Las trabajadoras latinas de Las Vegas: esfuerzo, política y poder

LAS VEGAS, Nevada — Ella comienza su día de negro, con la oscuridad de la madrugada y el negro obligatorio de su uniforme: la camiseta, los pantalones, las medias, los zapatos con cintas para evitar resbalarse, todo es negro. El atuendo anuncia sumisión.

Mete verduras frescas en una licuadora y coloca un plato encima mientras la máquina tritura su desayuno verde líquido. El ruido sirve de alarma para sus nietos que, uno por uno, aparecen caminando medio dormidos desde los rincones de la casa abarrotada que alquila.

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Hora de irse. Antes de amontonar a sus hijos en su Jeep Patriot plateada, la mujer se sujeta con correas un corsé ortopédico de tela y lo cubre con la última pieza de su uniforme: una túnica gris y negra. Después, del lado izquierdo del pecho, se coloca dos pequeños botones del sindicato al lado de la placa plateada con su nombre. El efecto de todo el conjunto dice:

Ella es Celia. Subestímela bajo su propio riesgo.

Celia Vargas, de 57 años, con el cabello oscuro y ondulado sujetado con un broche, trabaja en uno de los hoteles que brillan perpetuamente a lo largo de La Franja de Las Vegas. Ella es camarista, guest room attendant en inglés, e integrante del Culinary Union, una de las más de 14.000 personas que limpian habitaciones de hotel mientras los huéspedes regalan su dinero al casino que han elegido.

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Celia es de El Salvador. Ella y sus colegas latinas del sindicato son una fuerza de trabajo creciente en la política y la cultura de Nevada, y no dudan en expresar sus creencias y expectativas. Culinary Union, que tiene 57.000 miembros y es un poderoso aliado de los demócratas de Nevada, está compuesto en un 56 por ciento por latinos, una proporción que creció un 35 por ciento en 20 años.

“El poder y la valentía de los camaristas son la base y una enorme fuente de fortaleza del Culinary Union”, dice Bethany Khan, directora de comunicaciones del sindicato. Estos trabajadores, señala, “son la mayoría de la clase media en Nevada”.

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La mayoría de los hoteles en La Franja y fuera de ella son de afiliación sindical obligatoria, pero el que emplea a Celia todavía no ha firmado un contrato, aun cuando sus trabajadores votaron por sindicalizarse en diciembre pasado y el establecimiento está violando la ley al no presentarse a la mesa de negociación.

Así que Celia usa su corsé ortopédico oculto, pero sus botones muy a la vista.

Un rosario de madera colocado sobre el espejo retrovisor se balancea mientras su Jeep avanza sobre un trayecto de la clase trabajadora de Las Vegas. Ella deja sus nietos en la escuela y después se detiene en la casa de una amiga de República Dominicana. Su amiga, enfundada en el mismo uniforme negro y gris, la espera afuera.

El Jeep se adentra en Las Vegas; pasa por los 7-Eleven y los salones de masaje, las tabaquerías y los clubes de nudistas. Pronto hacen su aparición los enormes casinos y hoteles de La Franja, incluyendo ese que sobresale como un diente de oro en una mueca retorcida.

Aquí es donde Celia registrará su llegada a las 8:30 y donde se espera que limpie las habitaciones que ya dejaron los huéspedes en menos de 30 minutos, y las de los que aún no se van en menos 15. Cada habitación parece revelar algo sobre la condición humana.

“Algunas veces abro la puerta y digo: ‘Madre mía’”, dice Celia. “Y después cierro la puerta”.

A pesar de las placas con su nombre, los camaristas son anónimos. Pasan inadvertidos para muchos mientras empujan sus carritos de 136 kilos hacia la siguiente habitación y de ahí a la siguiente.

En la Culinary Academy de Las Vegas —una empresa colectiva que abarca a los sindicatos de la industria de los alimentos y de bármanes, así como de otras muchas propiedades a lo largo de La Franja— es posible darse una idea de lo que se espera de estos camaristas. Aquí la gente se capacita como ayudante de cocinero o pastelero, chofer de autobús o aprendiz de barra, o camarista.

En un rincón del edificio de la academia hay una serie de cuartos de hotel para practicar; cada uno representa un estilo de hotel específico: una suite del Bellagio, una Grand del MGM, una del Caesars Palace. Los estudiantes aprenden cómo levantar los colchones sin lastimarse la espalda, que deben usar guantes para meter la mano con cuidado a los cestos de basura y cómo mantener la calidad mientras se mueven con rapidez, porque siempre hay otra habitación.

“Entra y sal”, dice Shirley Smith, una excamarista que ahora es instructora de camaristas.

Pensemos en todos los artículos del carrito. Sábanas, revistas, botellas de agua, café, artículos de baño, pañuelos, limpiadores de vidrio, desinfectantes, batas de baño, plumeros, aspiradora y cepillos para diversos usos, incluyendo uno para el baño y otro para las fisuras alrededor de la tina y la regadera.

Ahora pensemos en el trabajo por sí mismo.

“Tendemos las camas, sacudimos, aspiramos, trapeamos, abastecemos la cafetera, dejamos crema para café, azúcar”, comenta Celia. “Lavamos el inodoro, la tina, la ducha, el jacuzzi. A veces lo peor es la cocina. Limpiamos la cocina”.

Todo en media hora. Nueve, diez u once veces al día.

Al terminar su turno, cuando cae la tarde, muchas veces el corsé ortopédico y la camiseta negra de Celia están empapados de sudor. Siente dolor casi en todos lados. Conduce a casa y le dice a su familia que la abuela necesita acostarse un rato.

El nombre completo de la abuela es Celia Menéndez Vargas. Creció en la ciudad de Santa Ana, hija de un soldado y una enfermera. Cuando la guerra civil fue atravesando a El Salvador a principios de los años ochenta, su marido murió por una bomba en un autobús y varios de sus familiares pidieron asilo en Canadá y Australia. Ella dejó a sus dos hijos bajo el cuidado de una tía y vendió sus pertenencias para pagar a un coyote para que la trajera a Estados Unidos. Entró ilegalmente al país en un contenedor de madera en un camión con destino a Los Ángeles.

“Ilegal”, confiesa. “Como mucha gente”.

Trabajó durante cuatro años como empleada doméstica de planta, solicitó su residencia y ahorró dinero para que sus dos hijos vinieran a vivir con ella legalmente. Se volvió a casar y tuvo una hija en 1986; se divorció y siguió trabajando. Repartidora de periódicos. Trabajadora en una fábrica de ropa. Niñera. Guardiana escolar. Cocinera de camión de comida: preparaba pupusas, estas tortillas salvadoreñas de maíz rellenas de queso o carne o frijoles.

En 1996 Celia adquirió la ciudadanía estadounidense. Su razonamiento resulta familiar, aunque personal: “Para mí esto era muy importante. Siempre he pensado que este país tiene lo mejor para el futuro de mis hijos”.

Sus amigos la empujaban a ir a las canchas de fútbol algún domingo y conocer a un hombre que también era de Santa Ana, pero su horario de trabajo excluía la posibilidad del amor. “Siempre estoy trabajando”, dice. “Trabajo, trabajo y más trabajo”.

Por fin, ella y Jorge Alberto Vargas se conocieron y se casaron en 2003. Unos años después se mudaron a Las Vegas con la idea de aprovechar las oportunidades que ofrecía el oasis de neón.

Jorge Alberto Vargas, quien tenía un permiso de trabajo por asilo político, se convirtió en chef en un casino de La Franja y todo estuvo bien hasta que dejó de estarlo. Hace tres años fue a prisión tras ser arrestado por conducir ebrio por segunda vez, aunque su familia sostiene que su segundo arresto se debió a un problema médico relacionado con la diabetes. Pasó más de dos años en varios centros de detención federal —Nevada, California, Texas, Luisiana— antes de ser deportado a El Salvador en julio.

Celia lo vio por última vez hace un año, durante 30 minutos, y el recuerdo le produce lágrimas. Guarda la ropa de él en cajas en el garaje y no ha parado de presentar documentos ante el gobierno para que llegue el día en que vuelvan a estar juntos.

Este y otros trabajos consumen a Celia. Sin embargo, se ha sumado de vuelta a la fuerza laboral, ya que encontró trabajo como camarista en este hotel de brillos dorados no sindicalizado. La paga es de un poco más de 14 dólares por hora —cerca de 3 dólares menos de lo que ganan las empleadas sindicalizadas, además de que sus prestaciones no se acercan ni por mucho a las de estas últimas—.

Algunas de sus colegas comenzaron a moverse para organizar un voto sobre una posible sindicalización. Intercambiaban panfletos y tarjetas del sindicato a escondidas en el estacionamiento, en los baños, debajo de las mesas en el comedor de los empleados. Celia se afilió, motivada en parte por la deuda de 17.000 dólares que adquirió tras someterse a una cirugía por padecer cáncer de mama; ella quería mejores prestaciones de salud.

En algún momento, Celia y unos cuantos trabajadores más fueron suspendidos por usar los botones del sindicato, pero esta actividad coordinada por el sindicato está protegida a nivel federal. Después de que el Culinary Union presentara acusaciones de prácticas laborales injustas ante la Junta Nacional de Relaciones del Trabajo, pudo volver a su puesto y recibió el respectivo salario retroactivo y sus botones intactos.

No ha sido fácil: no cuenta con dos salarios después de la deportación de su marido, y le tocó vender los muebles de su cuarto y mudarse con su hija y su familia. Se ha manifestado públicamente a favor del sindicato —y de la candidata demócrata a la presidencia—, para después preocuparse por la posibilidad de que haya represalias por parte de su empleador, no sindicalizado y a favor del candidato republicano. Además, trabaja sin descanso.

“Les dije a mis hijos que tenemos que trabajar”, explica Celia. “El gobierno no tiene por qué mantenerme. Nosotros trabajamos, trabajamos y trabajamos”.

Celia entra al estacionamiento para empleados del hotel dorado, que resplandece ante el implacable sol de la mañana. Busca un lugar para estacionarse y pasa junto a otras mujeres, la mayoría de las cuales también llevan sus túnicas grises y negras y caminan con prisa hacia la entrada de servicio.
Sin detenerse, ella también camina hacia la misma puerta, una camarista más que lleva puesto un corsé ortopédico mientras limpia habitaciones de un candidato presidencial cuyo nombre está en las batas de baño que apila, en las botellas de vino vacías que recoge, en la placa con su nombre.

Él recibirá su trabajo, pero no su voto.