Sirio canta a los alemanes sobre la tristeza, y la esperanza

WIESBADEN, Alemania _ El pianista empieza su presentación abruptamente, con un lamento. Las palabras y la música son árabes, pero el dolor es evidente en cualquier idioma.

“¿Cómo, Dios?”, canta. “¿Cómo pudo Dios darte este flagelo?”

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Está actuando para un público alemán en una tranquila ciudad alemana con chapiteles de cuento de hadas. Pero Aeham Ahmad está pensando en su pulverizado y hambriento barrio en Siria, donde hace unos años, antes de venir a Alemania como refugiado, se embarcó en una extraña carrera tocando conciertos entre los escombros.

Se para de un salto, balancea la cabeza en una traviesa reverencia, y dice a manera de introducción: “Lo siento, no soy un buen pianista. Aprendí en Siria. No es como Mozart y Bach, pero así es como nosotros tocamos”.

En una Alemania profundamente dividida entre ser receptiva o temerle a los millones de migrantes que han llegado en el último año, Ahmad, de 27 años de edad, se ha impuesto la tarea de poner un rostro humano a sus compatriotas refugiados. Su intención es facilitar su integración y quizá incluso ayudar a millones más, no menos a su esposa e hijos, a quienes había dejado atrás.

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Esa misión se ha vuelto más urgente últimamente, después de que Alemania fue sacudida por dos ataques en los cuales refugiados vinculados al Estado Islámico trataron de matar a civiles. Solo los asaltantes murieron, pero los ataques han dejado a muchos alemanes enojados, ansiosos y dispuestos a cerrar la puerta de golpe. Se habla de expulsiones aceleradas.

En el escenario, Ahmad halaga a sus espectadores, los tranquiliza, se adueña de ellos. Les cuenta de cómo huyó de las bombas, el hambre y la represión. Canta de minaretes y campanas de iglesias “que llaman a la paz”. Declara que el “terrorismo no tiene religión”, y que los refugiados vienen “a construir a Alemania”, no a dañarla.

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“La historia recordará que Alemania ha recibido a los musulmanes”, declara, luego los dirige en un cántico conjunto de “All My Little Ducks”, el equivalente alemán a “Mary Had a Little Lamb”.

Abandona la sala, como es común, en medio de abrazos y autorretratos.

Pero, al día siguiente en su diminuta habitación en Wiesbaden, se lacera por el papel que ha perfeccionado tan bien: Él es “el refugiado bueno”, que hace que “los alemanes buenos” se sientan bien sobre sí mismos. No puede evitar ver un toque del espectáculo del juglar en su actuación. Imagina cómo él podría verse a través de los ojos alemanes: un caso de caridad, un animal entrenado que baila a cambio de golosinas.

“Él es un perro refugiado”, dice en una voz con sonsonete. “Ellos actúan con él, y él está actuando, y él es feliz”.

Antes de la catástrofe siria, Ahmad, un refugiado palestino de tercera generación e hijo de un violinista ciego, era maestro de piano y vendedor en una tienda de música. Ahora, su mensaje de resiliencia, junto con el deseo de los alemanes de un símbolo tranquilizador, le ha convertido en el refugiado más popular de Alemania.

Canta, toca y, en ocasiones, golpea el piano con dolor e ira.

Ahmad tiene reservadas virtualmente todas las noches, recorriendo el país desde estadios hasta modestos bares provinciales. Ha aparecido en docenas de relatos noticiosos alemanes edificantes y recibido un premio prestigioso que lleva el nombre de uno de sus ídolos, Beethoven.

“Me siento como si hubiera sido sacado de la realidad”, dice un día en un tren bala mientras viaja de un lugar a otro.

Creció, continúa, escuchando a su padre convertir la historia de su vida en leyenda, “como uno cuenta las historias sobre Simbad el marino”. Pero incluso el relato de la vida real de un músico ciego artífice de su propio destino palidece en comparación con su propio viaje fantástico, desde el área sitiada por el gobierno sirio y el régimen extremista islamita a través de un naufragio y el exilio para ser una celebridad incómoda.

En el escenario cada noche, recrea esa travesía. Y en cada viaje entre una y otra actuación, la reexamina; más bien sin piedad, como el artista sin confianza en sí mismo que siempre ha sido.

“Me siento como una rana que ha sido disecada”, confiesa, colapsando en un asiento al inicio de un viaje de cinco horas en cuatro trenes hacia su próxima actuación, la cual, como siempre, debido a las restricciones laborales que tienen los refugiados, daría de manera gratuita.

“Me estoy vendiendo”, dice, “y ni siguiera estoy recibiendo dinero”.

Peor aún, se pregunta si está marcando alguna diferencia. “Me aplauden, pero el resto” _ en Siria _ “siguen encarcelados, bajo sitio, bajo las bombas”.

La vida de Ahmad como el refugiado que toca el piano empezó hace tres años cuando colocó su instrumento en una calle de edificios destruidos _ muros colapsados, marquesinas retorcidas _ y empezó a cantar.

Vivía en Yarmouk, un vecindario en las afueras de Damasco, la capital, que empezó como un campamento de refugiados para los palestinos en los años 50. A través de los años, se convirtió en un distrito bullicioso de medio millón de palestinos y sirios.

Pero ahora había sido destruido por la guerra civil siria. Las tropas gubernamentales lo mantenían acordonado, lanzando contra él ataques de artillería y en ocasiones aéreos. Los grupos insurgentes se disputaban el control. La falta de acceso regular a alimentos y medicamentos estaba empezando a causar muertes; algunos de los más vulnerables morían de hambre.

Su único público eran sus vecinos, atrapados con él. Y su objetivo era casi dolorosamente modesto: impedir que todos enloquecieran.

“Quiero darles un sueño hermoso”, dijo en ese entonces, en un irregular enlace de internet. “Para cambiar este color negro al menos a gris”.

Ahmad tocaba con un coro de jóvenes al que llamó los Tipos de Yarmouk. Algunas de sus canciones eran tristes, anhelando a los que habían huido, algunas alegres y divertidas, espetando contra los líderes árabes y mundiales. Su hijo pequeño se sentaba encima del piano; niñas y ancianas se le unían; su padre hacía apariciones espontáneas con su violín.

Pronto, los videos de las actuaciones se propagaron por internet, primero entre los sirios, luego más ampliamente, un tipo diferente de mensaje desde una guerra tan brutal que había dejado a gran parte del mundo insensible.

Ahmad se convirtió en símbolo de esperanza y desafío y empezó a adoptar una misión mayor: demostrar que había seres humanos atrapados en Yarmouk.

Eventualmente, su nueva fama le ayudaría a escapar del sitio, para unirse a los emigrantes de los que cantaba. Eso ayuda a impulsar su ambivalencia y a alimentar un colosal caso de la culpa del sobreviviente.

Un periodista alemán envió suficiente dinero para que él y su familia salieran de Yarmouk.

A medio camino hacia Turquía, fuerzas de seguridad los detuvieron y los metieron en la cárcel, incluidos los niños. Salieron una semana después, pero, consternados, decidieron que su esposa y sus hijos esperarían en Siria; como sus parientes siguen en peligro, no revelaremos sus nombres. Ahmad partió solo.

Por un tiempo, fue solo un refugiado más. Se desvaneció entre las masas que huían en ese entonces, en agosto pasado, mientras crecía el éxodo hacia Europa.

Pagando a contrabandistas, cruzó montañas, eludiendo retenes y a guardias fronterizos.

Su primer barco desde Turquía se hundió y varias personas se ahogaron. Ahmad filmó su segundo cruce para la BBC. Seguro en Europa, empezó a publicar su avance en Facebook.

Ahora, estaba viajando abiertamente como el Pianista de Yarmouk.

En las últimas semanas, las cosas han mejorado para Ahmad. Recibió el estatus de residencia y un pequeño departamento. Podrá formar una empresa, contratar a un administrador y recibir pagos por sus conciertos. Y finalmente, hace días, llegaron su esposa e hijos.

Sin embargo, se pregunta en el escenario: “¿Están sintiendo la música que yo estoy sintiendo? ¿O solo sienten lástima porque soy un refugiado?”

Los alemanes, dice a un público en Wiesbaden, a menudo preguntan si él ha escuchado a Mozart. Hace una pausa, luego se lanza en un popurrí a alta velocidad: Rondo Alla Turca de Mozart mezclado con “Fur Elise” de Beethoven.

Desacelera, acelera, sonríe, luego desliza una mano por el teclado como Little Richard, o Liberace. La multitud ríe, aplaudiendo a la vez. Es una broma musical, un golpe a las suposiciones racistas. Y lo saben.

Anne Barnard
© 2016 New York Times News Service