África pone en vilo a la Corte Penal Internacional

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La deserción de los países africanos de la Corte Penal Internacional (CPI) sigue en marcha. Tan sólo en octubre tres anunciaron su retirada: Burundi, Gambia y Sudáfrica.

Namibia lo hizo a principios de 2016 y, desde 2013, Kenia aprobó una moción para abandonarla. Otros cuatro – Chad, Costa de Marfil, República Democrática del Congo y República Centroafricana– sopesan la misma medida.

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De hecho, en la vigésimo sexta reunión de la Unión Africana (UA) celebrada en enero de este año en Etiopía, el presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, propuso una retirada colectiva de los 34 Estados africanos que han firmado el Estatuto de Roma, la carta fundacional de la CPI. Kenyatta argumentó que los líderes del continente ya tenían bastante con las amenazas terroristas, los retos económicos y los procesos de paz, como para tener que enfrentar “juicios politizados e infundados de la CPI”.

El gobierno de Namibia alegó que “la Corte se financia en un 70% de la Unión Europea y se ha convertido en un instrumento de presión política y desestabilización contra los países pobres de África”.

Y el de Gambia de plano acusó que “la Corte es blanca y está pensada para hostigar y humillar a la gente de color, en particular a los africanos”.

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Más parca, Sudáfrica se limitó a decir que las disposiciones de la CPI entraban en conflicto con su propia Constitución y, particularmente, con su Ley de Inmunidad.

Pretoria se refería al desencuentro que tuvo con la Corte en junio de 2015, durante la 25ª cumbre de la UA celebrada en Johannesburgo, cuando desacató una orden de su propio Tribunal Superior de Justicia para detener al presidente de Sudán, Hassan al-Bashir, sobre quien pesan dos órdenes de detención internacionales por siete cargos de crímenes de guerra y contra la humanidad, y tres más por genocidio en la provincia de Darfur.

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El presidente sudafricano Jacob Zuma, envuelto en sus propios escándalos de corrupción, prefirió no enemistarse con sus pares del continente y dejó ir a al-Bashir en lugar de detenerlo y extraditarlo a La Haya. Adujo que la detención pondría en riesgo su papel como árbitro regional, pero para Amnistía Internacional simplemente “privilegió la inmunidad sobre la impunidad”.

No es el único fracaso que ha sufrido la CPI en África. En 2014 la nueva fiscal jefe, Fatou Bensouda, decidió suspender sus investigaciones sobre Darfur “por falta de apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU”. Y ese mismo año también tuvo que desestimar la causa abierta por su antecesor, Luis Moreno Ocampo, contra el presidente Kenyatta y el vicepresidente William Ruto, de Kenia, por la violencia étnica posterior a las elecciones de 2007, que derivó en la muerte de un millar de civiles y el desplazamiento de casi medio millón. La fiscal dijo no contar con testigos debido a las amenazas y sobornos de las autoridades kenianas.

Originaria de Gambia, Bensouda, quien fue ministra de Justicia después de que Yahya Jammeh tomara el poder en 1994 mediante un golpe de Estado, tuvo ahora también que enfrentar la deserción de su país de la CPI, poco después de que su presidente fracasara en el intento de que se investigue a la Unión Europea por la muerte de miles de migrantes africanos en el Mediterráneo.

Ante los constantes reclamos de que la justicia internacional no es paritaria y se centra en África, Bensouda ha argumentado que “la fiscalía no alienta los conflictos, sino sólo cumple con su obligación”. Pero ya con el fiscal Moreno Ocampo se empezó a hablar de una “africanización” de la Corte, porque de los casi tres mil casos que se habían sometido a su jurisdicción desde su entrada en vigor en 2002, sólo cinco estaban abiertos y todos en África: República Democrática del Congo, Uganda, República Centroafricana, Sudán (Darfur) y Kenia. Luego se agregarían Libia, Costa de Marfil y Malí.

Así, cuando en junio de 2011 la Corte emitió órdenes de detención en contra de Muamar Gadafi y algunos de sus allegados, la UA, que buscaba una salida negociada al conflicto libio, exhortó a sus 53 Estados miembros a ignorarlas “porque complican seriamente nuestros esfuerzos”. Su entonces presidente, Jean Ping, calificó además a la CPI de “discriminatoria”, ya que “sólo persigue los crímenes en África, al tiempo que ignora los cometidos por las potencias occidentales en lugares como Afganistán, Irak y Pakistán”.

Este sentir de los africanos ha sido compartido por otros países y organizaciones independientes de derechos humanos que se preguntan por qué otros sitios donde se han cometido violaciones flagrantes al derecho internacional humanitario no tienen expedientes abiertos, pese a que se han presentado reiteradas denuncias y pruebas en su contra.

Sólo un puñado está en la etapa de los llamados “estudios preliminares”: Afganistán, Burundi, Colombia, Gabón, Guinea, Irak/Reino Unido, Nigeria, Palestina, La Unión de las Comoras-Grecia-Camboya (juntas, por el ataqué israelí a buques bajo su jurisdicción territorial cargados con ayuda humanitaria para Gaza) y Ucrania. Esta lista abarca otros continentes; pero, otra vez, cuatro de las diez naciones son africanas.

Nadie dice que los crímenes humanitarios cometidos en África no deban ser sometidos a juicio. La pregunta es por qué otras violaciones a la ley internacional no están también ya bajo proceso. Desde luego hay niveles de poder y presiones políticas, pero la misma conformación de origen de la Corte le impide actuar con la paridad que fuera deseable.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y tras los tribunales de Nuremberg y Tokio, siempre persitió la convicción de que era necesario crear una instancia permanente que juzgara los crímenes contra el derecho internacional. Sin embargo tuvieron que pasar 50 años de debates jurídicos, políticos y académicos para que esto cobrara realidad.

Después de los genocidios de Yugoslavia y Ruanda para los que se crearon tribunales especiales (más tarde se crearían otros dos para Sierra Leona y Camboya), finalmente en julio de 1998 se reunió en Roma la “Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios de Naciones Unidas sobre el establecimiento de una Corte Penal Internacional”.

Al inicio, sólo 60 Estados ratificaron su estatuto y luego, gradualmente, se fueron adhiriendo otros hasta sumar los 124 que son hoy. Sin embargo muchos no lo han ratificado, como Estados Unidos, China y Rusia (todos miembros del Consejo de Seguridad de la ONU), o Cuba, Nicaragua, India, Irak, Israel, Uzbekistán y Zimbabue, sólo por citar algunos.

Oficialmente, la CPI funciona como un organismo autónomo de cualquier poder o Estado y no pertenece al sistema de Naciones Unidas. Los hechos que puede conocer son el genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión. Sin embargo, sus limitaciones surgen donde empieza la normatividad.

La Corte sólo actúa cuando un Estado no puede o no quiere juzgar un caso de su competencia, pero ese Estado debe ser signatario del Estatuto de Roma. Al momento de su comisión, el crimen debe estar tipificado y los cargos no son retroactivos.

No se juzga a personas jurídicas, sino a individuos, y siempre que sean mayores de edad al cometer el crimen. Todos los indiciados son iguales ante la Corte; su responsabilidad no se exime por el cumplimiento de un cargo y los delitos no prescriben.

Las investigaciones se abren por la remisión del caso a la CPI por parte de un Estado miembro o a solicitud del Consejo de Seguridad de la ONU. La denuncia también puede ser presentada de oficio por el fiscal jefe de la Corte. Iniciado el proceso, la CPI podrá pactar con los Estados formas de cooperación, investigación o cumplimiento de condenas. Emitida la sentencia, acusados y acusadores podrán apelar. Cuando la pena no sea cadena perpetua, no deberá rebasar 30 años y podrá cumplirse en La Haya, sede de la CPI.

Los requisitos para actuar ya son complicados. Pero lo que maniata a la Corte es el Artículo 98, que establece que se puede evitar el cumplimiento de sus resoluciones cuando hay un tratado internacional que proteja al nacional de un Estado que no sea parte del Estatuto. Y Estados Unidos ha hecho uso permanente de este recurso, estableciendo tratados de cooperación con otros países. Más de cien aceptaron firmar.

Washington, que con frecuencia viola la soberanía de otros Estados argumentando violaciones de derechos humanos, y que también apoya el procesamiento de líderes de otras naciones por cometrer crímenes de guerra, nunca ha estado dispuesto a aceptar los mismos parámetros para sus ciudadanos. George W. Bush se negó a firmar cualquier tratado al respecto e inclusive retiró la firma de Bill Clinton del Estatuto de Roma.

Barack Obama no movió nada, ya que en 2002 el Congreso estadunidense aprobó la American Servicemembers’ Protection Act, que prohibe a los gobiernos y organismos federales, estatales y locales, incluidos los de justicia, cualquier asistencia a la CPI. Esto impide que cualquiera pueda ser extraditado de Estados Unidos a La Haya y, además, autoriza a “utilizar todos los medios necesarios y adecuados para lograr la liberación de personal estadunidense o aliado detenido o encarcelado en nombre o a solicitud de la CPI”.

Lo anterior explica por qué ningún funcionario o efectivo estadunidense ha sido acusado ante la CPI por los crímenes humanitarios y de guerra cometidos en Afganistán e Irak. No así el Reino Unido, que firmó el Estatuto de Roma y por eso está en la lista de “estudios preliminares”. Pero otros países sí se han acogido a la misma regla para obtener impunidad.

Denunciado por los abusos cometidos en la operación “Plomo Fundido” contra Gaza, Israel ha argumentado que no es parte de la CPI, y las iniciativas en su contra ante el Consejo de Seguridad de la ONU han sido vetadas por Estados Unidos. Colombia, cuyos militares fueron acusados por el caso de los “falsos positivos”, decidió que tenía capacidad para juzgarlos por sí misma, dejando luego que se agotara el plazo legal para ponerlos en libertad. De China en el Tíbet o Rusia en Ucrania, ni hablar.

Interrogada a raíz de las defecciones africanas sobre qué podría hacer la Corte en relación con los crímenes claramente violatorios del derecho internacional que hoy se cometen en Siria, la nueva presidente de la CPI, la argentina Silvia Fernández de Gurmendi, ya admitió que prácticamente nada, porque Siria no es firmante del Estatuto de Roma… y Estados Unidos y Rusia, tampoco.