Arte, pobreza y chocolate: escultura con un sabor amargo de colonialismo

NUEVA YORK ⎯ Hasta recientemente, Matthieu Kilapi Kasiama, un cortador de nueces de palmera y escultor analfabeta originario de una región pobre de la República Democrática del Congo, nunca había salido del área, ya no digamos volado en un avión. Y, hasta recientemente, Kasiama nunca había probado el chocolate, el material de sus esculturas, hechas de los granos de cacao que fueron una importante exportación durante el brutal régimen de Bélgica en el Congo y la explotación del país por parte de compañías occidentales.

El otro día, en el SculptureCenter en Long Island City, Queens, en su segundo día en la Ciudad de Nueva York y bien abrigado contra un frío poco familiar, Kasiama caminó por una exhibición de las obras de los artesanos de su localidad natal, Lusanga, hechas de tanto chocolate que podía olerse. Las esculturas de chocolate sólido moteadas de marrón, algunas de tamaño natural ⎯ incluido un fantasmagórico busto de 2015 hecho por Kasiama, titulado “Hombre es lo que la cabeza es” ⎯, flanqueaban la sala de la institución, representando el trabajo de más de dos años de la Liga de Arte de Trabajadores de Plantaciones Congolesas, un nuevo colectivo cuya obra está siendo exhibida en Estados Unidos por primera vez. (La exposición del SculptureCenter se extenderá hasta el 27 de marzo.)

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Para Kasiama y los otros 10 miembros del colectivo, el impacto más básico de su entrada en el mundo del arte comercial occidental ha sido financiero: las utilidades de la venta en Europa de pequeñas obras del tamaño de regalos y grandes piezas de galería han totalizado casi 100,000 dólares para su comunidad; una bonanza tremenda para una localidad donde muchas personas ganan no más de 20 dólares mensuales.

“Está ayudando poco a poco”, dijo en una entrevista, hablando a través de un intérprete de un dialecto que combina su nativo kikongo y el francés.

“Puedo llevar a mi madre al hospital a veces, y ya no tengo que trepar a las palmeras, de las cuales me he caído cinco veces”, dijo Kasiama, quien tiene poco más de 30 años de edad y creció en Lusanga. Su ciudad natal tiene un inmenso peso simbólico: era Leverville, para Lever Brothers (posteriormente Unilever), el gigantesco productor de jabón británico que fundó su primera planta de aceite de palma ahí en 1911 bajo el régimen belga y vendió sus operaciones hace más de dos décadas, dejando un vacío económico.

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Pero crear ingresos es solo un objetivo de este colectivo inusual, que ha surgido de la altamente sensible intersección de la política postcolonial y la creciente riqueza del mundo del arte. Idea de un artista holandés, Renzo Martens, y un grupo de colaboradores europeos, el colectivo de trabajadores se ha propuesto cambiar, o al menos agitar completamente, las percepciones de la dinámica del poder entre África y Occidente. Usando como su material un producto de lujo ⎯ el chocolate ⎯ cuya producción ha dependido fuertemente, a menudo ruinosamente, de la mano de obra y las tierras africanas, el proyecto traza una línea directa de vuelta hacia el mundo del arte institucional. El apoyo filantrópico de los museos en ocasiones proviene de corporaciones multinacionales, como Unilever, que han lucrado con el régimen colonial. (Durante muchos años, por ejemplo, Unilever apoyó a las comisiones de la Sala de Turbinas del Tate Modern.)

Martens es un provocador cuyo casi documental de 2008, “Episode 3: Enjoy Poverty” (Episodio 3: Disfrute la pobreza), lo retrató como un quijote problemático, que trataba de convencer a los fotógrafos comerciales congoleses de voltear sus cámaras de las bodas y los cumpleaños para enfocar la pobreza y la violencia que los rodeaba con el fin de ganar verdadero dinero del primer mundo; en esencia, porque los medios noticiosos occidentales ya lo estaban haciendo.

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La cinta recibió mucha atención, parte de ella mordaz. El crítico de arte Dan Fox, en la revista Frieze, escribió que realizaba “el mismo estereotipo reductivo” que Martens supuestamente critica, explotando “los deseos de las audiencias del arte de obras que demuestren el involucramiento político ‘auténtico’”.

Pero el involucramiento de Martens no se detuvo ahí. Se mudó al Congo con su familia y a través de una organización que estableció, el Instituto para las Actividades Humanas, empezó a trabajar con artistas en Kinshasa, la capital, en torno a la idea de alentar a los trabajadores de plantaciones actuales o anteriores a aprender sobre la forma de hacer arte y a formar un colectivo.

“La gente me acusó de ser neocolonialista”, dijo Martens en una entrevista reciente. “Pero el mundo es neocolonialista, y para ponerle fin necesitamos proponer algún tipo de aparato. Siento que hay demasiada desigualdad en este mundo y no puedo solo hacer arte políticamente crítico y exhibirlo en sitios de poder. Es exactamente porque soy un artista blanco de clase media que tengo que hacer algo como esto”.

Después de algunos tropiezos, su plan echó raíces en Lusanga, donde se reclutó a los residentes y se les pidió que eligieran a otros. Eléonore Hellio, una artista y maestra francesa que vive en Kinshasa y se unió al proyecto, inicialmente con algunos recelos, dijo: “Hicimos un llamado abierto anunciando que haríamos un taller de escultura y mucha gente apareció. Tratamos de seleccionar a las personas que tenían una fuerte visión de su mundo y de sus condiciones de vida. La gente que tenía algo que decir. No fue como una selección en una escuela de arte cuando pasas un examen. Fue tratar de crear una dinámica de grupo. Algunas personas ya eran talladoras de madera, que hacían piezas para los turistas o como objetos fetiche”.

Los europeos y artistas de Kinshasa que ayudaron a fundar el colectivo son enfáticos al decir que no asesoran a los artistas respecto de los temas, títulos y otras decisiones creativas.

Los miembros elegidos oscilaban entre los 20 y los 85 años de edad, y el grupo actual está compuesto por nueve hombres y dos mujeres. Después de cierto debate, eligieron el chocolate como el material para su escultura, porque algunos residentes cultivan cacao y lo venden a compañías por una miseria pero mayormente debido al simbolismo profundamente polémico del chocolate en la relación de África con Occidente.

Ruba Katrib, curadora del SculptureCenter y organizadora de la exposición, reconoce que el proyecto intencionalmente “plantea muchos interrogantes, entre ellos: ‘¿Cuál es el valor de incorporar esta obra a una conversación sobre el arte contemporáneo, y debería hacerse? Quizá sería mejor dirigir el dinero y el esfuerzo a una ONG. ¿Vale la pena?’ Y no sé la respuesta, o si hay respuestas, y eso es lo que nos interesó”.

El padre de Kasiama, un trabajador de la plantación de aceite de palma, murió de una hernia cuando su hijo era pequeño, y Kasiama mantuvo a su familia realizando labores diversas y de peluquería así como la peligrosa cosecha en las palmeras. Desde que era niño, dijo, había hecho objetos con madera y pasto entretejido, “y nunca pensé en esas cosas como arte, pero ahora sí, y pienso en el arte como un trabajo”.

“Hago cosas”, dijo, “y me pagan por ellas”.

Su viaje a Nueva York se dio después de que inesperadamente le fue concedida una visa y el SculptureCenter patrocinó su visita. Es la primera vez que ve la obra del colectivo en una galería. Mirando una pieza particularmente atinada ⎯ una figura de lentes y de apariencia ligeramente siniestra titulada “El coleccionista de arte”, de sus colegas Jérémine Mabiala y Djonga Bismar ⎯ sonrió.

“¡Se ve bien aquí”, dijo. “Deseo que estuvieran aquí para verlo”.

Randy Kennedy
© 2017 New York Times News Service