Viviendo en la oscuridad, pero manteniendo la esperanza en Liberia

SAYON TOWN, Liberia ⎯ Por primera vez en 26 años, la electricidad llegó a la modesta casa de Hayes Lewis en este abarrotado suburbio de Monrovia.

Al día siguiente, Lewis salió y compró un televisor, un ventilador y una bombilla eléctrica. Las compras le costaron 250 dólares, alrededor de una cuarta del ingreso de un año para este multiusos de 62 años de edad.

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Pero era dinero que Lewis estaba anhelando gastar. Recuerda la época en 1990 en que las fuerzas del cacique Prince Johnson se apoderaron del área y en los combates quedó destruida la cercana planta hidroeléctrica de Mount Coffee, cortando la electricidad; o, como le llaman los liberianos, la “corriente”.

“Tener corriente, eso no es poca cosa”, dijo en inglés liberiano, haciendo un gesto orgullosamente hacia la bombilla eléctrica de su recámara.

Excepto que la bombilla estaba apagada, el ventilador estaba inmóvil y la pantalla del televisor estaba en negro porque la electricidad, después de su muy pregonado regreso, se había ido de nuevo.

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El Día de Año Nuevo, un ladrón que trataba de robar el alambre de cobre de uno de los postes de luz en la recientemente reabierta Planta Hidroeléctrica de Mount Coffee se había electrocutado, provocando el apagón en enormes zonas del sistema.

Cinco días después, Lewis de nuevo no tenía corriente.

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Le pregunté qué iba a hacer. Encogiéndose de hombros, Lewis caminó fatigosamente hacia el exterior y puso un gran objeto rectangular sobre la mesa. “Usaré la linterna china”, dijo, resignadamente.

Después de 26 años, la ironía de la situación lo rebasaba. Supuestamente tenía corriente, pero seguía usando la misma linterna de baterías que le había servido durante las dos últimas décadas.

Pero todo eso es normal para la trayectoria de este país que, 13 años después de que terminó la guerra civil, sigue tratando de recomponer las piezas que la guerra dispersó. Catorce años de guerra cobraron 200,000 vidas y arrasaron con Liberia, produciendo generales que realizaban sacrificios rituales de niños antes de ir a la batalla, desnudos salvo por los zapatos y una pistola.

Para cuando la guerra finalmente terminó en 2003 y Charles Taylor fue escoltado fuera del país, para eventualmente enfrentar una sentencia por crímenes de guerra, la nación era un cascarón. Las escuelas estaban destrozadas. Los que representaban a una especie de clase media habían huido. La infraestructura estaba destruida.

Y la corriente se había ido, llevándose con ella el agua corriente, las farolas de las calles y los simples supuestos de la vida cotidiana, entre ellos entrar en casa y encender las luces, o abrir el refrigerador y sacar un vaso de agua frío. El centro de Monrovia de noche parecía medieval; la velas en los escaparates proyectaban su tenue luz sobre los listones de agua residual que corría por las zanjas.

Los liberianos, como han hecho durante décadas, simplemente se adaptaron. Adquirieron baterías Tiger, la alternativa de bajo costo a los costosos generadores, y los usaron para conectar sus teléfonos celulares. Esos teléfonos celulares que luego usaban para iluminar su camino de noche, mientras se desplazaban por los oscuros caminos rurales y calles urbanas.

Compraban las llamadas linternas chinas cada dos o tres días. En Liberia, la frase “linterna china” no aplica a las luces rojas y doradas cubiertas de seda y satín que la gente cuelga en el Año Nuevo Chino. Más bien, es una fea lámpara cuadrada o rectangular operada por baterías, del tipo de las que se usarían en un campamento de noche.

Incluso los liberianos más ricos ⎯ aquellos con acceso a generadores ⎯ aún cuidan la electricidad como si se las fueran a robar.

Si uno entra en la casa del liberiano promedio durante el día, no encontrará ninguna luz encendida, ya no digamos aires acondicionados, ventiladores, televisores, radios o refrigeradores.

De hecho, la mayoría de los liberianos con generadores no tienen refrigeradores; tienen un congelador que conectan durante unas horas por la noche, lo suficiente para mantenerlo frío. Luego lo desconectan y mantienen la puerta cerrada, en ocasiones hasta por dos días, hasta que deciden que necesita otras cuatro horas de recarga.

Cuando la presidenta Ellen Johnson Sirleaf llegó a la planta de Mount Coffee un viernes de diciembre para accionar el interruptor que oficialmente indicaba la reapertura de la planta, hubo mucho alboroto aquí.

Flanqueada por Linda Thomas-Greenfield, la secretaria de estado asistente para asuntos africanos del gobierno del presidente Barack Obama, Sirleaf estaba visiblemente exultante, en gran parte porque, conforme se acerca al final de su mandato, finalmente estaba cumpliendo una de sus primeras promesas de 2006 de que pondría a funcionar de nuevo la planta de Mount Coffee.

Estados Unidos, Alemania, Noruega y el Banco de Inversión Europeo contribuyeron al proyecto de 357 millones de dólares, que fue retrasado tras el brote del ébola en 2014. Finalmente, el verano pasado, barrios como el de Lewis empezaron a ser conectados a la red, en anticipación a la reapertura de la planta hidroeléctrica en diciembre.

Pero el proceso es lento.

En Sayon Town, Mark Laffor, de 30 años, estaba vendiendo sus DVD en su diminuto puesto, usando la energía del mismo pequeño generador que ha estado usando durante años. Se suponía que iba a ser una de las personas que se beneficiarían cuando regresara la electricidad suministrada por Mount Coffee, con su precio mucho más bajo. Pero dijo que su corriente duró solo un par de días antes de irse.

“Estábamos teniendo corriente pero dijeron que el poste quedó destruido”, dijo, sacudiendo la cabeza con frustración.

Hedrick Walker, de 24 años, es dueño de una tienda en Sayon Town que vende “yama yama”: agua, pastelillos, Spam, Coca-Cola y productos similares. Dijo que su vida y la de la localidad habían cambiado ahora que Mount Coffee estaba de regreso.

“Todo está más animado ahora”, dijo. “Yo cerraba a las 6 de la tarde” cuando se mete el sol. “Ahora”, dijo orgullosamente, “mantengo abierto hasta las 11 de la noche”; al menos en las noches en que hay electricidad.

A pocos kilómetros de distancia, en Raymond Camp, justo afuera de la planta de Mount Coffee, Fatu Quay, de 32 años de edad, sentada ante una mesa en su casa que también funge como tienda, dijo que estaba sopesando sus opciones con la electricidad en Liberia. Gastó 15 dólares en diciembre para comprar electricidad cuando la planta eléctrica empezó a funcionar, y se sintió complacida de ver que dos semanas después seguía teniendo dinero en su cuenta.

“Pero luego la corriente se fue”, dijo, sonriendo.

Rápidamente regresó al costoso generador que, por unos 300 dólares al mes, le ha proveído de electricidad en las noches, y añadió que no tiene planes de deshacerse pronto de él.

Como la mayoría de los liberianos, dijo que no usaba la electricidad durante el día. Pero espera que la electricidad más barata suministrada por Mount Coffee regrese antes de que su tía llegue de visita en febrero.

“Viene de Estados Unidos”, dijo Quay, “así que tendré que encender la corriente de día para hacer funcionar el ventilador para ella”.

Helene Cooper
© 2017 New York Times News Service