A los 100 años, mantiene vida una tradición de tatuajes filipina

BUSCALAN, Filipinas ⎯ Despierta cada mañana al amanecer y mezcla una tinta hecha de hollín de pino y agua. Inserta una espina de un árbol de cítricos en un junco, se sienta en un banco pequeño y, doblada como un grillo, realiza a mano tatuajes en la espalda, muñecas y pecho de las personas que acuden a verla desde lugares tan lejanos como México y Eslovenia.

La mujer, María Fang-od Oggay, terminará 14 tatuajes antes del almuerzo; no un mal día de trabajo para alguien que se dice tiene 100 años de edad. Además, ella sola ha mantenido viva una antigua tradición y, en el proceso, ha transformado a esta remota aldea en la cima de una montaña en la meca de turistas que buscan la aventura y una parte de la historia en su piel.

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Buscalan, con 742 habitantes, está a 1.6 kilómetros de ascenso desde el camino de terracería más cercano a través de un bosque neblinoso y centenarios arrozales en terrazas. Las chozas sobre pilotes están hechas de madera y techos de paja o de estaño galvanizado y bloques de concreto. Los cerdos negros y las gallinas merodean por los estrechos senderos de piedra y tierra.

Fang-od, también llamada Whang-od, es una artista de los tatuajes rituales de la tribu Butbut del grupo étnico Kalinga en el norte de Filipinas.

Cuando llegaron los españoles en 1521, los tatuajes estaban extendidos en todas las islas que eventualmente se convertirían en Filipinas. A lo largo de siglos, desalentada por las potencias coloniales y las doctrinas católicas, la tradición se desvaneció.

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Los Kalinga, en las montañas inaccesibles conocidas como la Cordillera Central, protegieron ferozmente sus aldeas de los forasteros y se aferraron a sus costumbres. Pero para mediados del siglo XX, incluso su práctica de los tatuajes se estaba perdiendo en la historia.

Fang-od pertenece a la última generación que porta un conjunto completo de tatuajes tradicionales y es una de los pocos que recuerdan como se hacían.

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Se disponía a morir en la oscuridad hasta que un antropólogo estadounidense, Lars Krutak, la incluyó en su serie documental de 2009, “Tattoo Hunter”. Hoy, está en el centro de una avalancha de visitantes que esperan recibir un tatuaje de una mujer que parece ella misma un artefacto de otra época.

Antes del documental, si Buscalan era conocido por algo, era por cultivar mariguana. Los ocasionales excursionistas que pasaban por ahí para comprar aceite de hachís se han convertido desde entonces en una multitud de turistas del tatuaje.

El turismo en la provincia de Kalinga, donde Buscalan es el destino más popular, ha aumentado más de cinco veces, desde unos 30,000 en 2010 a casi 170,000 en 2016.

La mayoría acude a ver a Fang-od. Toman un número y esperan a ser tatuados por ella, mientras otros se conforman con un tatuaje de sus sobrinas nietas, quienes han empezado a asumir la tradición.

“Me sorprendí”, dijo Fang-od de las muchas personas que han acudido a verla.

Fang-od es delgada y está encorvada, pero es fuerte gracias a una vida de cultivar las laderas en terrazas de Buscalan. No tiene dientes pero usa una brillante dentadura, y es rápida para reír y contar chistes. Su grueso cabello gris está retorcido en torno de una banda de cuentas de piedra color ocre, y sus muñecas están cubiertas de brazaletes.

A lo largo de sus clavículas, y desde sus omóplatos hasta el dorso de sus manos, tiene tatuados patrones geométricos desteñidos de piel de serpiente, pitones y orugas, los símbolos Kalinga de la protección, la fuerza y la orientación. Tiene pequeños tatuajes entre las arrugas de su barbilla y su frente. Nunca se casó, pero apenas legibles en sus muñecas están los nombres de algunos de sus novios: Bananao, Basongit, Francis.

Fang-od nació antes de que la tribu llevara registros de nacimiento, pero su familia estima que cumplió 100 años en febrero.

Hace un siglo, los tatuajes para las mujeres Kalinga eran decorativos. Representaban belleza y estatus.

Los hombres Kalinga se ganaban los tatuajes a través de actos de valentía, notablemente a través de la ritual cacería de cabezas.

Un muchacho podía ganarse su primer tatuaje caminando detrás de otro aldeano incauto y clavándole la lanza en una nalga, infligiéndole una herida abierta, antes de conseguir que lo unieran a las expediciones de cacería de cabezas.

El combate mano a mano con una lanza, un escudo y un hacha específicamente para cortar cabezas hacía merecedor de los tatuajes en el pecho para los más valientes. Los guerreros que mataban a más de 10 hombres ganaban tatuajes simétricos que cubrían el torso y hacían un arco hacia la parte superior de los brazos.

En los años 30, el gobierno nacional, entonces administrado por Estados Unidos, empezó a suprimir los tatuajes trofeo, y las mujeres empezaron a cubrir la parte superior de sus cuerpos. La cacería de cabezas pasó de ser un acto de valor a un delito.

Se les decía a los estudiantes que asistieran a la escuela con mangas largas para cubrir sus tatuajes. Los misioneros y maestros decían a los Kalinga que sus marcas eran bárbaras, les impedirían conseguir empleo y los identificaban como criminales.

Pero los valores cambiantes están cambiando de nuevo a Buscalan.

En un domingo reciente, Conradine King-Gonzalo, una empresaria de 27 años de edad, viajó 13 horas en autobús desde Manila para recibir un tatuaje de Fang-od.

“Ella es una leyenda”, dijo King-Gonzalo. Este era su segundo viaje. La primera vez, Fang-od no estaba, así que fue con una de sus sobrinas nietas. “No me detendré hasta tener un tatuaje de Apo”, dijo, refiriéndose a Fang-od usando la palabra Kalinga para abuela.

Paulo Vega, de 29 años y un artista del tatuaje australiano residente en Praga, veía su viaje como una peregrinación. Vino a fotografiar su pistola de tatuajes eléctrica al lado de las herramientas sencillas de Fang-od. “Es mucho más especial recibir un tatuaje de ella en comparación con entrar en un salón y recibir uno de mí”, dijo, mientras observaba a Fang-od tatuar a un turista con golpecitos rápidos y precisos. “Hay mucha más alma en ello”.

Buscalan tiene nuevas casas de huéspedes, un restaurante y pequeñas tiendas que venden productos enlatados y recuerdos. Los hombre trabajan como guías y porteros, comunicándose con intercomunicadores portátiles.

El turismo ha enriquecido a la aldea, permitiéndole pavimentar algunos senderos y cambiar algunos techos de paja por estaño. Los familiares de Fang-od, que no tenían ningún búfalo acuático, ahora poseen 50. Incluso el herrero, que vende machetes a los turistas, ha podido comprar dos búfalos acuáticos.

Pero la atención ha sido una bendición a medias.

La basura se ha convertido en un problema y, en una aldea con solo unas 150 casas, hay poco espacio para dar cabida a los turistas. La tradición Kalinga de atender a todos los visitantes, generosamente y sin pago, ha desaparecido. Los turistas ignoran el toque de queda y vagan por ahí en pantaloncillos inmodestamente cortos.

“Es un honor para nosotros que la gente venga aquí por nuestras tradiciones”, dijo Anyu Baydon, de 26 años de edad, una nativa de Buscalan que trabaja como voluntaria en la escuela primaria, pero desearía que los turistas se comportaran mejor. Los niños Butbut, dijo, están siendo influenciados por los estilos y modales de los forasteros.

Analyn Palicas, de 29 años de edad y también de Buscalan, dice que pese a una antigua prohibición sobre el alcohol, la gente trae ginebra y ron, molestando a los mayores, y que algunos traen metanfetaminas para cambiar por mariguana.

El mayor problema, dijo, es que los jóvenes de Buscalan han dejado la escuela y se han vuelto “adictos a servir de guías”, dependiendo del dinero fácil. “Fang-od no va a vivir para siempre”, dijo.

Sin embargo, el éxito de Fang-od ha inspirado a una generación más joven para aprender la tradición.

Uno de ellos es Den-den Wigan, de 22 años de edad, de la aldea vecina de Ngibat, quien es descendiente del hombre que tatuó a Fang-od. Él aprendió el arte de ella y ahora realiza tatuajes en una galería de arte en las afueras de Manila.

“Quiero continuar la tradición que dejó mi abuelo”, dijo. “Para que no desaparezca de nuestra cultura”.

Falta por ver si los turistas seguirán ascendiendo a la montaña hasta Buscalan después de que Fang-od se haya ido.

La aldea depende de ella, dice, y le preocupa que cuando ella muera su gente pase hambre.

“Son demasiado flojos para trabajar en los campos”, dijo.

Hace cinco años, eligió un lugar justo arriba de su casa donde quiere ser enterrada y mandó hacer una cripta.

Por ahora, está usándola para almacenar botellas de ginebra vacías y su molino de café. Cuando muera, dijo, los tatuajes son lo único que se llevará con ella.

Aurora Almendral
© 2017 New York Times News Service