
Hace más de un año, participé en un foro internacional de izquierdas, organizado por el Partido del Trabajo, en la Ciudad de México, donde convergieron pensadores y militantes socialistas y comunistas de Asia, Europa, África y Sudamérica. Fue un espacio potente de reflexión y encuentro entre corrientes del pensamiento crítico que resisten, cada una desde su trinchera, las formas múltiples del capitalismo global. En medio de este mosaico político y cultural, se dieron también momentos de disenso profundo.
Una compañera de Perú tomó la palabra para denunciar, con justa indignación, la violencia sexual y los asesinatos cometidos contra mujeres durante la guerra entre Rusia y Ucrania. Sus palabras evocaban el dolor de tantas víctimas invisibilizadas por la historia oficial: mujeres abusadas, asesinadas, utilizadas como botín de guerra en conflictos que deshumanizan a todos.
Durante el intermedio, me acerqué a ella con una pregunta sencilla, pero cargada de implicaciones: ¿por qué no denunciar también la muerte de miles de adolescentes varones que eran reclutados como soldados por ambos bandos? ¿Por qué no cuestionar la maquinaria de guerra que transforma a jóvenes en carne de cañón, condenándolos a matar o morir sin haber vivido?
No fue bien recibido. Ella, junto con un grupo de feministas internacionales, se enfurecieron. No por la pregunta en sí, sino por lo que implicaba: descentrar, aunque fuera un momento, la narrativa de género como eje exclusivo del análisis.

Afortunadamente, otras voces, de hombres y mujeres, ahí presentes se alzaron para defender la validez de mi planteamiento. No se trataba de competir por quién sufre más, sino de reconocer que la guerra es la negación radical de toda dignidad humana, y que sus víctimas no caben en una sola categoría identitaria.
Al final de la discusión, las feministas molestas dijeron que los hombres morían en esas guerras no por ser hombres, sino por culpa del sistema capitalista globalizado y su disputa de los recursos naturales. Y, en parte, tenían razón. Pero también se equivocaban. Porque la selección de quién mata y quién muere en el frente de batalla no es neutra al género. En los pueblos arrasados en la guerra, en las calles convertidas en trincheras, los soldados adolescentes son reclutados por su cuerpo: por ser hombres o, dicho con mayor exactitud, por ser del sexo masculino. Por haber cruzado la pubertad cargados de testosterona que los hace más aptos para la batalla. Por tener, según los cálculos militares, mayor masa muscular, mayor velocidad, capacidad de carga, resistencia.
En la guerra, la igualdad estorba. Se convierte en una ficción inútil. No importa el lenguaje inclusivo ni las cuotas: en el momento de disparar, de correr bajo fuego enemigo, de cargar municiones por calles llenas de escombros, los segundos para moverse más rápido y los kilos de carga son la diferencia entre vivir o matar. El sexo se vuelve una cuestión de vida o muerte por la capacidad generalizada de fuerza y velocidad mayor en los hombres. Por eso, aunque haya casos de mujeres en el combate —que existen y son valientes—, la inmensa mayoría de quienes mueren en el frente son hombres jóvenes. No porque valga menos su vida, ni por el capitalismo global, sino porque son soldados en el frente ya que se espera mayor eficiencia y eficacia para matar.
Esto no es una apología del esencialismo biológico. Es una constatación material de cómo el sistema patriarcal y militarista instrumentaliza el cuerpo masculino como herramienta de guerra, así como ha instrumentalizado el cuerpo femenino como botín, como objeto, como símbolo de conquista.
Ambos cuerpos, de manera distinta, son utilizados. Ambos sufren. Ambos son descartables.
Y aquí es donde la ideología de género —cuando se absolutiza— se vuelve insuficiente. Porque la verdadera superación de estas formas de violencia no vendrá solo del reconocimiento de las diferencias, sino de una ética que trascienda las categorías y devuelva a cada ser humano su dignidad radical.
Esa ética es el humanismo.
Un humanismo que no niega las diferencias, pero tampoco las fetichiza. Que no pretende borrar las injusticias particulares, pero que entiende que toda opresión concreta es expresión de un sistema general de deshumanización. El humanismo no es una neutralidad tibia, sino una toma de partido profunda: por la vida, por la libertad, por la justicia. No importa si eres mujer violada o varón en el frente de batalla cuya expectativa de vida es de apenas unos minutos; no importa tu creencia, color, identidad u orientación. Para el humanismo, tu vida tiene el mismo valor.

Solo desde una visión humanista podremos construir una política que no repita los errores del pasado, donde la lucha por la justicia termine replicando jerarquías, omisiones o exclusiones. La izquierda no puede dividir la dignidad en cuotas. Si queremos realmente una transformación radical del mundo, debemos ser capaces de llorar por las niñas esclavizadas y por los niños abusados. De condenar la explotación del cuerpo femenino y la instrumentalización del cuerpo masculino. De ver en cada víctima no una categoría, sino un ser humano, un dolor legítimo y una vida que merece ser protegida.
Porque, al final, no es el género el que determina la violencia, sino el sistema que convierte a los cuerpos en armas, en monedas, en recursos o en desechos.
Ese día, en aquel foro, entendí con mayor claridad que la tarea emancipadora no es de uno u otro movimiento, sino de una causa más grande: la causa de la humanidad.
El próximo lunes 5 de mayo continuaré la segunda parte de esta reflexión, con una crítica más profunda al feminismo que ha sido absorbido por el poder. ¿Qué pasa cuando la paridad se convierte en privilegio, y las estructuras de dominación permanecen intactas?
La tercera parte será el viernes 9 de mayo, y versará sobre la igualdad sustantiva para comprender la reforma de “Paridad en Todo”, un ciclo constitucional 2019 que concluye el 2030 como primera vuelta completa del cambio de paradigma. Así podremos vislumbrar con claridad el género más probable para las postulaciones de las 16 gubernaturas y las ciudades más importantes del país el año 2027.