La mafia de pobres que desangra a El Salvador

SAN SALVADOR — Una noche sofocante a finales de julio, las autoridades salvadoreñas lanzaron su primer ataque contra lo que llamaron la cúpula financiera de la Mara Salvatrucha, o MS-13, la más grande de las implacables pandillas que han convertido a El Salvador en la capital mundial del homicidio.

Hasta ese momento, la Policía Nacional Civil había seguido una rutina casi coreografiada, una y otra vez, en su esfuerzo por neutralizar la actividad de las pandillas. En medio de la noche, a menudo acompañados por cámaras de televisión, los policías derribaban puertas de viviendas destartaladas en comunidades marginales y después exhibían a un puñado de hombres tatuados y semidesnudos calificados como extorsionadores.

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El monto total confiscado a pandillas en esos operativos antiextorsión entre 2012 y 2015 fue de 34.664,75 dólares; una suma absurdamente pequeña si se considera que la MS-13 ha sido identificada por Estados Unidos como una organización criminal global a la altura de los Zetas en México o los Yakuza en Japón.

El 27 de julio, sin embargo, en un operativo bautizado como Operación Jaque, las autoridades desplegaron a 1127 oficiales de policía para llevar a cabo redadas en un montón de supuestas fachadas de la Mara Salvatrucha, desde concesionarios de autos y bares hasta moteles y prostíbulos.

Al día siguiente, las autoridades presentaron ante los medios filas y filas de autobuses y automóviles confiscados y a 77 sospechosos identificados como los operadores financieros de la MS-13 y sus colaboradores. Entre ellos estaba el supuesto “CEO” de la mara, Marvin Ramos Quintanilla, y otros dos líderes presentados como si manejaran millones y poseyeran lujos inimaginables para los miembros de la pandilla que estaban por debajo de ellos.

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Pero la presentación era un poco extremista, al igual que muchas caracterizaciones oficiales de las maras, cuya sofisticación criminal y alcance global tienden a ser exagerados por las autoridades, frustradas por no poder vencerlas. El supuesto cerebro financiero, por ejemplo, Marvin Ramos Quintanilla, estaba lejos de vivir como un capo: alquilaba una casa de cemento con techo de lámina corrugada en un barrio donde un alquiler raramente llega a los 400 dólares. Usaba un Honda Civic modelo 2004 y una furgoneta Nissan color gris.

En colaboración con The New York Times, El Faro, un periódico digital en San Salvador, procuró penetrar el secretismo que rodea las finanzas de las pandillas que aterrorizan a El Salvador, un país que experimenta un nivel de violencia sin paralelo fuera de zonas de guerra, con una tasa de 103 homicidios por cada 100.000 habitantes el año pasado.

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Las pandillas, cuyos miembros se calculan en 60.000 en un país de 6,5 millones de habitantes, tienen un poder desproporcionado en comparación con sus cifras. Mantienen una presencia amenazadora en 247 de los 262 municipios del país. Extorsionan a cerca del 70 por ciento de los comercios. Desplazan a comunidades enteras de sus hogares y empujan a miles de salvadoreños a embarcarse en viajes peligrosos para cruzar la frontera de Estados Unidos. Su violencia le cuesta a El Salvador cuatro mil millones de dólares al año, según un estudio del Banco Central de Reserva del país.

Aun así, la investigación determinó que la MS-13 y las pandillas rivales en El Salvador no son empresas transnacionales sofisticadas. Ni siquiera pertenecen a la misma liga financiera que las multimillonarias mafias mexicanas, japonesas y rusas con las que han sido equiparadas por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos. Si son mafias, son mafias de pobres. El Salvador ha sido puesto de rodillas por un ejército de moscas.

Los ingresos anuales de la Mara Salvatrucha parecen rondar los 31,2 millones de dólares. Esta estimación se basa en la información del expediente de 1355 páginas de la Operación Jaque, al cual El Faro tuvo acceso exclusivo. Conversaciones intervenidas revelan que el 11 de abril de 2016 la cúpula nacional de la mara ordenó a sus 49 “programas” entregar todo el dinero que habían ganado en una semana. Reunieron 600.852 dólares.

Suena a mucho dinero, pero si se divide por partes iguales entre los 40.000 miembros que se estima tiene la MS-13, cada pandillero recibiría 15 dólares a la semana y alrededor de 64 dólares al mes. Eso es la mitad del salario mínimo de un jornalero del campo.

Y las pandillas —la MS-13 y sus principales rivales, las facciones Sureños y Revolucionarios, del Barrio 18— no distribuyen sus ganancias equitativamente. Las usan para pagar servicios funerarios y abogados, comprar armas y municiones, y mantener a aquellos que están cumpliendo largas sentencias de prisión y a sus familias. Su economía es de subsistencia delictiva; muchos de sus líderes apenas logran sobrevivir.

“Si las autoridades dicen que los pandilleros son empresarios, significa que la inteligencia que tienen es nula o es bastante burda”, explicó Rolando Monroy, un exfiscal salvadoreño que supervisó investigaciones de lavado de dinero hasta 2013. “Los pandilleros son un hormiguero. Todos van por un fin común: conseguir algo para consumo”.

A diferencia de otros grupos considerados mafias de crimen organizado a nivel global, las pandillas salvadoreñas no se mantienen del tráfico internacional de cocaína, armas ni personas. Aunque incursionan en el tráfico de drogas, la venta de armas y la prostitución, se dedican principalmente a un solo delito que cometen una y otra vez dentro del país: la extorsión.

Dentro de El Salvador, mantienen las riendas del poder en gran medida debido a una exigencia aterradora que se repite —o está implícita— a diario en todo el país: paga o muere.

“Vaya, mira, la onda es que no estamos bromeando”, decía una amenaza escrita que recibió el propietario de un microbús hace poco. “Pónganse en algo. Si no, les vamos a quemar un micro de esos nuevos”. Estaba firmada por una de las pandillas: “18 te saluda”.

‘No tenés opción’

A las 4 de la tarde de un día de junio de 2015, dos jóvenes pandilleros interceptaron a un empresario que regresaba del trabajo. “Tengo hijos, calmate, por favor”, atinó a decir antes de que los jóvenes lo agarraran, lo tiraran al piso y le dispararan en el hombro, el estómago y dos veces en la cara.

Estaban entregando un mensaje escrito con plomo.

“Fue por la extorsión, no fue por otra cosa”, dijo el hijo de aquel hombre.

El hombre era propietario de un microbús. Su hijo, que también tenía un microbús, dijo que su padre, cansado de las extorsiones, había dejado de hacer el pago de un dólar diario a la mara tres semanas antes de su muerte. Lo asesinaron por 21 dólares.

Entre las empresas salvadoreñas, las compañías de transporte —cuyos vehículos atraviesan el territorio de las pandillas— son particularmente vulnerables a la extorsión. En El Salvador es más peligroso conducir un bus que luchar contra las pandillas: en los últimos cinco años los pandilleros han asesinado a 692 trabajadores de transporte y a 93 policías (esto de acuerdo con un análisis de información oficial interna que, como la mayoría de los datos en este artículo, no se consideran información pública pero El Faro pudo acceder a ellos).

Genaro Ramírez, un exdiputado del Partido de Conciliación Nacional y dueño de una importante flota de buses que cubren varias rutas, calcula que ha entregado más de 500.000 dólares en pagos de extorsión a las maras en los últimos 19 años. “Es una cuestión de supervivencia; cuando te dicen que te van a matar, no tenés opción”, explicó.

Entre 2013 y 2015, la Policía Nacional recibió 7506 denuncias de extorsión. Según las autoridades son solo una pequeña fracción del total. En el mismo periodo, unos 424 pandilleros fueron sentenciados por este delito; la mayoría de ellos pertenecen a los niveles más bajos de la mara y son quienes hacen la colecta del dinero y a los que se atrapó con el efectivo.

El pago de extorsiones por parte de empresas de transporte es tan común que algunas tienen empleados cuya principal función es negociar con las pandillas, que continuamente aumentan sus cuotas y exigen pagos adicionales, como bonos navideños o microbuses para que los lleven a la playa o a funerales de otros pandilleros.

El único dueño de una empresa de transporte que se ha negado a ser extorsionado —y ha hecho pública su negativa— es Catalino Miranda. Miranda es propietario de una flota que cuenta con varios cientos de microbuses.

Desde 2004, las pandillas han asesinado a 26 de sus empleados, pero él se niega a cambiar su postura.

“Como le dije a uno de ellos”, señaló, refiriéndose a un pandillero, “que los maten, que esto no iba a durar toda la vida”.

Miranda estaba en su oficina, con un revólver de nueve milímetros encima de un revoltijo de papeles sobre su escritorio y una pila de rifles y chalecos antibalas amontonados en una esquina. Gasta 30.000 dólares al mes en seguridad. Puso cámaras en todos sus autobuses y estaciones y ocho guardias de seguridad patrullan las zonas de las pandillas a bordo de los autobuses, armados con rifles de asalto.

Cuando alguno de sus empleados es asesinado, contrata detectives privados para que investiguen el caso, porque “el Estado no tiene capacidad de dar protección al testigo. Te usan y te abandonan”.

Oponer resistencia a las pandillas no es una opción para los pequeños empresarios. Muchos de ellos viven en barrios controlados por las pandillas y no pueden escapar a la presión de pagar. Esa fue la situación del propietario del microbús asesinado en junio de 2015.

El hijo del propietario del autobús, de 38 años, habló de la muerte de su padre en un restaurante al aire libre al lado de la Autopista Panamericana. Un hombre corpulento, llevaba consigo un arma —siempre tenía una a mano, hasta cuando dormía, dijo— y se sentaba mirando hacia la entrada, dando la espalda al barranco, para poder ver quién entraba y quién salía.

Como la mayoría de los empresarios que relataron sus experiencias, el hombre habló a condición de que su identidad permaneciera anónima. Su padre fue uno de los 154 trabajadores de transporte que perdieron la vida en 2015 a causa de las bandas de extorsionadores que comandan las pandillas. Hablar es arriesgarse a formar parte de las estadísticas.

Todo comenzó una tarde de 2004, relató, cuando un par de mareros adolescentes abordaron un autobús en su ruta. Los jóvenes exigieron ver la licencia del conductor y el registro del vehículo, revisaron los documentos y le entregaron al chofer un teléfono portátil de prepago antes de bajarse.

Después de que el conmocionado chofer regresara a la terminal, el teléfono sonó. La voz en el otro extremo le hizo saber los términos de su nueva relación: 10 dólares a la semana no solo por ese autobús, sino por cada uno de los diez autobuses de la ruta.

El hombre, su padre, y los demás propietarios de autobuses convocaron a una reunión de emergencia para discutir si debían denunciar o no el incidente a la policía.

Muchas víctimas no se toman la molestia. Las investigaciones de extorsión requieren que ellos hagan pagos a las pandillas mientras la policía observa y reúne evidencia. Pero las pandillas siempre acaban enterándose y la víctima es amenazada o asesinada antes de que la investigación termine.

Aun así, los hombres decidieron llamar a la policía. Pronto dos detectives se ubicaron dentro de la terminal y, haciéndose pasar por propietarios de autobuses, negociaron una tarifa con la mara: un dólar al día por vehículo.

Durante los tres años siguientes, la policía arrestó a tres líderes de la pandilla, incluyendo a uno que vivía en la casa de al lado del hombre asesinado. La investigación se expandió a otros delitos y continuó. Los propietarios siguieron pagando la extorsión.

La situación empeoró. Entre 2004 y 2012, miembros de la MS-13 mataron a cinco choferes de su ruta y a uno de los investigadores de policía asignados a su caso. En 2012 trataron de matar al hombre y rodearon su casa, contó su hijo en el restaurante.

Después del asesinato de su padre, la pandilla aumentó la cuota de extorsión en su ruta a 1,50 dólares al día.

El hombre vendió su microbús.

Los ‘lujos’ de las maras

Cuando las autoridades salvadoreñas trazan un esquema con la estructura de la Mara Salvatrucha, siempre colocan a la cabeza una fotografía policial del Diablito de Hollywood.

El Diablito, Borromeo Henríquez Solórzano, de 38 años, ocupa el lugar más alto de la jerarquía según la policía, aunque la MS-13 no tiene una cúpula con un solo líder, sino que se conduce con una dinámica asamblearia. Si los líderes de las pandillas se enriquecen a costa de los de abajo, Henríquez debería ser uno de los jefes más ricos, y no es así.

Entre finales de 1970 y principios de 1980, Henríquez y su familia huyeron de la guerra civil salvadoreña junto con otros compatriotas que se establecieron en barrios de Los Ángeles dominados por pandillas mexicanas. Ahí fue donde nació la Mara Salvatrucha.

A finales de los noventa, como parte de una ofensiva antipandillas y una política de mano dura con los “inmigrantes delincuentes”, Estados Unidos envió de regreso a El Salvador y a otros países centroamericanos aviones repletos de pandilleros formados en EE. UU. El Diablito regresó a su ciudad natal en una de esas deportaciones.

Era apenas un adolescente, pero en aquella época venir de Los Ángeles era un símbolo de estatus en la rama de la Mara Salvatrucha que había surgido en El Salvador (ahora existen otras células —clicas— mayormente autónomas en otros países centroamericanos y en áreas de Estados Unidos fuera de California). Era como llegar con un sello de “producto original” y el Diablito, astuto y charlatán, rápidamente se valió de eso para hacerse de una posición de poder.

La cárcel, donde fue a parar en 1998 después de ser sentenciado a 30 años por homicidio, solo consolidó su estatus.

Poco después de su primer encierro en la cárcel, Henríquez convocó al líder de una de las clicas más poderosas de la Mara Salvatrucha para que lo visitara en prisión, contó el líder en una entrevista. En aquella época la pandilla no tenía ningún flujo de ingresos confiable, aunque los pandilleros vendían drogas en las esquinas, cometían robos menores y exigían pequeñas cantidades a los choferes de buses y microbuses. Henríquez tenía un plan para hacer dinero, le dijo.

El Diablito le dijo que quería institucionalizar la extorsión en todo el país. Insistió en que el líder de la clica aceptara al plan o renunciara: la MS-13 no toleraría disidentes. El líder comunicó la nueva directriz a sus tropas. Unos años más tarde, el hombre renunció y se fue a vivir a Washington D. C., donde ahora es propietario de un pequeño negocio en un barrio salvadoreño.

Al igual que el Diablito, la mayoría de los líderes de las pandillas en el país operan tras las rejas. Sin embargo, con un acceso fácil a teléfonos móviles y visitas privadas de abogados, mantienen un control estricto de sus organizaciones, el dinero que ganan y el caos que generan.

Esto se hizo más que evidente en 2012, cuando el gobierno estaba negociando una tregua con las pandillas y Henríquez apareció ante la mirada pública como vocero de la MS-13. Los líderes emitieron una orden desde las cárceles: alto a los asesinatos. De un día para otro, los homicidios disminuyeron un 60 por ciento, a un nivel que, con pequeñas variaciones, se mantuvo hasta que las negociaciones del gobierno con las pandillas, que eran muy impopulares, terminaron dos años después.

Durante la tregua pactada entre el gobierno y las pandillas, se le permitió a un equipo de El Faro entrevistar a los líderes en la prisión de Ciudad Barrios, que estaba bajo el dominio de la MS-13. Por más de una década, las pandillas habían estado separadas dentro de las cárceles para reducir la guerra interna, lo cual ha tenido el efecto contrario de fortalecerlos; los terminó uniendo en vez de dispersar su liderazgo.

Vestido con ropa suelta de color negro, Henríquez insistió en que él había sobrevivido con el dinero que le habían enviado familiares en Estados Unidos y un hermano que vendía autos usados en El Salvador.

“¿No te das cuenta de que es difícil creer que uno de los líderes más visibles de la MS-13 no obtiene un centavo de sus ingresos de actividades ilícitas?”, le preguntó uno de los periodistas de El Faro.

Henríquez hizo una pausa y después respondió: “Mi dinero no proviene de la extorsión”. ¿Qué dices de las actividades ilegales en general?, lo presionó el reportero. El Diablito respondió con una sonrisa cínica: “No proviene de la extorsión”. El resto de los líderes de las pandillas se rieron crípticamente.

Aquel año, 2012, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos declaró que la MS-13 era una organización delictiva transnacional, junto con otras cuatro mafias: los Zetas, los Yakuza, el Círculo de la Hermandad rusa y la Camorra italiana. Fue la primera pandilla callejera en la historia en recibir una designación así.

Al año siguiente, el Departamento del Tesoro impuso sanciones contra Henríquez, lo que impedía a los estadounidenses hacer negocios con él y autorizó a los investigadores federales a congelar sus activos financieros. No ha surgido evidencia de que Henríquez tuviera bienes o activos que congelar en Estados Unidos.

La esposa del Diablito, Jenny Judith Corado, también fue incluida individualmente en la lista del Tesoro. El gobierno salvadoreño la arrestó en 2013 y la acusó de pertenecer a una banda de extorsionadores de la Mara Salvatrucha. Sin embargo, al no poder comprobar su conexión con la banda, fue liberada y la obligaron a entregar una suma de dinero cuya procedencia no pudo justificar: eran 50 dólares.

Ahora, Jenny Corado no parece estar disfrutando una vida de lujos, ni siquiera de comodidades. Con sus hijos al lado, pasa sus días vendiendo ropa usada y lencería en un puesto hecho de lámina en el ajetreado mercado público de San Salvador.

En la conferencia de prensa en la que se anunció la Operación Jaque, las autoridades hablaron de los “lujos”, las “inversiones” y los “varios millones de dólares” de los líderes de las pandillas.

“Estos líderes viven una vida diferente a la de los miembros de las pandillas que están abajo de ellos”, dijo Douglas Meléndez, fiscal general del país. “Lo deben saber los pandilleros de abajo”, agregó.

Era un mensaje dirigido a la calle, a esos pandilleros en la base que arriesgan la vida por una recompensa apenas tangible: mientras sus líderes predicaban una doctrina de hermandad, se estaban enriqueciendo en secreto a costa de sus hermanos, sus soldados, sus homies.

Los lujos, en todo caso, consistían en 22 automóviles importados pero usados, los más caros de ellos valuados en no más de 8000 dólares. El efectivo incautado sumaba 34.500 dólares. Las inversiones mencionadas eran tres: una taquería y bar en Soyapango, una comunidad de la clase trabajadora en el área metropolitana de San Salvador; un puesto de verduras en un mercado rural, y un restaurante carretero que está decorado con la cabeza de un venado, tiene karaoke y tres meseras que principalmente venden cubetas de botellas de cerveza.

El credo de fraternidad e igualdad de las pandillas no permite que nadie se beneficie a costa de la hermandad y al menos en teoría lo hacen cumplir sin compasión: “El que se haga rico a costillas del Barrio se va a morir”, dijo en una entrevista uno de los principales líderes del Barrio 18.

Las escuchas en el archivo de Operación Jaque revelan que algunos líderes de pandillas llegaron al extremo de pagar cuotas de extorsión a sus propias pandillas por sus negocios privados a fin de ocultar su participación.

Howard Cotto, director general de la Policía Nacional, calculó en una entrevista que entre 50 y 70 líderes de pandillas, incluyendo a Henríquez, habían acumulado algo de dinero o intereses comerciales. No obstante, dijo, es apenas lo suficiente para que sus familias puedan escapar de “condiciones de pobreza, hacinamiento, insalubridad y champas de lámina” y puedan tener alguna oportunidad a futuro.

“No puedo decir que vivan en lugares de lujo”, reconoció.

De hecho, se espera que la mayoría de los líderes pasen el resto de su vida en prisión, ya sea en aislamiento o en celdas malolientes que comparten con decenas de prisioneros.

Negocios insignificantes

Un día de 2014, un líder de Barrio 18 que se hace llamar Chiki estaba dando instrucciones desde la prisión a un pandillero de base llamado Shaggy.

Chiki, quien cumplía una condena por extorsión, hablaba por teléfono desde la penitenciaría de Izalco y le ordenó a Shaggy ir a recoger un cobro. Se trataba de 100 dólares de una operación en la colonia Rubio, en el departamento de La Unión. Aunque Shaggy se arriesgaba a pasar 20 años en prisión si lo arrestaban, el encargo tenía algo especial para él, dijo Chiki.

“Agarrá dos dólares para algo de comer”, le ordenó Chiki, en una conversación que fue intervenida. “Y dile al Demente que te dé algunas cremas para el morrito”, agregó.

Chiki, cuyo verdadero nombre es José Luis Guzmán, fue el tercero a cargo de la sección de los Sureños de Barrio 18 en el oriente de El Salvador. Otra grabación de una llamada intervenida en la prisión revelaba a un líder de Barrio 18 de más alto rango, Carlos Ernesto Mojica, involucrado en negociaciones con un vendedor de pollo que quería reducir el pago mensual de extorsión de 400 a 200 dólares.

El hecho de que estos líderes estuvieran supervisando operaciones de tan poca monta ejemplifica lo insignificante que son los negocios de las pandillas. Mientras que los funcionarios describen a las pandillas como organizaciones criminales internacionales y narcotraficantes, los registros y datos judiciales narran una historia muy distinta, al igual que algunas autoridades cuando hablan en privado o se entrevistan con alguien.

En los cuatro años previos a la Operación Jaque, la mayor suma confiscada en un operativo policial contra la extorsión fue de 6377 dólares, y en algunas redadas el monto fue de solo cinco dólares. “Nunca he tenido un caso que involucre una cantidad de dinero como para mantener al crimen organizado”, confesó Nora Montoya, jueza que ha manejado casos de extorsión durante décadas.

Las autoridades salvadoreñas en reiteradas ocasiones han hablado de “narcopandillas”. Cotto, el jefe policial, explicó que el término “narcopandilla” era sensacionalismo y podía malinterpretarse como si las pandillas salvadoreñas trabajaran directamente con el Cartel del Golfo o los Zetas en el tráfico de drogas desde Sudamérica a Estados Unidos. “Y no es así, definitivamente, no es así”, dijo.

Aunque las pandillas de El Salvador sí venden drogas, son simples vendedores callejeros, sin operativos internacionales. De 2011 a 2015, la Policía Nacional confiscó a las maras 13,9 kilogramos de cocaína, menos del uno por ciento del total incautado. Tres cuartas partes de los miembros de las pandillas procesados por narcotráfico en los últimos años fueron acusadas por tenencia y posesión de cantidades menores a dos gramos.

Un veterano traficante de cocaína en San Salvador dijo que las organizaciones de narcotráfico serias no tenían nada que ver con las maras, que se consideran volátiles y poco confiables.

“Los mayoristas con los que trabajo no le venderían a los pandilleros. No confían en ellos”, comentó.

En 2004, la policía confiscó un libro contable de José Luis Mendoza Figueroa, fundador de la MS-13, que no contenía evidencia de asuntos relativos al narcotráfico. En cambio mostraba recibos semanales de las 19 clicas que controlaba —de 14 dólares en promedio— y desembolsos sin importancia para balas (8 dólares), taxis (25 dólares), cenas navideñas, alcohol y “50 dólares para los homies en prisión”.

Diez años después, en 2014, agentes policiales confiscaron un libro contable similar del tesorero de la clica de los Locos de Park View de la MS-13 en Usulután, al sureste de El Salvador. Un registro de los gastos del día decía: 30 para un chip de teléfono móvil, 10 para la “mujer del jefe”, 35 para “otra mujer” y 10 para comida. Como saldo quedaban 29 dólares.

El cuaderno también contenía las reflexiones del pandillero: “El día que me muera quiero ser recordado como un soldado callejero fuerte, un delincuente comprometido y a la hora en la que suenen los balazos, quiero que se diga ‘presente’”.

‘Si me atrapan, no me van a dejar vivo’

Según un código interno, solo los líderes pueden hablar a nombre de Barrio 18. Sin embargo, en el departamento rural de La Paz, uno de los más violentos de El Salvador, un pandillero de 15 años se levantó de un viejo colchón sobre el piso de tierra de una casa de adobe para desafiar esa regla. Aceptó darnos una entrevista con dos condiciones: que protegiéramos su identidad y le pagáramos el desayuno.

El chico es un miembro novato de los Revolucionarios de Barrio 18 y trabaja como extorsionador callejero de bajo nivel. Cobra 15 dólares mensuales a cada una de las tres camionetas de comida que retumban por su distrito repartiendo chicles, Pepsi y pan Bimbo. Después entrega el fruto de la extorsión al líder de su clica, como se les conoce a las unidades más pequeñas de la pandilla.

“El pisto siempre lo ocupan en armas”, dijo el joven, a quien le habían entregado un revólver 9 milímetros que muchas noches lleva consigo para “patrullar”.

Al igual que muchos jóvenes reclutas, el adolescente es un soldado obediente que arriesga su vida para proteger su territorio sin ganar un centavo de su organización. Es una ganga para los líderes de la pandilla que administran las finanzas: decenas de miles de obreros que, en la mayoría de los casos, no buscan ganancias económicas personales, solo respeto y un sentimiento de pertenencia.

El chico, uno de 14 hermanos, nunca fue a la escuela y no sabe leer ni escribir. Probablemente habría encontrado trabajo en los campos de caña de azúcar cercanos, donde, incluso en condiciones miserables, habría ganado 100 dólares al mes. Sin embargo, sintiéndose acosado y vulnerable a los 13 años, participar en la pandilla le dio algo menos tangible pero más valioso a esa edad.

“Yo estaba morro. Pendejada de uno”, dijo. “Me agarraban de base un vergo de locos. Me puse a pensar: ‘Ya me tienen harto’. Me jodían porque estaba morrito, me daban grandes coshcos. Desde que entré nadie me jode”.

El departamento de La Paz, con toda su producción de caña de azúcar, es bastante lucrativo para las pandillas. La Federación de Asociaciones de Productores de Caña de Azúcar declaró en junio que sus miembros habían pagado 1,5 millones de dólares en extorsiones en un periodo reciente de cinco meses.

Sin embargo, nada de eso llega a las bases. Así que para sobrevivir, los chicos dirigen sus propias operaciones de extorsión a menor escala, que llaman “extorsión privada”. Esta clica en particular prohíbe a sus miembros extorsionar a sus vecinos. En cambio, cobra y se embolsa “rentas” de unos cuantos negocios pobres en la periferia de su zona.

El pandillero dijo que ganaba 40 dólares netos al mes: “Solo para comer”. A pesar de su edad, básicamente tiene que vérselas por sí mismo con una madre que tiene demasiadas bocas que alimentar.

Mientras el pandillero adolescente hablaba, tres de sus pequeños hermanos daban vueltas alrededor del desayuno —huevos revueltos, frijoles y plátanos fritos— que esperaba en el piso. A su hermano menor le dio permiso de abrir un envase de cartón. El pequeño, de cabello enmarañado y apelmazado y cara sucia, gritó de alegría y procedió a comer con las manos.

En dos años de vida como pandillero, el adolescente ya había presenciado y participado en dos derramamientos de sangre significativos. Dijo que había participado en dos “homicidios colectivos”. En ambos casos, los miembros de una banda rival se habían atrevido a cruzar la frontera invisible que delimitaba el territorio de la MS-13 y la Barrio 18. Uno había querido comprar marihuana; el otro se había adentrado en el territorio para conocer chicas en una feria del pueblo. Ambos fueron asesinados por su rebeldía.

En la primavera, el líder de 26 años de la clica de adolescentes, a quien conocían como Shadow, murió en lo que la policía describió como un enfrentamiento entre autoridades y pandilleros. El chico no estaba presente, pero había sido testigo de las muertes de otros tres miembros de la clica en febrero, en incidentes que también fueron registrados oficialmente como enfrentamientos, dijo.

El muchacho dijo que ninguno de sus compañeros portaba armas aquel día. Escondido tras una pila de basura, observó cómo la policía mató a sus amigos, adolescentes como él, y después, dijo, colocaron armas junto a sus cuerpos para dar la impresión de que habían caído en un fuego cruzado.

Dos vecinos que no son pandilleros respaldaron su versión de los hechos en entrevistas. No es algo descabellado: la Procuraduría de Derechos Humanos de El Salvador tiene 31 casos abiertos contra la policía por presuntas ejecuciones sumarias de 100 pandilleros durante el último año y medio.

El día de la entrevista y en conversaciones siguientes durante el verano, el chico dejó claro que le daba miedo la policía. Desde febrero, oficiales habían pasado por su casa de vez en cuando, y él había pasado bastante tiempo escondiéndose de ellos en las montañas. “Necesito ahorrar dinero para salir de aquí”, dijo. “Si me atrapan, no me van a dejar vivo”.

En octubre lo atraparon y lo arrestaron por una extorsión de 40 dólares, su extorsión privada, a un comerciante local. Fue encarcelado y ahora enfrenta la posibilidad de una condena de hasta 15 años de prisión.

Una muestra de fuerza implacable

Cuando la violencia llegó a su punto más alto en 2015, alcanzando niveles inéditos desde la larga y brutal guerra civil de El Salvador, comunidades enteras abandonaron sus hogares por las amenazas de las pandillas. Se volvió un fenómeno tan recurrente que los canales de televisión interrumpían su programación para transmitir en vivo el preciso momento en que decenas de familias huían, a pie o en camionetas llenas de maletas, colchones y, a veces, pollos y cerdos.

Habiendo fracasado en garantizar la seguridad diaria a los ciudadanos, la policía sí supervisaba su mudanza. Pedro González, jefe de la unidad antipandillas, se presentó personalmente durante el éxodo masivo de habitantes de un edificio de condominios en los suburbios de San Salvador. Después de implorar en vano a los residentes que se quedaran, los terminó acompañando, como reacción alternativa.

“Sin importar quién aquí es católico o evangélico, permítannos elevar una plegaria, que es lo más importante… volvamos los rostros hacia Dios”, pidió a los residentes que se disponían a marcharse.

A lo largo de los años, las autoridades salvadoreñas han intentado acabar con las pandillas con fuerza militar hasta hacerlos desaparecer, desterrarlos con largas sentencias y, brevemente, negociar con ellos, un diálogo corrompido por, entre otras cosas, los esfuerzos secretos de dos importantes partidos políticos que al mismo tiempo buscaban el apoyo electoral de los líderes de las pandillas.

Cuando el gobierno intensificó su política de “mano dura” el año pasado, tres pandillas, trabajando de manera coordinada, respondieron con una exhibición de poder. Un domingo por la noche distribuyeron mensajes escritos y orales a los propietarios y empleados de microbuses: “El que saque un vehículo mañana va a acabar pegado al volante’’. Para subrayar su seriedad, mataron a un chofer y quemaron tres microbuses como advertencia.

Al día siguiente, seis choferes que desobedecieron la orden fueron asesinados. Las autoridades enviaron soldados y tanques a las calles y desplegaron vehículos gubernamentales para remplazar a los microbuses, pero las pandillas lograron casi paralizar el sistema de transporte de San Salvador durante cuatro días. Cerca de 1,3 millones de salvadoreños se vieron afectados; muchas escuelas secundarias y universidades suspendieron las clases; la economía sufrió pérdidas de 80 millones de dólares según la Cámara de Comercio. Fue una muestra de fuerza implacable.

Este año, con la Operación Jaque, el gobierno llevó a cabo uno de sus esfuerzos más profesionales por hacer cumplir la ley hasta ahora y declaraciones de algunos altos funcionarios sugirieron una nueva voluntad de aproximarse a las pandillas como un fenómeno complejo que tiene raíces profundas en la enorme inequidad de un país donde una tercera parte de la población vive en la pobreza.

Sin embargo, al promocionar sus hallazgos, el gobierno continuó malinterpretando a las pandillas como organizaciones criminales impulsadas por una sed de lucro financiero. Aunque en la Operación Jaque las autoridades reconocieron que había diferencias entre la responsabilidad de los líderes y la de los pandilleros de las bases, esa distinción no se reflejó en la manera en que las autoridades ejecutan sus estrategias: han continuado tratando a todos los pandilleros como enemigos a muerte y han duplicado su uso de la fuerza. Hasta mediados de septiembre, 424 pandilleros habían muerto durante 2016 en 459 enfrentamientos con la policía.

“Si el uso de la fuerza no es el camino correcto en esta etapa, en este momento, ¿entonces cuándo?”, preguntó el vicepresidente del país, Óscar Ortiz, a finales de octubre.

El gobierno menciona como prueba de su éxito la reciente disminución en los homicidios: 4431 para mediados de octubre, en comparación con los 5363 en el mismo mes de 2015. Sin embargo, sigue siendo la segunda tasa más alta desde 1995.

Con la Operación Jaque, el gobierno buscó sembrar desacuerdos entre las filas de las maras al afirmar que los líderes de la MS-13 se servían de la pandilla para sus propios intereses. Posteriormente, un mensaje enviado desde una prisión dominada por la Mara Salvatrucha exigía que la “justicia” también llegara a aquellos que según la Operación Jaque traicionaron a la pandilla, de acuerdo con un funcionario estadounidense que monitorea a las pandillas en El Salvador que monitorea a las pandillas.

Pero hasta ahora parece que no ha habido ajustes de cuentas, purgas internas ni deserciones masivas.

Para un pandillero cansado de esa vida, en cualquier caso, no hay adónde ir. Aquellos que están presos están marcados de por vida, literalmente, debido a sus tatuajes. No hay centros de rehabilitación donde puedan buscar refugio, no hay programas para reincorporarlos a la sociedad ni iniciativas de prevención para evitar que los jóvenes en riesgo se unan a las pandillas.

Atrapados en su propia espiral de violencia y de miseria económica, las únicas alternativas para los pandilleros en El Salvador parecen ser las que ellos mismos grafitean desde hace años en las paredes de todo el país: “Cárcel o cementerio”.