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De la negligencia mortal al cinismo gremial

El caso del alumno muerto, Damián; el maestro vivo, Esteban; los docentes manifestantes y la autoridad pasiva

Hace unos meses, el pequeño Damián cayó al suelo tras ser empujado por otros niños a la entrada de su primaria en Mexicali. Su cabeza golpeó con fuerza el cemento. Desde ese instante, la custodia legal y humana de su integridad ya pertenecía al sistema educativo, a la escuela, a sus directivos y docentes, a quienes el Estado ha confiado la tarea de cuidar y educar a nuestras niñas y niños.

Lo que siguió fue una cadena de omisiones. No se dio aviso inmediato. No se brindó atención urgente. No se informó con claridad a la familia del golpe en la cabeza. Solo se dijo: “el niño se siente mal”. Lo que parecía un vómito sin importancia era, en realidad, una señal de inflamación cerebral. Una contusión que debió considerarse grave fue tratada como indigestión estomacal. El golpe en la cabeza fue incluso omitido del informe inicial. Damián murió. La negligencia, silenciosa al principio, se volvió irreversible. Es imperdonable. Y merece una sanción inequívoca.

La Fiscalía General del Estado actuó con una lógica temerosa. Decidió sentar un precedente sin tocar intereses mayores. Acusó a un solo hombre, al maestro Esteban, por omisión de auxilio. Y los hechos, aportados incluso por el propio Esteban, revelan una verdad irrefutable: su propia responsabilidad.

Pero ni la clínica privada donde atendieron mal al niño, ni la cadena docente de la escuela, ni la autoridad educativa, ni los encargados de Seguridad Escolar han sido juzgados con el mismo rigor. Solo Esteban, el eslabón más débil. El maestro.

En respuesta, comunidades docentes de todo el estado han reaccionado con indignación. Han protestado en Mexicali. Han exigido justicia… pero no por Damián, el niño muerto, sino por el maestro Esteban, quien está vivo, y seguirá disfrutando de la vida como pueda y con quien quiera. Damián ya no va a la escuela. Damián está muerto. Y pudo no morir, fue un absurdo estupido su desenlace.

La tragedia del niño se diluye entre los gritos de la defensa gremial, entre la victimización de un adulto cuyo error de juicio costó una vida. El interés superior de la niñez, que constitucionalmente debe guiar todo procedimiento escolar, ha sido sustituido por una consigna más simple, la del “maestro no tiene la culpa”. Aunque no lo golpeó, ni es médico, la tardanza en auxiliarlo y el modo equivocado en que lo hizo, encauzaron la tragedia de Damián.

Y pregunto, con respeto y crudeza a los compañeros indignados, ¿quién de los que hoy protestan confiaría la vida de su hijo o hija a la intuición del maestro Esteban en una situación de vida o muerte? ¿Quién asumiría el riesgo de que, ante un golpe en la cabeza, sea él quien decida si hay o no una llamada, una ambulancia, un auxilio inmediato? ¿Quién dejaría en manos de un juicio pasivo e impersonal la salud de sus hijos? Solo el cinismo, la arrogancia o la necedad pueden responder afirmativamente.

Y, sin embargo, no es solo él. La falla es sistémica. Es más compleja que el juicio individual de un maestro.

Las autoridades educativas han desmantelado progresivamente la formación y aplicación profesional de los protocolos escolares. Hoy, quienes ocupan cargos clave en Seguridad Escolar y Participación Social suelen ser personas improvisadas, sin experiencia, sin conocimiento de la realidad escolar, sin comprensión del interés superior de la niñez. Ven los protocolos como una carga burocrática, no como lo que son, escudos jurídicos que protegen a las niñas y niños, a los docentes, a las escuelas y a la propia Secretaría de Educación.

Los primeros protocolos estatales del país fueron los de Baja California, construidos con la participación de sindicatos y expertos en la materia. Aquellos documentos incluían capítulos completos sobre el equilibrio entre el interés superior de la niñez y los derechos laborales de los trabajadores de la educación. Hoy, esos apartados han desaparecido del protocolo vigente. Nadie protestó. Ni los sindicatos. Ni los padres organizados. El silencio se convirtió en norma.

Aun así, los protocolos actuales, bien entendidos y aplicados con rigor y ética, siguen siendo herramientas eficaces para la protección de alumnas y alumnos, y también de docentes. Se replicaron en casi todo el país. La SEP emitió sus propios lineamientos de aplicación nacional. Los protocolos son irreversibles. Y no son sugerencias, son normas con fuerza constitucional. Ignorarlos, tergiversarlos o desobedecerlos es, en sí mismo, una omisión institucional. Y tiene consecuencias: como la muerte absurda de Damián. Y la culpabilidad de Esteban.

El caso Damián revela negligencia de todos, del sistema, de la escuela, del personal médico, de las autoridades educativas y, sí, también del maestro. El dolor nos exige honestidad.
¿Por qué olvidar a Damián? Es inmoral hacerlo.

La solución no es el linchamiento moral del docente, ni el encubrimiento gremial. Tampoco debilitar los protocolos. Sería inconstitucional. Lo justo y necesario es fortalecerlos, capacitarlos, aplicarlos. Hacerlos parte de una cultura ética escolar donde la vida y la dignidad estén por encima de la costumbre, el temor o la negligencia.

Damián no murió solo por un golpe. Murió porque el sistema no quiso mirar el golpe. Porque el miedo, la omisión y la mediocridad institucional pesaron más que la urgencia y la dignidad de la niñez. Porque confundimos la defensa del trabajador con el olvido del alumno. Pero los alumnos no son herramientas laborales. Son personas vulnerables bajo la custodia de servidores públicos.

El maestro y el directivo representan al Estado en su función más sagrada, la de educar.

Y si no somos capaces de mirar esto con seriedad, la próxima muerte también será culpa de todos.
¿Pero por qué tendría que haber otra?
Solo si no aprendemos nada de la tragedia de Damián.
Que el espíritu de Damián nos alcance a todos.