado Brasil”, dijo Hanan. “E incluso cuando averigüé que vendríamos aquí, supuse que la gente hablaría árabe”.

Asistió a una escuela local, pero fue aislada por compañeros de clase que no podían entender por qué ella no hablaba portugués. Después de dos meses, dejó de ir.

Sin embargo, seis meses después, hablando portugués ya casi con fluidez, ella regresó a clases. Dijo que después de que un maestro explicara que Hanan era refugiada, los otros estudiantes quedaron encantados.

“Ahora tengo muchísimos amigos brasileños”, dijo, revelando jerga adolescente en su hablar. Canta en un coro y sueña con volverse médica o estilista; o, este día, reportera de un periódico.

En junio, justo antes de dejar el puesto, el ministro de Justicia Eugene Aragón dijo que Brasil estaría abierto a recibir hasta 100,000 refugiados sirios, en grupos de 20,000 al año, aunque es incierto el futuro de ese plan.

Además, se ha dado poca oposición pública a un programa de vía acelerada que instruya a embajadas brasileñas para que emitan visas humanitarias a sirios. Poco después de su llegada, los refugiados reciben permisos de trabajo y los carnés nacionales de identidad que les dan acceso al sistema brasileño de salud.

Pero, en momentos de creciente desempleo y aplastantes déficits presupuestarios, la magnanimidad de Brasil tiene sus límites. Quienes reciban visa deben pagar su propio pasaje aéreo a Brasil, y el gobierno proporciona escaso apoyo una vez que ellos llegan.

Si bien se muestran reacios a quejarse, Hanan y su familia han enfrentado una profusión de dificultades desde que llegaron hace un año y medio. Once parientes, incluyendo a sus padres y dos hermanos, comparten un apartamento de una sola recámara en Glicério, barrio destartalado e infestado de drogas en el centro de Sao Paulo. Muchos de los adultos duermen en la flotilla de cuatro sofás que obstruyen la salita del apartamento.

Su padre, Jaled Dacka, de 40 años, quien trabajó en una oficina de cambio de divisas en Siria, pasa su día cuidando un horno en una fábrica de autopartes.

Su hermano de 16 años de edad, Mustafá, trabaja los siete días de la semana promoviendo accesorios para teléfonos celulares.

Pero su madre, Yusra, de 35 años de edad, dijo: “Si nos hubiéramos quedado en Siria, todos estaríamos muertos”.

El reverendo Paolo Parise, director de Estudios de Migración en la Missao Paz, organización que provee vivienda temporal para refugiados recién llegados, dijo que muchos sirios encuentran barreras similares cuando logran llegar a Brasil.

Si bien altamente educados, a menudo enfrentan dificultades para encontrar empleos que coincidan con sus habilidades. Además, se les dificulta encontrar al garante financiero y los tres meses de alquiler que muchos caeros requieren antes de firmar un contrato, dijo.

“Una vez que ya tienen el refugio, los refugiados no pueden contar con un solo programa federal que los ayude a encontrar un lugar para vivir”, destacó.

Muchos terminan compartiendo apartamentos sucios y hacinados con otros refugiados, y dependen de organizaciones sin fines de lucro para ayudarse a navegar un mundo que guarda escasa semejanza con el que ellos dejaron atrás.

Incluso así, Luiz Fernando Godinho, portavoz del Alto Comisionado de Naciones Unidas para Refugiados, dijo. “Todos los refugiados con los que he hablado se sienten sumamente agradecidos por haber dejado la deprimente situación en que vivían, y haberse establecido en un país pacífico donde es posible la coexistencia interreligiosa”.

Al comienzo de la guerra civil de Siria, la familia Dacka vivía en Idlib, ciudad del noreste que fue escenario de feroces combates entre rebeldes y fuerzas progubernamentales.

Desde el principio, Jaled Dacka ayudó a amigos a escapar de la creciente violencia. En un punto dado, fue arrestado y torturado por fuerzas de seguridad, quienes lo acusaron de tráfico humano.

Un juez lo liberó después de casi un año bajo custodia. Decidió huir con su familia después de enterarse que tanto las autoridades como militantes lo querían muerto.

Tres meses después de haberse marchado, averiguaron que una campaña de bombardeo del gobierno sirio había aplanado lo que solía ser su barrio, matando a docenas de residentes.

Durante sus más de cinco años, el conflicto reclamó las vidas de dos de las tías de Hanan y de un abuelo.

La familia emprendió el camino en automóvil, y después de pasar 16 retenes militares, cruzó la frontera hacia Jordania. Durante dos años y medio, su hogar fue una choza en Zaatari, miserable campamento para refugiados. A los adultos no se les permitía trabajar, y Hanan solía caminar dificultosamente 4 minutos hasta una escuela que proveía escasa educación.

“Cuando la maestra no estaba pegándonos, se sentaba frente al salón a ponerse su maquillaje”, dijo Hanan. Con el tiempo, la familia solicitó visas brasileñas en la capital jordana, Amman, siguiendo al hermano menor de Jaled Dacka que había venido aquí antes.

“Cuando oí que nos mudaríamos a Brasil, estaba súper emocionada pero, sobre todo, porque sería mi primera vez en un avión”, dijo Hanan.

Al igual que Hanan, su madre ha llegado a amar Brasil. Si bien muchos no están familiarizados con el islam o Siria, curiosos transeúntes a veces la detienen en la calle para preguntarle por su hiyab.

“Aquí puedes ir a una mezquita o iglesia y a nadie le interesa, y nadie te ve raro”, destacó. “En Brasil, puedes hacer lo que quieras”.

Hanan fue elegida para ser una de las portadoras de la antorcha después de que la agencia de refugiados de la ONU enviara su nombre al comité olímpico organizador.

“Tengo la esperanza de que el mundo pueda saber que los refugiados somos buenas personas”, dijo.

Sin embargo, su optimista temperamento se tornó sombrío cuando le preguntaron qué extrañaba de su antiguo hogar.

“No puedo recordar nada bueno de Siria”, dijo, apartando la mirada.

Después, sacó una caja de atrás de un deshilachado sofá, desenvolvió la antorcha y sonrió ampliamente mientras la agitaba por ahí, al tiempo que recordaba su repentina oportunidad al estrellato.

“Yo nunca regresaré a Siria”, anunció la niña. “Puedo verme creciendo aquí y volviéndome brasileña”.

Andrew Jacobs
© The New York Times 2016