Un mar en la ciudad

Recuerdo cuando mi amiga defeña vio por primera vez el mar. Su primer instinto fue correr hacia las tenues olas hasta terminar con el uniforme empapado. Fue tanta su emoción que yo la seguí; primero, con la duda de si sabía nadar, y después, bajo el mismo efecto de su arranque. 

Todavía hoy muchos sureños desconocen que la ciudad de Tijuana tiene playa. Una playa que también tiene frontera, a pesar de compartir la misma agua. A tan sólo diez minutos del centro de la ciudad está Playas de Tijuana, y es fácil determinar el porqué del nombre de la zona. Enmarcada por una plaza de toros y una variedad de puestos y restaurantes, se encuentra la pequeña y coqueta playa que compartimos las Californias. 

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Siempre uno de mis destinos preferidos, la playa se encuentra dividida por no sólo uno, sino dos divisores: barras de metal y una recién colocada malla ciclónica, muros de seis metros de altura que desde hace veinte años dividen la esperanza y la libertad. Cuando llevo a amigos turistas la pregunta corre: “¿Y por qué no bucean hasta el ‘otro lado’ (nombre tijuanense para EEUU)?”. Si tan sólo fuera tan fácil, les respondo. Del otro lado, en Imperial Beach, se dispersan por la frontera más de 20,000 oficiales que patrullan las 24 horas cada zona de la costa oeste. 

En este pequeño paraíso amurallado podemos ver familias de indocumentados –acompañados de policías americanos–  jugar pelota entre las barras, compartir pláticas e, inclusive, oraciones; es el símbolo exacto de lo que representa la ciudad; mas no es el único de los bellos momentos que acontecen. La marea se extiende a través de la arena y, con ella, muchas parejas se acurrucan cubriéndose del viento. Algunos niños se sumergen en el agua y tiemblan ante el frío por siempre presente. Los cafés se llenan al caer la noche y con ellos la velada se vuelve bohemia. Las pizzas y los mariscos, las botanas y las sonrisas acompañan a aquellos que disfrutan aquellos pequeños placeres de la vida tijuanense.