Una temporada de arrepentimiento para un experto tribal anciano en India

NUEV DELHI ⎯ A los 82 años, el antropólogo T.N. Pandit dedica sus días a las amables ocupaciones de la vejez: la poesía, el círculo de estudio budista, una caminata diaria por el parque. Es raro que alguien le pregunte por los años que pasó con las tribus cazadoras-recolectoras de las islas Andaman. Solo con dificultad puede ubicar un único ejemplar del delgado libro que escribió sobre esa época.

En algún lugar en un cajón, sin embargo, hay fotografías, que captaron a Pandit mientras hacía contacto con algunos de los pueblos más aislados del mundo.

- Publicidad-

En estas fotografías, desteñidas y dobladas por el tiempo, su rostro muestra una expresión de más o menos alegría pura.

Pandit, el hijo de piel pálida de un profesor cachemiro, se estira para pasar un coco a un grupo de hombres jóvenes de piel oscura y desnudos que han vadeado con el agua a la cintura para saludarlo. Está sentado amigablemente al lado de una joven de piel oscura, cuya mano reposa casualmente sobre el muslo de él. Tomas fílmicas de 1974 lo muestran a él ⎯ un brahmán reservado ⎯ bailando exuberantemente con una mujer Jarawa con el pecho desnudo.

Le llevó a Pandit y sus colegas más de dos décadas convencer a las tribus conocidas como Jarawa y Sentinelese de bajar sus arcos y flechas y mezclarse pacíficamente con los colonos indios que los rodeaban. El proceso fue tediosamente lento, e involucró viajes a áreas selváticas remotas para dejar regalos para pueblos que no se dejaban ver. En cada caso, sin embargo, había un emocionante avance.

- Publicidad -

En las islas Andaman de India, estos encuentros ocurrieron dos siglos después de que las poblaciones indígenas en Estados Unidos y Australia habían sido devastadas por las enfermedades y las adicciones, sin dejar dudas sobre los peligros del contacto no regulado. Pandit se encontró con que se le había confiado el futuro de grupos diminutos que se creía habían migrado desde África unos 50,000 años antes, descritos por un equipo de genetistas como “se puede decir los pueblos más enigmáticos de nuestro planeta”. India lo haría mejor, se prometió.

Así que es notable que ahora, cuando ve en retrospectiva el mayor logro de su vida, lo haga con inequívoca tristeza.

- Publicidad -

Pandit llegó a Port Blair, la ciudad capital de la cadena de islas, en 1966. La antropología era un campo tan nuevo en India que cuando se le ofreció un puesto para estudiar en la Universidad de Delhi tuvo que buscar la palabra en el diccionario. Su primero puesto gubernamental llegó como un chasco: las islas Andaman, un archipiélago tan remoto que los británicos lo usaron como colonia penal.

Encontró, para su sorpresa, que el lugar encajaba con él. Su cabeza estaba llena de las frases románticas de A.R. Radcliffe-Brown, un antropólogo británico que estudió las tribus a principios del siglo, describiéndolas como “personas valerosas, valientes y muy inteligentes”. Le consternó encontrar que sus descendientes pedían limosna y eran molestados por los niños locales.

Pero había otras tribus, descubrió, que difícilmente habían cambiado desde los días de Radcliffe-Brown. Un grupo vivía solo en una isla de aproximadamente 30 kilómetros cuadrados llamada North Sentinel y apenas se les había visto. El otro grupo, conocido como los Jarawa, eran arqueros temidos, conocidos por ocultarse en las copas de los árboles y atravesar certeramente con sus flechas a los forasteros que invadieran su territorio. La política gubernamental hacia los Jarawa recaía en la Policía Rural, que estaba armada con rifles y llevaba registros cuidadosos de las víctimas de ambos lados.

Pandit era abiertamente desdeñoso de este enfoque marcial, el cual databa del Raj británico. En 1967, se las ingenió para unirse a una expedición “depositadora de regalos” a la isla North Sentinel, donde la policía dejó cocos y plátanos mientras los miembros de la tribu, conocidos como Sentinelese, permanecían ocultos en el bosque.

“Nos observaban cuidadosamente, y no deben haber estado contentos, porque elevaron sus arcos y flechas”, dijo. “Todo este encuentro fue asombroso, porque aquí estaba el hombre civilizado que enfrenta al hombre primitivo en su estado extremo, viviendo muy sencillamente”.

En 1968, Pandit tuvo un golpe de suerte. Tres adolescentes Jarawa, capturados mientras incursionaban en una aldea, fueron mantenidos en prisión por un mes, así que Pandit tuvo la oportunidad de estudiarlos de cerca. Les mostró aviones y autos. Garrapateó palabras en la lengua de ellos. Después de un mes, los tres jóvenes, cargados con regalos, fueron liberados en el bosque.

Hubo silencio. Luego, seis años más tarde, por razones que Pandit nunca pudo explicar, un grupo de Jarawa lo recibió en la playa con canciones y danzas. Fue de visita, después de eso, cada dos semanas más o menos. Ellos le quitaban la ropa, le picaban los ojos con los dedos, se guardaban sus gafas.

Recuerda estos días, incluso ahora, con una especie de reverencia y placer.

“He visto a una muchacha Jarawa”, dijo. “No puedo olvidar su rostro, aunque fue hace muchos años. Estaba sentada en la lancha observándonos como si fuera la reina Victoria, con tal dignidad y tal aplomo. Mire, entonces me di cuenta de que no se necesitan ropa, adornos y coronas que lo dignifiquen a uno. Lo que surge espontáneamente, su yo interior, uno puede proyectar su personalidad de esa manera”.

La campaña de Pandit funcionó. Para los años 90, los Jarawa se sentían tan cómodos con los forasteros que empezaron a incursionar en los asentamientos vecinos, donde encontraban los alimentos que requerían sin cazar ni recolectar.

Es difícil identificar el momento preciso en que el contacto con los Jarawa llegó a considerarse como un problema. Empezaron a pescar y tejer canastos a cambio de dinero. En ocasiones arrebataban alimentos de puestos del mercado. Fragmentos de video muestran a turistas indios lanzando comida a los Jarawa al lado del camino, ordenando cruelmente a las mujeres que bailaran. Nacieron bebés engendrados por colonos indios con mujeres Jarawa.

Los activistas preocupados por las tribus describían cada vez más las misiones de contacto como una especie de destrucción cultural, que introducían la podredumbre desde dentro. Los gobiernos en Brasil, Perú, Ecuador y Bolivia estaban adoptando políticas de “no contacto”, e India siguió el ejemplo. Las expediciones de dotación de regalos a los Sentinelese se suspendieron en 1996, y la armada india ahora aplica una zona de restricción para mantener alejados a los buscadores de curiosidades.

En 2004, el gobierno central formuló una nueva política hacia los Jawara, con el objetivo primario de protegerlos “de los efectos perjudiciales de la exposición y el contacto con el mundo exterior”.

Pero el proceso de integración, una vez iniciado, fue imposible de frenar, dijo Samir Acharya, un activista ambiental local, con un toque de amargura.

“Ahora se han infectado”, dijo. “Han sido expuestos a una forma de vida moderna que no pueden sostener. Han aprendido a comer arroz y azúcar. Hemos convertido a un pueblo libre en limosneros”.

Al final, Pandit coincide en que los Jawara resultaron dañados al bajar sus arcos y flechas.

“El impacto negativo del contacto estrecho es irremediable, pero es triste”, dijo. “Qué comunidad asombrosa, pero ha visto diluirse su actitud, su autoconfianza, su sentido del propósito, su sentido de supervivencia. Ahora toman el camino fácil. Mendigan las cosas”.

Esto no fue una sorpresa. Él comprendió que su trabajo expondría a las tribus al mundo exterior y que se someterían ávidamente. Su intención, dijo, era controlar el proceso, desacelerarlo lo más posible, para que comprendieran el valor de lo que estaban dejando atrás.

“Con el transcurso del tiempo, estas comunidades desaparecerán”, dijo. “Sus culturas se perderán”.

Pandit viajó por última vez al territorio Jarawa en 2014, en una visita a una hija en Port Blair. Desde entonces, se ha vuelto físicamente más débil y duda que haga el viaje de nuevo. Le quedan las fotografías y sus pensamientos.

“A veces, los veo en mis sueños”, dijo. “Solo estoy con ellos y paso un poco de tiempo. No demasiado. No frecuentemente. Solo de vez en cuando”. Y esas mañanas, dijo, despierta feliz.

Ellen Barry
© 2017 New York Times News Service