Salida de GB indica final de era de optimismo trasnacional

PARÍS – Cuando cayó el Muro de Berlín, yo estudiaba la preparatoria. Cuando los aviones se estrellaron contra las torres gemelas el 11 de septiembre de 2001, yo era una reportera novata en Nueva York. Cuando Reino Unido votó por salir de la Unión Europea, desperté a la noticia en casa, en París, y estaba pasmada, mas no enteramente sorprendida. He cubierto Europa para el New York Times durante los últimos ocho años, y he aprendido que la ira del elector, o la apatía del electorado, siempre es una sonda más clara que políticos y expertos.

De cualquier forma, la noticia caló. Para mí y otros de mi generación, esta votación fue más sobre la relación de Reino Unido con Europa. Indicó el final definitivo de la era del optimismo trasnacional en el cual alcancé la mayoría de edad: los años 90. En esa época, creíamos que la interconexión era un punto fuerte. La gente deseaba estudiar leyes en derechos humanos. El nacionalismo ya no estaba de moda – cuando menos en Europa Occidental – y Twitter como arma no existía aún para darle impulso al cambio político. (O más bien, para derribar instituciones, no construirlas.)

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En junio de 2011, estaba en una asignación en Atenas cuando se vino abajo el gobierno del Primer Ministro George Papandreou. Un año antes, Papandreou había solicitado un rescate extranjero. Los prestamistas del país accedieron, pero solo si Grecia cumplía condiciones que pronto terminarían siendo políticamente tóxicas. Papandreou renunció en ese noviembre, con la consiguiente implosión de lo que en otra época fue su poderoso Partido Socialista.

Durante los siguientes años, cubrí incontables votaciones hasta altas horas de la noche en las que el Parlamento de Grecia impulsó paquetes de medidas de austeridad al último minuto. Hubo muchos disturbios y nubes de gas lacrimógeno. Antes de cada votación, hubo muchos mensajes políticos de Europa advirtiendo que si Grecia no aprobaba tal o cual medida, sería expulsada de la eurozona, y todo se vendría abajo.

La gente normal no entendía qué estaba ocurriendo, y tampoco muchos líderes europeos, encapullados en sus provincialismos. A veces había rumores de que no, Grecia no sería expulsada del euro, pero que quizá un día Alemania, la mayor economía de Europa, se marcharía. No importaba cómo se había enriquecido Alemania debido a que sus bancos habían prestado dinero al sur de Europa para comprar bienes alemanes, hecho que no encajaba en la narrativa de “griegos holgazanes” de los medios informativos en tabloides alemanes.

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Esta semana, no fue Grecia la que terminó expulsada. Fue Reino Unido el que votó por marcharse, tras una campaña de abierta xenofobia. Dejar el euro no es lo mismo que dejar la Unión Europea, pero las diferencias son demasiado técnicas para que mucha gente las diseccione. Ese es el problema.

La Unión Europea no se ha desempeñado bien para explicar su propósito – es demasiado opaca, demasiado burocrática, demasiado confuso – y su lento manejo de la crisis de la deuda, particularmente en Grecia, donde actuó rápidamente para que bancos franceses y alemanes pudieran recortar sus pérdidas, pero dejó asfixiada a Grecia, tuvo devastadoras consecuencias para todos. Decisiones tomadas con miras a estabilidad financiera a corto plazo han llevado a inestabilidad política a largo plazo.

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“Me impacta cómo terminan convergiendo las críticas de Europa de la derecha y la izquierda. El movimiento Democracia en Europa, lanzado este año por el integrante de izquierda Yanis Varoufakis, polarizador ex ministro griego de finanzas, toca algunas de las mismas notas que el Partido Independencia RU, tendiente a la derecha, de Nigel Farage, criticando a Europa por considerarla antidemocrática y menos que transparente.

De cualquier forma, la derecha apela al nacionalismo y la izquierda no. La derecha vende una versión nostálgica de identidad nacional que resuena visceralmente pero no refleja la realidad, particularmente no para personas jóvenes nacidas en una Europa de becas Erasmo que les permiten estudiar a través de fronteras, así como EasyJet, que les permite viajar a bajo precio.

Estas críticas de Europa provenientes de la izquierda y la derecha no son realmente ideológicas en la forma en que lo fueron las batallas del siglo XX entre comunistas y fascistas. Más bien, los electores tienen la sensación de que abstractas fuerzas económicas están determinando sus destinos, que sus países han renunciado a parte de su soberanía económica ante Europa; pero que Europa, vaga creación, no ha asumido ese poder y no puede actuar con base en él. Europa revolotea en algo similar a un purgatorio de soberanía a medias. En esta confusión, prosperan los nacionalistas.

Todo es terriblemente confuso: la idea de una Europa unida era para permitir que los ciudadanos prosperaran. Cuando la economía estaba en auge, los países querían inmigración. En los últimos años, la crisis económica no ha permitido que prosperen muchos ciudadanos en muchas partes de Europa. ¿Significa esto que una Europa unida es la responsable, o que lo son factores económicos de tipo global? ¿O yace la responsabilidad en enquistadas realidades económicas de tipo local, como los contratos laborales nacionales, que existen para trabajadores mayores pero son con frecuencia un sueño imposible para los más jóvenes? ¿Fue la promesa de crecimiento demasiado ilusoria?

Esta semana releí uno de los textos más proféticos sobre la Unión Europea: el ensayo del historiador Tony Judt “¿Una gran ilusión?” En este, él traza todo lo que estamos presenciando actualmente, desde el lento menoscabo del estado asistencialista hasta el regreso de nacionalismos y darse cuenta de que la idea “de que las instituciones sociales y políticas y afinidades siguen natural y necesariamente a las de tipo económico” es una “falacia reductivista”.

“Justamente como una obsesión con el ‘crecimiento’ ha dejado un vacío moral en el corazón de algunas naciones modernas, lo mismo la cualidad abstracta y materialista de la idea de Europa está demostrando que no es suficiente para legitimar sus propias instituciones y conservar la confianza popular”, escribió Judt, quien murió en 2010.

“Desde 1989 se ha dado un regreso de la memoria y con eso, y beneficiándose de eso, un resurgimiento de las unidades nacionales que enmarcaron y moldearon ese recuerdo y dieron significado al pasado colectivo”, escribió.

Cuando estuve en una asignación en Rusia el año pasado, donde el gobierno del Presidente Vladimir Putin ha estado destacando la gloria militar del pasado del país en programas de televisión, filmes y exposiciones de historia, un productor fílmico me dijo un lugar común sardónico y dolorosamente preciso: que en Rusia, “el futuro se ha vuelto impredecible… y también el pasado”.

Esto parece preciso para Rusia y para Europa Oriental, donde partidos gobernantes juegan la carta nacionalista porque es una de las pocas cartas que pueden jugar; esto porque ciertamente no pueden jugar la carta económica, la carta del futuro brillante. La votación en Gran Bretaña este jueves fue también una votación por la historia revisionista, por una visión de Gran Bretaña para los británicos – de Inglaterra para los ingleses, realmente – que no ha existido en largo tiempo.

¿Quién hereda Inglaterra? Es una cuestión que ha obsesionado a novelistas británicos por décadas. ¿Y quién hereda Europa? Actualmente, en Europa, el pasado es igualmente impredecible, y la senda por delante parece muy incierta.

Rachel Donadio
© The New York Times 2016