Un ataque que resultó ser terrorismo alemán tiene un modesto legado 100 años después

La mañana después de que explotaron dos millones de libras de municiones en la bahía de Nueva York, el 30 de julio de 1916, matando a cinco personas, sacudiendo el puente de Brooklyn, haciendo añicos los vidrios de los ventanales a seis millas de distancia y haciendo temblar los cimientos de los edificios en cinco estados, las autoridades competentes prácticamente descartaron un ataque terrorista alemán. Décadas después, la persistencia en las investigaciones demostró que estaban equivocadas.

No se condenó a nadie por el ataque de ese domingo de verano mientras la Primera Guerra Mundial se propagaba en Europa, pero en 1939, una comisión internacional de reclamos echó marcha atrás y declaró al gobierno alemán legalmente responsable por el daño. Y, al final, cuatro décadas después, el gobierno en Bonn después de la Segunda Guerra Mundial cubrió el último pago de una compensación por 50 millones de dólares de indemnización.

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La explosión en la isla Black Tom, un promontorio de 25 acres que se proyecta desde la Ciudad de Jersey, construido con la basura de los neoyorquinos, registró aproximadamente 5.5 grados en la escala de Richter; 30 veces más potente que el colapso del World Trade Center 85 años después. Se le consideró el ataque terrorista más destructivo en Estados Unidos hasta el 11 de septiembre del 2001.

La explosión ocurrió el día antes de que Charles Evans Hughes, un exgobernador de Nueva York, aceptara formalmente la candidatura republicana a la presidencia en un discurso en el Carnegie Hall y se enfrentara a Woodrow Wilson, cuyo lema en su campaña por la reelección era: “Nos mantuvo fuera de la guerra”, mismo que sería abrogado en el siguiente abril, cuando el Congreso federal estadounidense le declarara la guerra al Imperio alemán.

Los efectos también resonaron hasta la Segunda Guerra Mundial. El presidente Franklin D. Roosevelt ordenó la reubicación de más de 100,000 japoneses-estadounidenses después de Pearl Harbor porque, se citó que dijo: “No queremos más Black Toms”.

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No obstante, un siglo después, el legado palpable de la isla Black, Tom se limita, en gran medida, a una placa ambivalente (“¿Fue un accidente o fue planeada?”) en el sitio en el parque estatal Liberty y, por razones de seguridad, la prohibición que persiste de que los visitantes suban por la escalera en el brazo derecho de la Estatua de la Libertad hasta la desvencijada pasarela en la antorcha.

El ataque y la controversia por los prolongados reclamos, escribió Jules Witcover en “Sabotage at Black Tom”, fueron “una de las historias verdaderas menos recordadas de la vulnerabilidad y la credulidad _ y tenacidad _ estadounidenses del siglo XX”.

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La isla de Black Tom era donde las vías del ferrocarril Lehigh Valley conectaban con las bodegas de la compañía National Dock and Storage que estaban llenas de municiones y armamento que se embarcaban con destino a la bahía Gravesend y se cargaban a bordo de los barcos que iban a Europa.

Si bien Estados Unidos fue oficialmente neutral en 1916, el destino de la mayoría de las armas era Gran Bretaña, Francia, Rusia y Japón porque Alemania no podía pagarlas.

El 30 de julio, dos explosiones, una a las 2:08 a.m. y la otra a las 2:40, destruyeron más de 100 vagones de tren y 13 bodegas, y solo quedó un cráter de 375 por 175 pies. Una de ellas deshizo una barcaza ilegalmente atracada porque el dueño no quiso pagar 25 dólares de la tarifa.

Las ondas rompieron miles de ventanas del centro de Brooklyn hasta Midtown Manhattan. Murieron por lo menos cinco personas, incluido un bebé de 10 semanas de nacido que salió lanzado de la cuna en la Ciudad de Jersey. Se evacuó a cientos de inmigrantes de la isla Ellis.

“Los proyectiles cuyo propósito era hacer un mundo seguro para la democracia cuando se dispararan con los cañones del zar y el mikado”, escribió después A.J. Liebling en The New York World-Telegram, “le estaban sacando pedazos a la diosa de la Libertad en su isla, en la bahía”.

No obstante, la mayoría de los agentes del orden concuerdan en que la explosión “no se puede responsabilizar de ella a los conspiradores extranjeros en contra de la neutralidad de Estados Unidos”, reportó The New York Times, “aunque se admite que la destrucción de tanto material bélico aliado debe resultar ser noticias alegres para Berlín y Viena”.

Se atribuyó la responsabilidad a la negligencia de los dueños de las bodegas, los vagones de tren y las barcazas, o a los vigilantes que supuestamente habían encendido braceros para espantar a los mosquitos.

El inspector Thomas J. Tunney del escuadrón de bombas del Departamento de Policía de Nueva York sospechó que había sido sabotaje, pero no había ninguna evidencia concreta, solo presuntos vínculos, posiblemente con anarquistas o nacionalista irlandeses e indios que se oponían al régimen británico. Se aprehendió a Michael Kristoff, de 23 años, un inmigrante alemán de Bayonne, Nueva Jersey, pero lo liberaron por falta de pruebas. Después, se sentenció a la horca a Lothar Witzke, un marinero alemán, en un caso distinto de espionaje, pero al que implicaron en la conspiración, aunque se le conmutó la sentencia.

De conformidad con el tratado de paz de 1921 entre Estados Unidos y Alemania, se estableció una comisión para arreglar los reclamos por la guerra. Los abogados de los querellantes pudieron, al fin, demostrar que agentes alemanes habían concebido y organizado el complot en una casa en Manhattan, propiedad de un cantante de ópera germano-estadounidense.

En 1939, el arbitro de la comisión, el magistrado de la Corte Suprema estadounidense, Owen J. Roberts (uno de tres magistrados que rechazaron el internamiento japonés), y el réferi estadounidense (su contraparte alemana había renunciado debido a prejuicios) otorgaron a los dueños de las propiedades en Black Tom y a sus aseguradoras 21 millones de dólares por daños y 29 millones de dólares por los intereses, el mayor arreglo de un tribunal internacional (pero disminuido por la inflación, gravámenes y un fondo de reclamo inflado con bonos alemanes basura).

Hitler repudió el acuerdo. Se renegoció en 1952 con la República Federal de Alemania. El primer pago de tres millones de dólares se recibió en 1953 y el último en 1979, pero el caso todavía tiene ecos.

“Hay una línea directa a mucha de la retórica que oímos hoy _ la división sobre temas como la inmigración, aseguramiento de nuestras fronteras, nuestro sitio en un mundo en constante cambio _ y lo que oímos hace 100 años, justo antes del ataque y en los días posteriores”, dijo Chad Millman, el autor de “The Detonators: The Secret Plot to Destroy America and an Epic Hunt for Justice”.

“Lo más tangible”, dijo Millman, “fue cómo impactó a nuestras políticas años después, cuando los dirigentes políticas trataron de manejar el miedo y la libertad”.

Sam Roberts
© 2016 New York Times News Service