Un vibrante centro judío en ese entonces. Ahora, un foco culinario

Una húmeda noche de un viernes en el lado sur de Dublín, cerca del socorrido y fuera de moda Leonard’s Corner del vecindario de Portobello, ocho carriles de tráfico se entrecruzaban cerca de una tienda de ultramarinos halal, de negocios de comida para llevar, de la iluminación fluorescente de la lavandería Washers Laundry y de Bastible, un moderno restaurante irlandés inaugurado hace un año.

Dentro del restaurante, tres chefs de pies firmes liderados por Barry FitzGerald, que también es uno de los dueños, trabajaban en una cocina abierta, sacando platos aventureros que conllevaban trabajo de preparación tras bambalinas, incluyendo salmueras de la casa, curados y fermentación. Delgadas rodajas finas de sabroso colinabo en salmuera de la casa envueltas en dulce cangrejo de Kilkeel; “tostadas con manteca de res” con la frescura de un barquillo, y la rica untuosidad del tuétano acompañado de carne tártara de venado coronada con virutas de yema de huevo curada.

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Portobello, un vecindario que siempre está en evolución, ha sido llamado Barrio Jerusalén por su otrora vibrante comunidad judía.

“En la década de 1880 hasta la de 1940, la mayoría de la población judía vivía en Portobello”, dice Yvonne Altman O’Connor, directora y vicepresidenta del Museo Judío Irlandés, que está ubicado en una ex sinagoga del vecindario. El número de residentes judíos de Dublín alcanzó su clímax en el año 1946 con aproximadamente 3,500 personas, antes de caer actualmente a menos de la mitad, según la Oficina Central de Estadísticas de Irlanda.

Durante el último par de años, ambiciosos chefs y empresarios independientes como FitzGerald, quien se formó con el aclamado chef británico Fergus Henderson antes de manejar la cocina de Harwood Arms, el único pub de Londres con estrella Michelin, han acudido por montones a este vecindario todavía resuelto que bordea al Gran Canal. El enclave ha emergido como el foco culinario más reciente de la ciudad, marcado por la experimentación y sabores internacionales.

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“El área se presta a proyectos nuevos e innovadores porque no está muy aburguesada”, dice Kate Farnon, gerenta de proyecto de Eatyard, un nuevo mercado del vecindario de comida callejera al aire libre. “Hay espacios abandonados para escoger, y los alquileres siguen siendo bajos”, señala.

Hace tres años, un tercio de las vidrieras se alojaba en South Richmond Street, una de las calles principales del vecindario, dice Lily Ramírez Foran, quien junto con su esposo Alan Foran abrió en ese entonces Picado Mexican, su estilosa y colorida tienda de comestibles y lugar de cocina mexicana. “Estaba muy venido abajo, y muy poca gente quería probar en el área”, señala Ramírez Foran. “Pero era lo único que podíamos pagar”, explica.

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Una noche fría de un sábado reciente, seis participantes del taller de enchiladas de Picado se apiñaron alrededor de Ramírez Foran, tomando turnos para quitar semillas y tostar chile guajillo seco mientras salpicaba instrucciones con animadas anécdotas de su infancia en Monterrey, México. Ahí cerca, estantes abiertos mostraban ingredientes, incluyendo tortillas de maíz, harina de masa y tomatillos enlatados (los tomatillos frescos, cultivados para ella por un agricultor situado a 130 kilómetros, en el Condado de Wexford, se habían agotado).

Ramírez Foran dice que un efecto dominó ocurrió en la calle. Fue testigo de cómo Russell Wilde y David O’Byrne, quienes habían operado restaurantes en algunos de los vecindarios más lujosos de Dublín, se apoderaron del tapiado comedor de al lado y lo reinauguraron en diciembre de 2015 como el hermoso restaurante Richmond. En una visita reciente al lugar, la ambiciosa cocina de O’Byrne (irlandesa moderna con influencia francesa e italiana) incluyó tierna carne prensada de pata de venado servida con jugo de enebro con sabor a madera.

El último éxito culinario de South Richmond Street es Eatyard, que está abierto de jueves a domingo y que tiene nueve vendedores de alimentos y bebidas. En una visita en abril, las ofertas incluyeron panes al vapor con panza de cerdo, naan recién hecho y más, servidos desde una variedad de sitios que incluyeron contenedores grandes de carga y un viejo camión postal en un lote de 2,286 metros cuadrados que había estado vacío durante más de una década junto a Bernard Shaw, un pub raro. Nirvana (rock de la vieja guardia para la clientela milenaria que se arremolinaba) sonaba a todo volumen en las bocinas, mientras que una sensación de afabilidad y un olor a carne asada llenaban el aire.

A menos de 100 metros de distancia, la panadería Bretzel Bakery, una reliquia del apogeo judío de Portobello, ha estado en el mismo edificio de la esquina desde finales del siglo XIX y todavía hornea su challah con la receta original. William Despard, el dueño de Bretzel, añadió una cafetería en 2014 con un puñado de mesas de madera blanca y un menú chico que ofrece sándwiches como su especial de pastrami con queso Gruyère y mermelada de cebolla dulce sobre pan fermentado tostado.

“Los únicos restaurantes que solían estar en Portobello eran el tipo de lugares donde uno termina para bajarse la borrachera”, dice Despard, un viejo residente del vecindario. “Ahora, estos nuevos negocios de comida son interesantes, honestos y sus dueños son independientes. Han hecho que Portobello sea un lugar de moda para comer”, agrega.

Ratha Tep
© 2017 New York Times News Service