Un viaje para buscar votantes en la otra frontera

VAN BUREN, Maine — El dueño de la casa había puesto sus pertenencias en venta como quien se prepara para un viaje. Parecían salidas de una serie de televisión de mediados del siglo pasado: platos de porcelana, botellas de soda, discos de vinilo, fotos de Elvis. Mi esposa y yo recorrimos el garaje donde estaban los anaqueles, imaginando cómo lucirían aquellas cosas en nuestra casa, y por un minuto olvidamos que habíamos viajado a Van Buren, un pueblo de unas dos mil personas en el límite de Estados Unidos con Canadá, para tocar las puertas y animar a votar a sus habitantes indecisos. La oficina demócrata local nos había dado una lista de ciudadanos que habían votado en las elecciones anteriores. Todo lo que debíamos hacer era confirmar que esta vez también iban a hacerlo.

El hombre nos observaba con curiosidad desde el porche. Llevaba un abrigo largo con agujeros, una barba descuidada y su rostro marcado por ojeras proyectaba una sensación de fatiga que no desentonaba con la atmósfera del pueblo: edificios vacíos, casas abandonadas y negocios que se resisten a cerrar. No iba a votar, nos dijo. ¿Por qué? Su novia lo había dejado el 25 de octubre, y no tenía muchas ganas de nada. ¿Era consciente de que esta elección era crucial? Sí. Pero había perdido la fe en la humanidad.

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Mi esposa tachó su nombre en la lista y escribió not voting. “¿Estar deprimido era una buena razón para mantenerse al margen de estas elecciones?”, pensé mientras regresábamos a la calle. ¿Qué haría yo en su lugar?

Soy un peruano residente en Estados Unidos desde hace más de un año y me preocupa la política inmigratoria del próximo gobierno: ¿habrá un muro? ¿Intentarán deportarnos?

El problema resulta un tanto abstracto en Maine, donde nueve de cada diez ciudadanos son blancos, y la cuestión latina parece un asunto que más les compete a estados de la frontera sur. “¿Hay migrantes aquí?”, me preguntan sorprendidos muchos mainers cuando les cuento que soy intérprete de agricultores latinos. Es la paradoja de la comida local: todos hablan de los magníficos ingredientes de esta región pero no de las personas que los ponen en la mesa. Los latinos están en todo el estado —ordeñan vacas, empacan huevos, cosechan manzanas— pero rara vez salen de las granjas. Por muchas razones no quieren llamar la atención.

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El voto favorable a Trump es alto en este estado cuyo gobernador republicano cree que las drogas son un problema importado por negros y latinos.

En el Distrito 1 de Maine, donde vivo y donde están las ciudades más grandes y educadas, los pronósticos dicen que Clinton ganará. Ese Maine moderno y liberal contrasta con el Distrito 2, un sector rural y conservador en el norte del estado, famoso por sus granjas de papas y porque hace muchos años la industria papelera creó un boom temporal que se acabó cuando las fábricas se trasladaron a otros países.

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Ahora las calles de Van Buren, por ejemplo, proyectan una sensación empobrecida y anacrónica similar a La Habana, y te hacen pensar que en cualquier momento John Travolta pasará a tu lado silbando canciones de Grease. El domingo, un tráiler en la entrada del pueblo exhibía el apellido T R U M P con letras de dos metros y daba una idea del clima electoral del lugar.

Un matrimonio vive al frente de esa señal y no entienden por qué muchos vecinos apoyaban a ese candidato. Se preparaban para almorzar cuando llamamos a su puerta. Él había sido militar y había servido en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. El discurso de Trump le recordaba a Hitler. Iba a votar en contra. Ella era ciudadana canadiense. No podía votar pero estaba de acuerdo con su marido. Ambos tenían el acento francocanadiense típico de ese mundo de frontera. ¿Acaso su condición de inmigrantes los volvía más sensibles ante las políticas segregacionistas del líder republicano?

Las chimeneas de las industrias del lado canadiense arrojan un humo envidiable desde la ciudad de Edmundston, cuyos restaurantes, centros comerciales y alamedas describen el progreso que hace falta en el lado americano. Estados Unidos —al menos en esta parte— es el vecino pobre, el México de esta frontera discreta.

Muchos habitantes de Van Buren y otros pueblos cercanos cruzan al norte para trabajar. Un joven que pasaba el rato en Facebook, cobijado en el sofá de su departamento vacío, nos contó que tenía doble nacionalidad. Solía vivir en Canadá pero acababa de perder su trabajo y estaba pasando una temporada en Van Buren hasta conseguir un nuevo empleo. No iba a votar. Su vida estaba al otro lado. ¿Las cosas serían tan sencillas si hubiera una muralla de por medio?

En un pueblo donde el desarrollo parecía haberse detenido hacía medio siglo, “las elecciones más cruciales de los últimos tiempos” no resultaban tan urgentes para muchos de sus vecinos. “Pasen”, gritó una niña de unos diez años desde el interior de un departamento contiguo. Miraba la televisión desde un sillón en el centro de la sala, y tenía los pies sumergidos en una tina de hidromasajes de plástico. Muchos juguetes estaban dispersos en el suelo y flores sintéticas adornaban la mesa. Su madre salió del baño. No iba a votar. ¿Quizá iba a decidirlo en las próximas horas? La mujer sonrió con amabilidad. Lamentablemente, ninguno de los candidatos le gustaba, dijo, como quien desaprueba los productos de una tienda. Ninguna opción le parecía mejor que la otra.

Habíamos conducido seis horas desde casa y ahora mi incertidumbre había aumentado. Los jardines de muchas casas exhibían avisos favorables a Trump, como señales más o menos inequívocas de que votarían por él. Nuestra tarea no consistía en tocar esas puertas. La lista que teníamos correspondía a potenciales votantes demócratas, y para comenzar casi nadie exhibía avisos a favor de Clinton.

Un exmilitar de cabello blanco al que le faltaban todos los dientes confirmó que siempre había votado por los demócratas. Esta vez, sin embargo, estaba con los adversarios. Creía que Clinton iba a abandonar las tropas militares en Medio Oriente, y eso, dijo, era lo peor que podía ocurrirle al país.

¿Estaba de acuerdo con la posición de Trump sobre las mujeres? No tenía importancia para él. El esposo de Clinton había hecho cosas similares siendo presidente en los años noventa.

El día anterior, en otro pueblo cercano, una mujer salió al porche de su casa y cerró la puerta tras de sí para asegurarse de que su marido no la pudiera escuchar. Ella iba a votar por Clinton. Un niño en pijama se asomó a través del vidrio. Ambos padres evitaban hablar de política delante de su hijo, nos contó la mujer, y no sabían cómo él se enteraba de las noticias.

“El otro día me dijo: ‘Mamá, no quiero que Trump sea presidente porque dice que las mujeres son vacas’”, dijo. “Está bien, le respondí, pero papá quizá va a votar por él y todos tienen derecho a tener sus opiniones”. Enseguida bajó la voz, y añadió: “No sé qué voy a hacer con ese hombre”. Los tres nos reímos y nos despedimos. Mientras caminábamos de vuelta a la calle, el niño sacó la cabeza por una ventana y gritó: “Hillary hasta el final”.

Parecía divertido pero también daba miedo. Las discusiones que los estadounidenses iban a tener en la comodidad de sus hogares durante las próximas horas tendrían consecuencias planetarias.

Marco Avilés es escritor y periodista peruano, autor de “De dónde venimos los cholos”.