Perú batalla para sacar a la minería ilegal y salvar tierras preciosas

Con la colaboración en la investigación de Andrea Zárate en Lima, Perú.

EN LA FRONTERA DE LA RESERVA DE TAMBOPATA, Perú _ La redada comenzó al amanecer. En cuatro pequeñas lanchas de madera, los guardabosques y los marines peruanos revisaban y volvían a revisar sus armas automáticas, se dirigían sigilosamente río abajo hacia donde estaban los mineros ilegales.

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No tenían que ir muy lejos. Al pasar el primer recodo había un destartalado asentamiento de lonas extendidas con pértigas. Pronto, los marines disparaban al aire, los mineros y sus familias habían salido huyendo y los guardabosques entraban con machetes.

Atravesaron sacos de arroz y barriles plásticos de agua potable, patearon juguetes y aplastaron herramientas antes de prenderle fuego a todo. Muy en lo alto, por encima de la selva tropical amazónica, que alberga árboles con más de mil años de antigüedad, pesadas columnas de humo negro subían en espirales hasta las nubes.

Al tratar de proteger de un ejército de mineros ilegales, que ha abierto un sendero tóxico en la selva, a uno de los sitios de mayor diversidad biológica en la Tierra, el gobierno peruano está estableciendo puestos de avanzada e intensificando las redadas a lo largo del río Malinowski, en la reserva natural de Tambopata.

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Sin embargo, algunos expertos se preguntan si no será demasiado poco y demasiado tarde.

Para llegar a una de las primeras líneas remotas de la batalla de América Latina contra la minería ilegal de oro, tuve que caminar nueve horas y media en la selva, a veces, con el agua hasta los sobacos. Sin embargo, cualquier sentido de estar en un entorno natural prístino, se perdió al llegar a la orilla del río. Los mineros ya habían provocado tal daño que el agua tenía el color del café con leche.

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El paisaje era digno de una película de “Mad Max”. Por todas partes había enormes cráteres arenosos, montículos de piedrecillas y canales de agua envenenada. La basura _ harapos, bolsas de plástico, recipientes de porexpán para comida _ colgaba de las ramas recién cortadas de los árboles, apiladas en los rincones y recovecos del río.

Dado que el precio del oro ha estado alto desde hace años, la minería ilegal ha prosperado en muchas partes de América Latina, no solo en Perú. Sin embargo, en este país, uno de los principales productores de oro del mundo, el problema se ha hecho bastante malo.

La cantidad de oro que extraen los mineros no autorizados es mucho mayor que en otras partes de Latinoamérica. Y está aumentando con tanta rapidez que los ambientalistas temen que hasta una remota reserva como ésta _ que alberga a miles de especies de plantas y animales, algunas quizá ni siquiera identificadas por los humanos _ tenga pocas posibilidades de sobrevivir.

Los mineros usan tanto mercurio para procesar el oro que el gobierno declaró una emergencia sanitaria en gran parte de la región de Madre de Dios en mayo. En las pruebas hechas a 97 aldeas se encontró que más de 40 por ciento de las personas había absorbido niveles peligrosos del metal pesado. El envenenamiento por mercurio afecta a las personas de muchas formas, desde jaquecas crónicas hasta daño renal, pero es mucho más dañino en los niños porque es factible que lleguen a sufrir daño cerebral permanente.

“Las próximas generaciones pagarán por lo que estamos haciendo ahora”, dijo Manuel Pulgar Vidal, quien encabeza al ministerio peruano del ambiente.

Las estadísticas no reflejan las cifras reales sobre la minería ilegal. Sin embargo, Víctor Torres Cuzcano, un economista de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, calculó que la minería informal y no registrada aumentó 540 por ciento entre el 2006 y el 2015, en tanto que la producción de la minería legal, que aporta ingresos fiscales, cayó 28.5 por ciento.

“Me temo que la minería ilegal está desplazando a las actividades legales”, dijo Guillermo Arbe Carbonel, un economista en Scotiabank. “Ves protestas sociales contra la minería legal todo el tiempo. Pero la ilegal está creciendo y es peor tipo de minería cuando se trata del ambiente”.

La deforestación por la extracción de oro se aceleró de 5,350 acres al año antes del 2008 a 15,180 acres cada año después de la crisis financiera de esa fecha que provocó un gran aumento en los precios del oro.

Hace menos de un año, la reserva de Tambopata, una zona sin caminos, más o menos del tamaño de Rhode Island, parte bosque y parte sabana, no se había tocado. Ahora, las fotografías satelitales muestran franjas reveladoras de páramos en la reserva, y tanta minería que se ha sacado de su curso al río _ el Malinowski, llamado así por un explorador polaco _ para hacerlo más ancho y menos profundo. En la zonas donde trabajan los mineros, dicen los guardabosques, el agua está tan contaminada que ya no hay peces.

Algunos defensores dicen que ya casi se perdió la reserva. Ya aparecieron los primeros indicios que sugieren que es rica en oro, especialmente si se la comprara con otras partes de este estado remoto, incluida la que está reservada oficialmente para la minería artesanal y la “zona neutral” que colinda con la reserva de Tambopata.

“Están sacando entre 12 y 18 gramos diarios en el corredor de la minería oficial”, comentó Víctor Hugo Macedo, quien supervisa la reserva. “Están sacando de 60 a 80 gramos en la zona neutral y están sacando 150 a 200 en la reserva. A los mineros les importa más eso que lo que le pase a Tambopata”.

De cerca, las redadas parecen destinadas al fracaso. Son muy pocos los marines y guardabosques, los cuales están mal equipados. Hasta el hecho de llegar a sus puestos de avanzadas es un desafío. Los mineros controlan las mejores rutas, a las que se considera demasiado peligrosas hasta para los soldados armados. Así es que en un día lluvioso, caminamos por un estrecho sendero desde el amanecer hasta el atardecer, pero los soldados no llevaban radios para pedir ayuda cuando rápidamente se inundaron vastos trechos.

Entre el agua que corría llena de escombros, todos dábamos pasitos buscando apoyos firmes, mientras, de pronto, la selva tropical se convertía en un lago turbio. Con el sobrepeso de las mochilas llenas de agua, los soldado portaban las armas por encima de la cabeza y trataban de no sumergirse, aunque no siempre lo conseguían.

El fiscal que los acompaña en las redadas se había adelantado en una moto de montaña. Sin embargo, se trataba de un lujo. Los guardabosques solo tienen cuatro motocicletas, para cerca de 100 hombres estacionados en dos puestos de avanzada a lo largo del río.

No obstante, hay por lo menos 5,000 mineros ilegales en la zona y, quizá, sean unos 10,000. Tras algunas redadas, a los marines se les acabó la dinamita y recurrieron a una táctica menos sofisticada; usar los mazos para aplastar los motores de camión que usan los mineros para las cabrías.

Río abajo, mientras los soldados hacían una fogata con varias motocicletas que habían encontrado, un joven trató de agarrar la suya. Obligado a arrodillarse, les dijo a los soldados que solo visitaba a unos amigos, algo que nadie creyó. Sin embargo, no pensaron en aprehenderlo, ni a él ni a nadie más. A millas del camino pavimentado más cercano y sin instalaciones para detener prisioneros, la logística hacía que fuera imposible. Como todos los demás, no llevaba identificación y lo liberaron sin más que una llamada de atención.

Los marines son realistas. Cuando pasaban por una enorme ciudad de carpas, con antenas satelitales y postes para más construcciones, proseguían la navegación en busca de blancos más manejables.

Al final del día, las fuerzas del orden habían destruido dos docenas de campamentos y 15 cabrías para minería, y habían invadido campos mineros muchísimo mejor equipados que los suyos. A lo largo del camino, los soldados aprovecharon lo que había y se llevaron un congelador, una antena satelital, una videocasetera, un televisor, un balón de futbol, un cachorro negro con blanco y un lechón para la cena.

Por la noche, era posible oír el ruido de las cabrías que empezaban a funcionar otra vez.

Suzanne Daley
© 2016 New York Times News Service