Las “ciudades santuario” se organizan para la resistencia

SOMERVILLE, MASSACHUSETTS.- Ante el auditorio lleno de conciudadanos nerviosos por el triunfo de Donald J. Trump, el alcalde local, el demócrata Joseph Curtatone, comienza su discurso con la afirmación de que Somerville seguirá honrando los valores de compasión, civilidad, humanismo, empatía y solidaridad con los migrantes, que la han caracterizado desde que se convirtió en ciudad santuario.

Asegura que esta comunidad conurbada de Boston, donde se hablan 52 idiomas, dará la pelea contra el proyecto de la Casa Blanca de deportar a los indocumentados: sus funcionarios, en particular los policías, no colaborarán con los agentes federales cuando lleguen con las órdenes de detención.

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Su discurso –pronunciado en diciembre último en el auditorio municipal– fue muy aplaudido. Muchos de los vecinos se pusieron de pie, algunos jóvenes para leer una lista de ideas a fin de bloquear a la policía. Un viejo historiador recuerda los tiempos difíciles durante el macartismo; una maestra habla de inculcar valores entre los escolares; una migrante asustada, con acento ruso, pregunta a dónde llamar si la gente de Trump viene por ella y los suyos; ¿cómo reconocer a los aliados?

“Nosotros pelearemos con las leyes. Debo ser honesto: no sé si podamos impedir que se lleven a la gente, pero si sus hijos son dejados aquí porque los padres fueron deportados, nosotros cuidaremos de ellos (…) No quiero pensar que esto va a pasar, pero tenemos que estar preparados para lo peor”, expuso el demócrata Curtatone.

El popular alcalde italoestadunidense que ha gobernado esta ciudad durante 12 años anuncia que el jefe de la policía no seguirá órdenes de los agentes federales ni colaborará en los desalojos. Su gobierno, reiteró, no dará información sobre dónde vive la gente indocumentada; incluso anunció que empezará una campaña para educar a la población en materia de derechos humanos, dará asesoría legal a quien la necesite, hará colectas para pagar las fianzas de los vecinos detenidos o para que regresen los recién deportados y se encargará de sus hijos mientras estén lejos.

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La gente apoyó las medidas. Están orgullosos de autodenominarse “ciudad refugio” desde los años 80, cuando Somerville recibió a la oleada de salvadoreños que huían de la guerra en su país. Los siguientes años, recordó el joven político, el crimen se redujo.

Los ciudadanos también aportaron ideas: “Hagamos de esta ciudad símbolo de respeto”, “Juntémonos por comités”, “Dele instrucciones al jefe de la policía de que nos proteja para que no nos golpeen los agentes federales cuando estemos impidiendo que se lleven a nuestros vecinos”, “Destruya la documentación (de las direcciones de las personas indocumentadas) antes de que lleguen a pedirla”, “Coordine una coalición con todos los alcaldes de ciudades santuarios cercanas”.

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Por esas fechas pocos hablaban sobre las ciudades santuario, aun cuando forman parte de esta categoría más de 360 municipios y 39 comunidades en Estados Unidos, incluidas varias megaurbes, como Nueva York, Los Ángeles, Chicago, Miami, Dallas, San Francisco, Washington DC, Phoenix, Minneapolis, Baltimore y Detroit.

Se dicen santuarios porque no apoyarán a las agencias federales (como ICE, la oficina de Inmigración y Control de Aduanas) en la deportación de residentes sin documentos, los alcaldes no les avisarán si alguien que violó la ley carece de permiso migratorio ni les compartirán datos de identidad o direcciones dónde ubicarlos.

En estas ciudades, cuyos cabildos han aprobado el estatus de “santuario”, a las personas no les solicitan papeles migratorios cuando se presentan a hacer trámites legales o recibir servicios públicos, y la policía no tiene permiso de pedirles papeles.

Esta posición fue considerada una afrenta por Trump, quien llegó a la Casa Blanca el pasado 20 de enero.

La pelea por los migrantes

El miércoles 25, el mismo día que anunció la construcción del muro en la frontera con México, el presidente Trump firmó una orden para cortar fondos federales a las ciudades santuario que se nieguen a colaborar con sus políticas migratorias.

Pero los alcaldes de estas ciudades no se han doblado. El más famoso de ellos, Bill de Blasio, de Nueva York –ciudad de residencia de Trump–, anunció que si la amenaza se convierte en realidad, presentará una demanda ante la Corte Suprema de Justicia para pelear los fondos federales que pretenden recortarle. La pelea sería por 8.8 mil millones de dólares que recibe anualmente.

El alcalde Curtatone tiene una postura similar e insiste en que no se retractará de lo que declaró en diciembre pasado.

Esta ciudad que forma parte de la zona metropolitana de Boston –en la esquina derecha y liberal de Estados Unidos, a unas horas de la frontera con Canadá– cuenta con cerca de 80 mil habitantes y recibe seis millones de dólares de fondos federales.

Los alcaldes de las ciudades santuario grandes o pequeñas también han expresado su oposición a la medida anunciada por Trump contras los indocumentados.

Aunque muchos ciudadanos han salido a las calles para apoyar a los migrantes, desde los primeros días de Trump en la Casa Blanca un tuit en el que se pedía prohibir los santuarios y remover a los alcaldes de esas ciudades fue trending topic.

Algunos mensajes reprodujeron los argumentos xenófobos que identifican a los inmigrantes con criminales; algunos decían que los contribuyentes pagan sus impuestos por servicios de los que se benefician los indocumentados o que los gobiernos prefieren regalar dinero a extranjeros en vez de sostener a los veteranos de guerra.

Nace la resistencia

No sólo son ciudades las que se han declarado santuarios; también lo han hecho universidades, colleges, negocios e iglesias. A ese nivel micro se está dando la misma pelea.

En la Universidad de Harvard, por ejemplo, la semana posterior a la victoria de Trump, estudiantes que se identificaron como indocumentados hicieron su primera protesta y recolectaron firmas para pedir a las autoridades universitarias que declararan a la institución como sitio de refugio.

La marcha se hizo después de que Trump fue entrevistado en el programa televisivo 60 Minutos, de la cadena CBS, que se transmitió el 13 de noviembre, donde anunció que en sus primeros días deportaría entre dos y tres millones de indocumentados.

Afuera de la Biblioteca Widener –considerada la más grande del mundo–, una veintena de estudiantes de Brasil, Perú, Colombia y México se fundieron en un abrazo colectivo para decir a las autoridades: “No permitan que nos deporten”.

Las historias que narraron tenían un guion parecido: eran bebés o niños cuando sus padres llegaron a Estados Unidos. Cuando notaron que sus padres eran cautelosos –no compraban auto para evitar tener problemas de tránsito y salir deportados o se abstenían de asistir a las fiestas o lugares públicos–, supieron que eran indocumentados.

Y cuando tenían que realizar algún trámite burocrático y les pedían sus papeles, el clima se volvió asfixiante para muchos de ellos y terminaban por salir de las oficinas.

Las protestas no sirvieron. La presidenta de Harvard, Drew G. Faust, se negó a designar a la universidad “campus santuario” porque, según explicó, no tiene significado legal y podría poner en peligro a los estudiantes indocumentados por llamar la atención de las autoridades migratorias. Lo mismo decidió la Universidad de Boston.

Las iglesias y organizaciones promigrantes también comenzaron a organizarse tras el triunfo de Trump. El Movimiento Boston Nuevo Santuario, por ejemplo, busca refugios en casas particulares para los indocumentados.

En la parte trasera del edificio de la oficina del Sheriff de Boston, donde está el centro de deportaciones, un domingo cada dos meses hombres y mujeres, casi todos ancianos blancos, protestan con rezos y cantos desde un puente.

El domingo siguiente al triunfo de Trump –el 13 de noviembre–, desde ese puente se veían las ventanas de ese edificio, tras las cuales unas figuras vestidas de blanco, casi fantasmales, hacían señas a los manifestantes, como pidiendo que los rescataran. Eran los presos. Pegaban papeles en las paredes de cristal, que nadie alcanzaba a leer, o agitaban las manos para llamar la atención; algunos juntaron las palmas a manera de rezo.

Detrás de esas ventanas –según me informaron– se encuentran 250 indocumentados; dos terceras partes son latinoamericanos. Ahí pasan sus días de cautiverio, en espera de que se integren sus documentos y sean devueltos a su país natal.

Grupos promigrantes organizan sus protestas los domingos. Antes criticaban a Barack Obama, en cuyos ocho años de mandato fueron deportados más indocumentados que en las últimas tres décadas: dos millones 800 mil. Sin embargo, cuando llegó Donald Trump y anunció su decisión de expulsar a los 11 millones de personas que viven ilegalmente en Estados Unidos, las organizaciones prendieron sus alarmas.

Hoy los activistas se afanan en buscar refugio a los inmigrantes.

Marcela Turati