Trump loco, Bush feliz

WASHINGTON. Un enorme suspiro de alivio recorrió todo el país. El rey loco pudo atenerse a su libreto el tiempo suficiente para fingir normalidad.

El truculento soberano pudo desprenderse de Twitter, durante una bendita hora, para concentrarse en el apuntador electrónico.

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Pudo salir de su distópica caverna de hombre carnívoro, cuidada por el cancerbero bicéfalo de Stephen Bannon y Stephen Miller, y condenar el odio que él mismo ha atizado por tanto tiempo.

Los opinadores liberales quedaron desconcertados por la impresión de ver al presidente usar su “voz de adentro” y cambiar la porra de la “carnicería estadounidense” por la “antorcha de la verdad, la libertad y la justicia” en su primer discurso ante el Congreso. Por un momento al menos, el coro de chillidos se apagó y se aplacaron las exigencias de que se ponga a Donald Trump en una camisa de fuerza y que se invoque la enmienda 25.

Por fin Trump se dejó moldear y siguió las normas de Washington. Y eso siempre complace a Washington.

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No dejó volar el acostumbrado aluvión de insultos mezquinos en su chiflada y amorosa plática sobre el fatal Vladimir Putin.

Mike Pence y Paul Ryan se veían radiantes detrás del presidente, como los orgullosos padres de un jugador de hockey que logra pasar todo el partido sin visitar la banca de los penales.

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El comentarista liberal de CNN Van Jones fue efusivo al alabar a Trump por su panegírico por Ryan Owens, el miembro de las SEAL de la armada que murió en la primera misión antiterrorista ordenada apresuradamente por el nuevo presidente.

“Él se convirtió en presidente de los Estados Unidos en ese preciso momento, punto”, dictaminó Jones, llamándolo “uno de los momentos más extraordinarios que hayamos visto en la política estadounidense, punto”.

El emperador del caos fue capaz de dominar su conducta y no ponerse en vergüenza durante 60 minutos y 14 segundos, antes de que todos nos quedáramos atrapados una vez más en la extraña y bizarra trama rusa de la presidencia de Trump y de que lanzara otra andanada en Twitter contra Chuck Schummer y Nancy Pelosi por haberse reunido con rusos.

¿Cuál es la moraleja de esta historia?

Que si hablamos como gente de Washington más que como bárbaro que quiere derribar las rejas para entrar, es más probable que nos abran las rejas y nos permitan hacer lo que queramos, por pérfido o alarmante que sea.

Los críticos de Trump resisten en tiempo real, muy conscientes de los peligros. En cambio, el pueblo y la prensa se tardaron en despertar a las demenciales noticias falsas de Dick Cheney que nos llevaron a la guerra en Irak porque el vicepresidente era una incógnita conocida, un actor de Washington con pedigrí en el club de chicos de la capital y con una tranquilizante voz de director de escuela.

En general, Trump disfruta de las conjuras, los chismes y los acuerdos bajo el agua. Pero ahora está frustrado por el arranque tan traqueteado de su presidencia y paranoico ante lo que considera una vasta conspiración del estado profundo.

Cuando echando espumarajos por la boca habla de la multitud que asistió a su toma de posesión, cuando compara a los servicios secretos con la Alemania nazi y llama a la prensa “el enemigo del pueblo estadounidense”, cuando insiste que el negro es blanco y la noche es día e inventa embustes sobre fraudes electorales, las defensas del cuerpo político se ponen en alerta contra el virus de Trump.

Pero cuando él se comporta normalmente, bajamos la guardia.

Es una ilusión óptica. La gente se aterra con Trump el Loco. Pero la mera verdad es que eso facilita defenderse, pues todos podemos ver sus locuras directamente en Twitter.

La gente se siente aliviada con Trump el Calmado. Pero la verdad es que ese es más peligroso pues, si aprende a comportarse de manera más mesurada y encantadora en la superficie, podrá poner una expresión que nos desarme ante políticas arbitrarias o prácticas engañosas.

Si no parece que es un loco dispuesto a desbaratarlo todo, es más fácil que lo desbarate todo.

Recientemente le pregunté a Peter Thiel, magnate de Silicon Valley y asesor de Trump, que si le preocupaba que Trump nombrara jefes de dependencias a personas que quisieran acabar con esas mismas dependencias, respondió que yo había entendido las cosas al revés.

“Si realmente quisieran cambiar las cosas en Washington, ¿a quien habría que nombrar?”, respondió. “Quizá si se nombra a alguien que diga que quiere cerrar toda la dependencia, esa persona tendrá que vérselas con una revuelta de su personal. Y nadie le va a hacer casos a sus órdenes durante tres o cuatro años.

“Así que yo pienso que, en teoría, para cambiar las cosas lo más que se pueda, es mejor nombrar a alguien que no parezca muy controvertido pero que sea capaz de cambiar las cosas.”

Cuando George W. Bush regresó al foro público hace unos días, para promover su nuevo libro de pinturas y relatos, “”, tuvimos una ilustración clara de lo lejos que nos puede llevar la amabilidad.

Cuando Jimmy Fallon le alborotó el pelo a Trump durante la campaña, su acto fue tratado como una atroz violación que hacía ver normal al bárbaro invasor.

Pero cuando Jimmy Kimmel bromeó con W. el jueves en la noche, el público reaccionó con calidez. En comparación con Trump, es como si W. fuera el alma de la decencia y la modestia, camino al monte Rushmore.

¿Realmente importa que sus políticas hayan contribuido al mayor colapso económico desde la gran depresión y al peor error diplomático en la historia de los Estados Unidos?

Cuando Willie Geist le preguntó en “Sunday Today” sobre su decisión de enviar soldados a Irak y Afganistán, Bush respondió sosamente: “No lamento haber enviado soldados al combate; lamento que hayan sido heridos.”

Al comentar el traspiés de los premios Oscar, Kimmel observó que W. “también estuvo implicado en varias meteduras de pata”, mientras este reía.

“Misión cumplida”, respondió W. sonriendo.

Todavía es demasiado pronto para reírnos del lema “Misión cumplida”, especialmente cuando se trafica con los angustiados retratos de veteranos heridos. De hecho, siempre será demasiado pronto para reírse de “Misión cumplida”.

MAUREEN DOWD
© The New York Times 2017