Mi Ciudad de México ahora es de todos

En la hora de mayor tránsito desde el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, a lo largo de un camino plagado de coches, autobuses y camiones, me quedo mirando por la ventana buscando señalizaciones, calles, vecindarios, nombres de lugares conocidos, hilos de los recuerdos de mi niñez.

Esta es la ciudad donde aprendí a leer y a escribir, donde fui por primera vez a la escuela, donde visité por primera vez un museo (el Palacio de Bellas Artes) y donde por primera vez vi los murales de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Aquí es donde aprendí a patinar, en las baldosas del patio de nuestro edificio colonial de apartamentos en la calle de Génova en la Zona Rosa, y donde aprendí a andar en bici, en Chapultepec; subí a la Pirámide del Sol y la de la Luna en Teotihuacán y paseé en las trajineras de los canales floreados de Xochimilco. Recuerdo haberme perdido en el circo; caminar a la escuela de la mano de mi madre; el olor de los elotes asados al carbón en puestos de la calle.

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Ahora, toda una vida después, regreso a este lugar. A pocos minutos de registrarme en un hotel de la colonia Roma, un ecléctico vecindario de cafés, galerías y plazas, salgo a esta ciudad confusa para recorrerla a pie, desde el suelo, para tocarla y olerla. El portero me advierte que se acerca una tormenta pero de todas formas me lanzó a las calles cubiertas de árboles, a las agitadas y entrecruzadas avenidas. Aunque han pasado décadas desde mi última visita a Ciudad de México, estoy segura de que encontraré mi camino, aun en la noche, aun cuando llueva.

Tengo un destino: una mezcalería llamada La Clandestina. Quiero celebrar mi llegada a México con un mezcal y me han dicho que La Clandestina es la mejor mezcalería de la ciudad. Recorro las calles de arriba abajo. Los vendedores y los policías, los meseros y los cantineros me dan instrucciones en todas direcciones, haciéndome caminar en círculos. Ahora cae la lluvia. Las aceras y los desagües están llenos de agua; los cafés y los escaparates, vacíos. Estoy empapada cuando llego frente a un hombre con rastas recargado en la puerta de una entrada oscura. ¿La Clandestina?, pregunto. Sonríe, obviamente esperando esa pregunta.

“Aquí estás”, me dice, y estira el brazo hacia un cuarto oscuro. Una pareja sentada en la mesa de una esquina me echa un vistazo y luego vuelve a sus bebidas; sus rostros son difíciles de definir a la luz de las velas. Una risa aguda viene de un grupo de cuatro que beben tragos en un cuarto parcialmente cerrado. Aparece un mesero con un menú de mezcales y el hombre con rastas pone a mi lado una mesita donde alinea varios vasitos medio llenos. Hago muecas después de cada trago y ruego que ya no me dé más después del sexto. Ordeno un mezcal Negroni. Lo bebo despacio, pago la cuenta y logro encontrar el camino de regreso al hotel, a pie, en la oscuridad, bajo la lluvia. Al otro día el personal del hotel me dice que tuve suerte. Yo creo que es magia.

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Ciudad de México se te presenta con rapidez, en multitudes, en calles llenas de bares de moda, torres de cristal, casas en ruinas, puestos de tacos, cantinas, tiendas de diseñador, restaurantes lujosos, hoteles con pretensiones artísticas. La vida se vive afuera, en las calles, en las plazas y parques, en los mercados y los paseos comerciales, en las colonias elitistas y los barrios pobres que se extienden lejos sobre los cerros. Pocos lugares son tan enloquecedores, tan bellos y misteriosos, tan místicos.

Hoy en día, contra lo esperado (por los carteles de narcotraficantes, los secuestros, los asesinatos, la corrupción), Ciudad de México es un destino lujoso de clase mundial, en efervescencia por su alta cocina y hoteles, salones y exclusivos clubes nocturnos; un patio de juegos para turistas, celebridades y los hijos de las familias más ricas del país.

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Hay un auge turístico en esta megalópolis de 22 millones de habitantes, que The New York Times designó como el “Lugar número uno para visitar en 2016”. La ciudad más progresista de América Latina tuvo 6,3 millones de visitantes extranjeros en 2015, muchos más que los 4,9 millones en 2012, y además es el hogar de 700.000 expatriados, jubilados, escritores, artistas y ejecutivos estadounidenses.

En suma, el turismo en México ha tenido tres años estupendos consecutivos; el país ocupa el lugar número nueve a nivel mundial. La cantidad total de turistas internacionales ascendió a 32,1 millones en 2015 en contraste con los 23,4 millones en 2012, según el Consejo de Promoción Turística de México. La mayoría proviene de Estados Unidos, Canadá, el Reino Unido y España. Eso podría disminuir por la elección de Donald Trump, cuyas opiniones sobre la inmigración han creado tensión en las relaciones entre Estados Unidos y México, así como por el incremento del crimen en el país.

La capital —pero no el resto del país— legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo en 2010, algo raro en América Latina, y la industria turística se promueve entre las personas homosexuales, con lo que se busca aumentar el monto de 17,1 mil millones de dólares recaudado en 2015, muy por encima de los 12,7 mil millones de 2012.
A pesar del contraste creado por su sombría imagen de pobreza y violencia, Ciudad de México compite con São Paulo, Brasil, por el título de la ciudad más rica de América Latina. Con un ingreso per cápita de 18.000 dólares al año, más alto que el de muchas ciudades latinoamericanas, tiene una clase media creciente y ocupa el lugar número 30 entre las mayores economías del mundo.

No debió sorprenderme que la actual Ciudad de México, tan turística, se sobrepusiera a la mía puesto que los viajeros se han apoderado de ella. Mientras vagaba por el centro histórico en un agitado sábado del verano pasado, me abrí paso entre montones de familias, parejas y turistas, multitudes que pisan las calles alrededor del Zócalo, el epicentro de la ciudad, una gran plaza de piedra construida por los españoles sobre las ruinas de la antigua ciudad azteca de Tenochtitlán.

Aquí, durante los días hábiles, se atienden los asuntos del gobierno federal y local dentro de los imponentes palacios de la época colonial. En cambio, los fines de semana se transforma en un centro turístico, con visitantes locales y extranjeros que se toman fotos, publican selfis, hacen fila a la entrada de la barroca Catedral Metropolitana y del Palacio Nacional.

Los bares deportivos en las calles colindantes al Zócalo estaban llenos de fanáticos del fútbol que gritaban mientras veían un partido entre Alemania y Francia. Había compradores que caminaban por la avenida Madero, agrupándose alrededor de los puestos de helado y las taquerías, entrando y saliendo de tiendas de ropa con descuentos y de la librería Gandhi. A unas cuantas cuadras, en el Palacio de Bellas Artes, una corta fila de visitantes esperaba en la taquilla (los boletos tenían un costo de 60 pesos por persona, no se aceptaban dólares estadounidenses ni tarjetas de crédito), mientras varias madres jóvenes con niños pequeños batallaban para subir la empinada escalera de mármol que lleva a los grandiosos murales.

Poco había cambiado en el museo desde que lo vi por primera vez de niña. Todavía era una catedral intimidante, augusta y, excepto por una tienda de libros de arte detrás de una pared de vidrio, había pocas señales del tiempo que pasó desde que era una estudiante. Afuera, la escena se sentía familiar: vendedores que mostraban recuerdos sobre la acera, manifestantes que entregaban panfletos, adolescentes que fumaban y platicaban y, cruzando la calle, familias que paseaban por la Alameda Central.

Después de andar por varias calles llegué al Mercado de San Juan, tan famoso que aparece en las guías de viaje. Decenas de pollerías (puestos que venden pollos frescos al aire libre) se extienden a lo largo de varias cuadras alrededor del mercado. Adentro, caminé al lado de cajas que mostraban frutas brillantes (¡esas cerezas!), verduras inmaculadas de cualquier parte del mundo y extrañas delicias (como quince variedades distintas de hongos japoneses). Después de unas cuantas vueltas, mientras recordaba los mercados polvorientos y llenos de moscas de mi niñez, me percaté de por qué los pasillos limpios y aireados del Mercado de San Juan atraen a los chefs y amantes de la comida.

De regreso al hotel en la colonia Roma, me desvié a la Zona Rosa, donde viví de niña. Llegamos a Ciudad de México desde Puerto Rico para que mi padre pudiera estudiar Medicina en la Universidad Nacional Autónoma de México. Mientras pasaba horas en la escuela, mi madre, una abogada, se encargaba de las tareas del hogar. Después de tres años en México, regresamos a Puerto Rico: ella a retomar su carrera y él a terminar su formación y comenzar con su propia consulta. Ahora nuestro edificio de apartamentos en la calle de Génova desapareció. No pude encontrar mi vieja escuela, la Academia Van Dyke, un claustro de monjas con anteojos y puertas altísimas. Ahora el vecindario es un colmenero de clubes nocturnos, bares gay y tiendas. Esos lugares que marcaron mi infancia se borraron del mundo real y ahora solo existen en mi mente. Regresé a la Roma.

Ahí, La Cervecería del Barrio se preparaba para el gentío de las noches de fin de semana. Tomé una mesa con vista a la Fuente de la Cibeles, una réplica de la de Madrid. Se trata de la plaza del vecindario, una glorieta adornada con sillas, mesas y sombrillas plegables. Está rodeada por bares, cafés y pequeñas tiendas. Los corredores y ciclistas se reúnen alrededor de la plaza, en una escena común en las colonias adineradas de la ciudad, como la Roma y su vecina, Condesa —un enclave tranquilo y más exclusivo lleno de hoteles boutique, arquitectura art deco y californiana, y explanadas con filas de árboles a lo largo de la histórica calle Ámsterdam y el Parque México—. Las colonias Roma, Condesa y Polanco forman el triángulo más elegante de la ciudad.

Las grandes ciudades se definen a través de la literatura, el arte, la moda, el teatro, la música y la diversidad. Ciudad de México tiene mucho de todo eso. Hoy en día, en esta ciudad, donde la media de edad es de solo 27 años, una nueva generación de cocineros están liderando una escalada cultural, creando un movimiento gastronómico y otorgándole un nuevo caché a la ciudad.

“Son visionarios”, me dice Carlos Puig, un columnista del periódico Milenio, mientras almorzamos en Aguamiel, un sencillo restaurante de la Roma especializado en comida oaxaqueña. “Siempre hemos tenido visionarios”, comenta, pero ahora no solo ven hacia adentro, sino que tienen una visión global. Él y su esposa, Yissel Ibarra, una productora de películas y documentalista que trabaja para el Instituto Mexicano de Cinematografía, conocen bien la escena gastronómica. Concordaron, después de discutirlo, que Enrique Olvera, el afamado chef de 40 años del restaurante Pujol, es el líder de la revolución en la cocina mexicana.

Aunque lo hayan sugerido unos residentes locales, es seguro afirmar que la reputación de Pujol ya está bien establecida. Es el favorito de los amantes locales de la comida, así como de chefs y críticos internacionales. El restaurante, que tiene dieciséis años, comenzó a tener éxito en 2010 cuando René Redzepi, el chef de Noma, uno de los mejores restaurantes del mundo, visitó Pujol y se fue hablando con entusiasmo de su propuesta por todo el mundo.

La escena gastronómica de Ciudad de México explotó. “Había mucha combustión”, me dijo Olvera en julio mientras tomábamos café en Cosme, su famoso restaurante de Nueva York (abrirá un segundo restaurante en Manhattan este año). La revolución culinaria de México “sorprendió a todos, pero yo sabía que iba a suceder”, dijo.

“Soñé con esto cuando era más joven”, continuó. “Sabía que teníamos el potencial para crear una nueva cocina”.

Así que fui a verlo por mí misma. En una calle llena de hojas de árboles de la colonia Polanco, Pujol se presenta calladamente. El personal habla en susurros y camina suavemente por el espacio íntimo de paredes en gris oscuro, delicadas piezas de arte y sombras creadas por la luz de velas. Tiene la elegancia de un joyero y la solemnidad de una iglesia. El menú llega dentro de un sobre cerrado estilo pergamino, como si fuera un edicto real. El lugar está lleno de parejas, pequeños grupos de amigos y gente de la alta sociedad. Los platillos van y vienen, más de los que puedo contar, más de los que puedo apreciar adecuadamente, todos con una presentación exquisita. El volumen de los sonidos nunca sube. Estoy maravillada. No existía nada así en Ciudad de México cuando yo era niña, y aunque luego crecí yendo a restaurantes elegantes, hoy Pujol es único en su clase.

“Creo que México ha tenido una reputación inexacta y mala hasta hace poco”, dijo Trisha Ziff, una cineasta y documentalista británica que ha vivido en la capital mexicana durante doce años. Almorzábamos en Máximo, donde un discípulo de Olvera, Eduardo García, está haciendo una de las mejores cocinas mexicanas con acentos franceses de la ciudad.

“Recibir ataques sin fin crea una extraña libertad, una anarquía creativa”, dijo. “Nos arriesgamos porque no tenemos nada que perder. Esta cultura se arriesga. Por eso es tan vibrante. Pasa lo mismo con la comida, con la música, con la moda. Son su juventud y su energía lo que le dan a la ciudad su dinamismo”.

El auge cultural y turístico de la ciudad no se dio de un día para otro. Alcanzó su masa crítica, más o menos, el año pasado.

“Es la generación joven”, dijo Patricia Mercado, una economista que es secretaria de Gobierno de la ciudad. Tomándose unos minutos de pausa de los asuntos de gobierno, enumeró las influencias que moldearon el ascenso de la ciudad: políticas liberales, derechos humanos y educación, aborto legal y matrimonio entre personas del mismo sexo, así como un poderoso movimiento feminista en el que ella es una voz importante.

El secretario de Cultura de la ciudad, Eduardo Vázquez Marín, lo dijo de este modo: “Esta es una ciudad de refugiados, una ciudad de inmigrantes, una ciudad de gran diversidad cultural”.

Nos encontramos en el cavernoso museo de la ciudad y él decía que el hecho de que la capital se negara, en 2006, a unirse a la guerra generalizada estilo militar del gobierno federal contra los carteles de la droga ayuda a explicar cómo es que se ha mantenido relativamente segura en un país donde, durante la última década, han muerto 100.000 personas debido a la violencia del narcotráfico.

Sin embargo, los carteles no son las únicas fuerzas malignas involucradas en el baño de sangre. Los mexicanos y activistas internacionales de derechos humanos culpan al gobierno federal por arruinar las pesquisas en torno a la desaparición de los 43 estudiantes universitarios del estado de Guerrero. Los estudiantes fueron secuestrados y presuntamente asesinados por narcotraficantes mafiosos coludidos con policías. La investigación del gobierno aún está en curso y en septiembre renunció el jefe de ese proceso en la procuraduría.

El recuerdo de los estudiantes está muy vivo en Ciudad de México. Hay una gran escultura roja con la forma del número 43 en el principal bulevar de la ciudad, el Paseo de la Reforma.

Vázquez encuentra los puntos de quiebre y los factores cruzados que llevaron al resurgimiento de su ciudad en las décadas pasadas. Se remonta al devastador terremoto de 1985, que amalgamó la capital y creó un espíritu de unidad duradero. Luego, en 1997, la ciudad eligió un gobierno liberal que promovió reformas sociales y económicas. El aborto se legalizó en 2007 y el matrimonio entre personas del mismo sexo en 2010, lo que desafió a las tradiciones mexicanas, a la Iglesia católica y llevó a la ciudad al siglo XXI.

“La ciudad es la locomotora”, dice. “Es el futuro del país”.

Después de seis días en el Hotel La Casona, en la Roma, me registré en Las Alcobas en Polanco, sobre la avenida Masaryk. Las Alcobas no está lejos de la obra maestra de 1968 de Ricardo Legorreta, el hotel Camino Real, una deslumbrante aparición bañada de amarillos y rosas brillantes. La fachada de Las Alcobas palidece en comparación, pero los conserjes te saludan como si pertenecieras a la realeza y el pequeño lobby, al centro de una escalera de caracol palo de rosa, refleja el cómodo y lujoso diseño del hotel.

Sin un horario que cumplir, doy una larga caminata por el Paseo de la Reforma hasta el Parque de Chapultepec. Este había sido uno de mis lugares favoritos: ahí aprendí a andar en bicicleta y a montar burros. Deambulo bajo la sombra de árboles gigantes, viendo una exposición de fotografía a lo largo de la acera y una muestra de balones gigantes de fútbol diseñados por artistas mexicanos. Lanchas de pedales naranja y azul salpican los plácidos lagos. Hay largas filas en las puertas de la renta de lanchas y en las taquerías y puestos de comida. Es día hábil pero parece un domingo en el parque de mis recuerdos.

Unas cuantas horas después, durante mi última noche en México, me consiento con un banquete en uno de los restaurantes más famosos de la ciudad, Dulce Patria. El salón evoca los deslumbrantes colores, la arquitectura y el arte del país. Es inevitable que me venga a la mente Frida Kahlo. La chef, Martha Ortiz, a sus 49 años es mayor que los nuevos chefs célebres. Su restaurante provoca reacciones extremas. Algunas personas que conozco lo odian; a otras les encanta.

Mi entrada, un lomo de puerco preparado con verduras y plantas mexicanas raras, llega sobre un plato decorado con brochazos de color. Valdría la pena enmarcar el plato. Al final de la cena, la chef se acerca a mi mesa. Es alta, delgada, con cabello oscuro peinado detrás de su rostro anguloso. Se inclina y me tiende su mano. Luego, desaparece repentinamente.

Camino de regreso a Las Alcobas, pensando en los colores ondulantes de los platos y los tonos escarlatas y rubí, los verde esmeralda y azules índigo de Dulce Patria. Tan mexicanos.

Luisita López Torregrosa es escritora, periodista, profesora de Fordham University y antigua editora de The New York Times.