El arte fálico trae buena suerte, y también turistas, a Bután

LOBESA, Bután — Desde hace siglos, Bután ha celebrado al falo.

Se pinta en las casas o se esculpe en madera; se coloca en las puertas y debajo de los aleros para ahuyentar al mal, incluyendo una de sus formas humanas más insidiosas, el chisme. Se lleva en collares, se instala en graneros y en los campos como una especie de espantajo. Lo usan los bufones enmascarados en los festivales religiosos y en un templo cercano a Lobesa es una bendición de fertilidad.

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Ahora, a medida que Bután se abre cada vez más al mundo, la antigua tradición ha ido evolucionando o, a decir de algunos, se ha mancillado debido a la comercialización.

Aunque sigue siendo un símbolo religioso, se ha convertido para algunos en una reliquia del pasado patriarcal, algo un tanto vergonzoso y que no va con la nueva democracia moderna que, al menos en apariencia, se ha arraigado con firmeza en Bután tras décadas de relativo aislamiento y monarquía absoluta.

También se ha vuelto un recuerdo que se vende en todos los tamaños y colores al cada vez mayor número de turistas que visitan este reino lejano del Himalaya, reconocido por su búsqueda de la “felicidad interna bruta”, en lugar del PIB.

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“La gente sigue usándolo como símbolo”, dijo Needrup Zangpo, director ejecutivo de la Asociación de Periodistas de Bután, quien ha escrito sobre la inspiración histórica del símbolo, “pero la necesidad de tenerlo pintado en nuestras casas está desapareciendo”. Atribuye esta erosión de la tradición a “la exposición a la cultura occidental”.

El símbolo, al igual que Bután mismo, parece suspendido entre dos impulsos: la aceptación precipitada de la modernidad en el país y su preservación de las tradiciones que lo hicieron único, en un principio.

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“Las historias de cómo este país se vinculó con el falo explican tradiciones y estilos de vida que hacen de Bután uno de los lugares más felices del mundo”, escribió Karma Choden en el libro de 2014 “Phallus: Crazy Wisdom from Bhutan”, que se publicó aquí y que afirma ser el primer esfuerzo académico por documentar la ubicuidad del falo.

Se ha confirmado que la tradición proviene de un lama, Drukpa Kunley, quien diseminó los principios del budismo en todo Bután en los siglos XV y XVI.

El lama, llamado el “Divino Loco”, era un loco santo, un mendigo, un borracho y un donjuán que sometía a mujeres y a demonios por igual con su espiritualidad extrema y lo que la leyenda llamó su “rayo fulgurante de sabiduría”.

Drukpa Kunley es celebrado en todo el país —así como en el Tíbet, al otro lado de la frontera—, pero su culto se centra en Chimi Lhakhang, el monasterio “sin perro”, cercano a Lobesa, que abarca un pequeño caserío enclavado en un valle de campos en desniveles donde se cultivan el arroz rojo y el blanco.

El monasterio se construyó en 1499 en una loma sobre el río Puna Tsang, aunque dada la vaga mitología que rodea al evangelismo de Drukpa Kunley, las narraciones sobre la fundación del monasterio a veces se contradicen.

La narrativa prevaleciente indica que el lama sometió a un demonio femenino que acechaba un paso montañoso cercano llamado Dochula y lo convirtió en un perro rojo para luego enterrarlo “con una pila de tierra con la que formó un seno de mujer”; de ahí el nombre de “sin perro”.

En el otro relato, según una historia oral que se compiló en la década de 1960 y se tradujo al inglés como “The Divine Madman: The Sublime Life and Songs of Drukpa Kunley”, el lama construyó una estupa, o monumento, en el lugar donde un seguidor murió tras repetir una oración procaz que el lama le había enseñado (“Me refugio en el loto de la doncella”, inicia un pareado). Se dice que el lama vivió 115 años.

En ninguna de las dos historias de la fundación del templo, enfatizó Zangpo, usó su pene, aunque así es como la leyenda suele confundirse.

“No hay una clara división entre la historia y la mitología”, comentó Zangpo, quien está compilando sus propias traducciones de las narraciones orales que espera acaben por contar bien la historia. Al igual que otros académicos, argumenta que es más probable que el símbolo fálico se pueda rastrear hasta los rituales paganos budistas que a la leyenda del Divino Loco.

No obstante, los relatos del apetito sexual del lama han prevalecido, y no en menor medida debido a las narraciones orales, en las que Drukpa Kunley no tiene respeto por las sensibilidades seculares y religiosas al deleitarse con el sexo y el alcohol en su camino a la iluminación.

En nuestros días, parejas optimistas recorren Bután para recibir la bendición de la fertilidad del monasterio. Llegan al monasterio subiendo la loma a pie, tras pasar por los caseríos de Sopsokha y Teoprongchu. El valle es de una belleza indudable. Las libélulas vuelan en círculos por doquier. Pequeños acueductos que alimentan los verdes arrozales hacen girar coloridas ruedas de plegarias como si fueran molinos de agua.

Aun así, lo que ha hecho famosa a la región son los falos, un elemento obligado para los extranjeros que pagan los 250 dólares diarios como mínimo que Bután cobra por las visas de turista. Y cuantos más turistas, más falos… lo cual parece inevitable.

Casa tras casa está pintada con falos. Aunque algunos son muy estilizados, en algunos casos tienen detalles gráficos: siempre están erectos, algunas veces eyaculando. Uno de ellos tiene el nombre del país, una estratagema de mercadotecnia del propietario de una de las tiendas de souvenirs que se propagan. Los exhibidores de algunas de ellas —hileras de coloridas esculturas de madera— no se verían fuera de lugar en una sex shop.

Los falos de Bután no se consideran fálicos de manera explícita, comentó Choden, la escritora.

“En esencia, el falo representa el centro del ego masculino, y no una celebración del sexo”, escribe. “Recuerda a quienes lo miran que, si esta fuerza se aprovecha correctamente, alimentará la productividad y la creatividad más que la lujuria sin sentido”.

Lotay Tshering, un campesino de 51 años que cultiva arroz, tiene una casa en Sopsokha decorada con dos enormes murales de penes. El tío de su esposa los pintó en homenaje al Divino Loco, “quien ha bendecido este lugar”, según dijo. Su esposa y él tienen seis hijos.

Mientras tomaba una taza de té con mantequilla y sal, tradicional en esa región, Tshering lamentó la proliferación de tiendas y cafés que se ha dado con el aumento del turismo (aunque su principal queja contra las autoridades fue el estado lamentable de los caminos locales).

“Cuando crecí, no había tiendas”, dijo. Afirma que la tendencia comenzó con la llegada de las elecciones parlamentarias en 2008, que ordenó el anterior rey de Bután después de abdicar en favor de su hijo, Jigme Khesar Namgyel Wangchuck.

“Desde entonces la cantidad de tiendas que aparecen no disminuye”, dijo Tshering, añadiendo que dicha tendencia le parecía inapropiada.

“No tengo ningún interés comercial”, dijo, refiriéndose a los falos expuestos en su casa, que se han fotografiado tanto que ya aparecen en Wikipedia. “No pido nada”.

Los falos ciertamente han sido benéficos para los poblados que se encuentran aquí, a dos horas en auto de la capital, Timbu. El área tiene una población de cerca de 2700 personas, según el censo más reciente que data de 2005. La mayoría son campesinos, aunque hay un creciente número de tenderos y artistas.

Tenpa Renchen, el jefe adjunto de la aldea, un cargo electivo, dijo que los beneficios para la economía local provenían principalmente de las rentas que los pobladores podían cobrar a las tiendas de recuerdos. Unas cuantas más abrieron el año pasado, al igual que un restaurante con vistas excelsas al monasterio.

“En lo personal”, enfatizó con un dejo diplomático, “no me gusta que los vendan en las tiendas, pero tienen que vivir de algo”.

Sin embargo, los pobladores ancianos ven la comercialización con cautela. La proliferación de tiendas todavía no es crítica, explicó Renchen, pero pronto podría poner a prueba los límites de la tolerancia.

Renchen sonaba nostálgico en una entrevista, lamentando la explotación moderna de algo con un significado religioso más profundo.

“El Divino Loco”, dijo, “es mucho más que solo un falo”.

Steven Lee Myers
© The New York Times 2017