El sitio sistemático aprieta al bastión del estado Islámico en Libia

SIRTE, Libia _ Sentados en el peldaño de una puerta, los adolescentes y hermanos Yuma pasaban la tarde con un aletargado juego de damas chinas, empujando piedrillas por un tablero hecho en el polvo, aparentemente ajenos al traqueteo de los disparos y el estruendo de la artillería a unos cuantos kilómetros de distancia.

Tres semanas antes, habían huido de su casa en Sirte, el bastión libio del Estado Islámico, cuando una fuerza libia de combate, apoyada discretamente por tropas de operaciones especiales estadounidenses y británicas, irrumpió en la ciudad costera desde el desierto. Ahora, a medida que se intensificaba el sitio, los hermanos Yuma esperaban que finalizara la batalla en esta casa de una granja, en las afueras de Sirte, templada su aprensión debido a una oleada de puro alivio.

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“La vida era un infierno”, dijo Hamad, larguirucho, de 16 años de edad, con una mata de cabello desaliñado, describiendo los 18 meses del brutal régimen del Estado Islámico. Los cafés estaban cerrados, se había renombrado a las escuelas y habían azotado a las muchachas por no cubrirse el rostro, contó. Observó con horror cuando una figura encapuchada le cortaba la mano a un ladrón; un hombre desesperado que había robado unas medicinas. Tuvieron pesadillas después de que los islamistas crucificaron, en una importante intersección vial, a unas personas acusadas de delitos, y dejaron los cadáveres ahí a pudrirse.

“Me despertaba lleno de pánico, pensando que me sofocaba”, contó. Su hermano Mohamed, de 19 años, asintió indicando acuerdo. Los islamistas habían ejecutado a su amigo Abdulá, empujándolo desde un edificio muy alto, porque lo acusaban de blasfemia. Abdulá tenia 15 años, contó Mohamed.

El asalto contra Sirte ha ejercido una tremenda presión sobre el Estado Islámico en Libia, amenazando con quitarle su base más grande fuera de Irak y Siria. La fuerza de ataque, liderada por milicias de la cercana ciudad de Misrata y organizada bajo el auspicio del gobierno de unidad, respaldado por Naciones Unidas, ha acorralado a los islamistas en el centro de la ciudad, donde les están dando una paliza con bombas y fuego de artillería, y les han cortado la principal ruta de escape por mar.

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El sitio coincide con el reciente desalojo de la ciudad iraquí de Faluya, del que fue objeto el Estado Islámico, que, combinados, son un pesado golpe a las ambiciones territoriales de la organización, a pesar de que ha tomado represalias con ataques devastadores en contra de civiles. Funcionarios turcos dicen que sospechan que el Estado Islámico es el responsable de los recientes bombazos suicidas en el aeropuerto de Estambul, en los que murieron por lo menos 41 personas.

En la línea del frente

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Al principio, la ofensiva contra Sirte se movilizó a una velocidad asombrosa, reduciendo el territorio controlado por el Estado Islámico, también conocido como EIIL o ISIS, por sus siglas en inglés, de 241 kilómetros de costas a apenas 6.4 kilómetros. Sin embargo, desde que la batalla llegó a las densamente defendidas calles de Sirte, los avances se han medido en metros y el precio en sangre ha aumentado drásticamente.

Yo llegué hace poco con un fotógrafo y un periodista libio que ha trabajado para The New York Times desde el 2011. El primer obstáculo fue burocrático: negociar el laberinto de permisos oficiales que se necesitan para trabajar en un país con tres gobiernos rivales y dividir las rivalidades bizantinas.

Ya que teníamos la documentación y a un comandante dispuesto a llevarnos a la zona de las batallas, partimos en la noche, apresurándonos por una carretera llena de restos quemados de vehículos destruidos en los bombazos suicidas.

Sirte crujía por la tensión. Habíamos llegado después del día más sangriento de combates hasta el momento, en los que 36 combatientes libios habían muerto y más de 150 habían resultado heridos en el empuje más reciente hacia las líneas del Estado Islámico. En conjunto, eran más de 800 los hombres heridos desde el inicio de los combates, dijeron los médicos en un hospital de campo cercano.

En el camino de la playa, donde los casquillos de la artillería llenaban la calle vacía, los combatientes estaban agachados en la berma de la arena. Ocasionalmente se ponían de pie de un salto rociando balas hacia donde estaban los combatientes del Estado Islámico en edificios a más de 183 metros.

La respuesta llegó con un chasquido agudo, luego el zumbido suave de la bala de un francotirador silbando por encima.

Su comandante era Mohamed Ahmed, un hombre preternaturalmente calmado, quien con camiseta y chancletas parecía estar vestido más para la playa que para la línea del frente. Daba órdenes por un “walkie talkie”, después señaló detrás nuestro, hacia un grupo de villas recreativas donde el antiguo dictador de Libia, Moamar Gadafi, albergaba a los dignatarios extranjeros que estaban de visita. Ahora, estaba llena de agujeros de balas y de grafitis.

Drones que volaban en círculos arriba indicaban la presencia de equipos reducidos de fuerzas de operaciones especiales estadounidenses y británicas que, según funcionarios libios, están utilizando tecnología de vigilancia para proporcionar información sobre los blancos a los observadores de la artillería libia y a su puñado de avejentados aviones de combate.

“Les dicen a las fuerzas en tierra dónde empujar y dónde contenerse, y coordinan los ataques aéreos”, explicó Mohamed Benrasali, un político sénior en Misrata.

Eso, hasta ahora, ha sido el grado de la ayuda directa occidental en el campo de batalla, aun cuando los comandantes libios solicitan más asistencia en potencia: municiones, ataques aéreos y suministros médicos.

“Aquí estamos, peleando la guerra de Occidente contra el terrorismo”, comentó Ibrahim Mustafá, un comandante con 29 años de edad, expresando un punto de vista muy común. “Pero aunque Occidente promete ayuda, nunca llega”.

Los funcionarios estadounidenses y sus aliados contrargumentan que deben proceder con cautela, porque les preocupa que esa ayuda pudiera trastocar el delicado equilibrio entre las muchas facciones de Libia y, potencialmente, inflamar un conflicto civil que involucra a un enredado conjunto de otros países.

Por debajo de los drones, la lucha en tierra es un asunto decididamente análogo. Muchos de los milicianos libios son combatientes de medio tiempo, que tienen armamento de décadas de antigüedad. Sus comandantes se mofan de las estimaciones del Pentágono respecto a que el Estado Islámico tiene 6,500 combatientes en Libia; o de la cantidad de 8,000 que dio John Brennan, el director de la CIA, en su comparecencia ante el Congreso estadounidense el 20 de junio. Los libios estiman que no quedan más de 600 combatientes en la ciudad. Sin embargo, pocos dudan de que los combatientes arrinconados del Estado Islámico en el centro de Sirte son un enemigo determinado.

Las esperanzas de Gadafi para una ciudad

Unos cuantos kilómetros detrás de las líneas del frente, el comandante que dirigió el asalto contra Sirte estaba en un cuarto atiborrado, ante un transmisor de radio y una pantalla enorme con un mapa al detalle del campo de batalla, de Google Earth. Era el mes sagrado del Ramadán, así es que la mayoría de sus combatientes no comían en las horas de la luz del día. En la oscuridad de la noche, una vez que se había roto el ayuno, el comandante descansaba en el patio de este pequeño complejo, fumando una pipa de agua, daba la bienvenida a los subordinados que se agachaban sobre los mapas, bebían café dulce y planeaban las acciones para el día siguiente.

El comandante estuvo de acuerdo en que se le entrevistara a condición del anonimato debido al temor de que su familia pudiera ser el blanco de ataques del Estado Islámico. Fue cordial y cauteloso a la vez; repetía con intensidad las quejas populares en cuanto a la falta de apoyo occidental, pero también dejaba en claro que él consideraba cínicas las intenciones occidentales en Libia.

“Estamos mandando a nuestros jóvenes a morir en contra de los terroristas y Europa está jugando futbol”, dijo, refiriéndose al campeonato que hay en este momento.

Si bien el gobierno de unidad goza del fuerte respaldo de Naciones Unidas, Estados Unidos y muchos países europeos, tiene poca autoridad política y, en el terreno en Sirte, poco respeto. En cambio, la mayoría de los combatientes dijo estar peleando en nombre de su ciudad, su brigada o su sangre.

En la línea oriental del frente, cerca del puerto, Mohamed Haima miraba con un par de viejos binoculares militares, que tenían roto un lente, hacia las líneas del Estado Islámico, a unas cuantas millas de distancia.

Los extremistas habían capturado a su hermano, un combatiente llamado Faisal, en el verano, contó. Después supo por un expreso que lo habían torturado y le habían sacado las uñas.

Hace dos meses, unos islamistas telefonearon a Haima para ofrecerle intercambiar a su hermano por otro prisionero. No se hizo ningún trato. Así es que ahora, dijo Haima, estaba peleando para encontrar a su hermano o vengar su muerte.

“Esos terroristas son un cáncer que se tiene que extirpar”, dijo. “Hicieron que mi hermano me llamara para probar que estaba vivo. Lo voy a encontrar por su bien; y por el de nuestra madre”.

Declan Walsh
© 2016 New York Times News Service