El ejército de Congo quiere silencio, mientras se multiplican las fosas comunes

KANANGA, República Democrática de Congo — Están por todas partes. En esta ciudad, junto a una casa donde una mujer cuelga la ropa para que se seque. Allá, en el campo donde juegan los niños. Se trata de tumbas que están llenas de cientos de cuerpos.

En la ciudad de Nganza, en el corazón de la República Democrática de Congo, los restos humanos se han descompuesto durante meses. Ahora puede que ya sea demasiado tarde para identificarlos. La tierra que los cubre ha vuelto a ser casi pareja. Los únicos signos de la existencia de los cuerpos enterrados son los soldados del gobierno que lucen boinas rojas, anteojos oscuros y están armados con AK-47.

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No los desplegaron para proteger, sino para evitar que alguien investigue las denuncias de los testigos que afirman que en marzo las fuerzas de seguridad fueron, puerta por puerta, acribillando a balazos a familias enteras que estaban en sus casas.

La matanza en Nganza forma parte de un conflicto más general que afecta a Kasai, una región en el centro de este país vasto donde las fuerzas del gobierno combaten a una milicia que se opone al presidente Joseph Kabila. La violencia —enraizada en agravios políticos y económicos— se encendió en agosto cuando las tropas asesinaron al líder de la organización que se hacía llamar Kamwina Nsapu (apodo que significa “hormiga negra”). Sus seguidores, muchos de ellos niños, tomaron represalias y el conflicto se propagó como un incendio incontrolado.

La Iglesia católica romana, una de las pocas instituciones del país que proporciona estadísticas confiables, estima que se han asesinado a por lo menos 3300 personas en la región desde octubre. Y más de 1,4 millones de personas se han desplazado internamente o se marchan hacia Angola.

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“Es la peor crisis humanitaria y de derechos humanos en una década, un conflicto en el que ambos bandos han cometido crímenes graves”, comentó José María Aranaz, quien coordina la división de derechos humanos de la misión de las Naciones Unidas en Congo, denominada Monusco. Hay un patrón de procesos judiciales de tropas individuales, pero no de los comandantes, notó Aranaz. A menos que se logre que los líderes militares y políticos se responsabilicen, señaló, “continuará el ciclo de impunidad”.

Hace poco, el director de derechos humanos de las Naciones Unidas nombró a tres expertos internacionales para investigar los reportes de los asesinatos en Kasai y convocó al gobierno congoleño para que coopere. Eso coincidió con la divulgación de un informe de la oficina de derechos humanos en Congo en el cual se acusa, por primera vez, a “elementos” del ejército congoleño de cavar las fosas comunes que se han encontrado.

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La violencia recrudece la crisis política que va de mal en peor porque el gobierno de Kabila está retrasando las elecciones en un intento por aferrarse al poder. El gobierno dice que la violencia en Kasai es una razón para no realizarlas este año, pero los críticos acusan al presidente —quien ha estado en el poder durante 16 años— de tratar de ganar tiempo para permitirle cambiar la constitución y postularse para un tercer mandato.

El gobierno ha enviado miles de tropas para aplastar la rebelión en esta ciudad, con comandantes del oriente de Congo que son célebres por su brutalidad. Incluso consiguió la ayuda de un caudillo militar cuyos métodos son tan violentos que el gobierno, cuando lo combatió en el pasado, llegó a sentenciarlo a muerte.

El caos y la anarquía han propiciado el surgimiento de otros grupos armados basados en la etnicidad. Las fuerzas del gobierno respaldan a muchos de ellos que tratan de aplastar a la milicia de Kamwina Nsapu.

Los representantes de las Naciones Unidas han descubierto 80 fosas comunes en la región. Sin embargo, no pueden exhumar los cadáveres porque eso es responsabilidad de las autoridades nacionales, explicó Aranaz. En marzo, asesinaron a dos expertos de la ONU que trataban de investigar las tumbas. Aún no se ha establecido la identidad de los atacantes.

El gobierno dice que las tumbas son de combatientes milicianos, a los que enterraron sus compañeros, y no las hicieron para los civiles. Dice que, si hay algunos en ellas, son víctimas de los brotes recientes de cólera y fiebre amarilla, pero no de matanzas promovidas por el gobierno.

Es posible que algunas de las tumbas contengan cadáveres de los integrantes de las milicias. Sin embargo, el gobierno ha negado sistemáticamente el acceso de investigadores independientes y apenas ha realizado sus propios exámenes. Solo hay un analista forense calificado en Congo, un país del tamaño de Europa Occidental, aseguró Aranaz.

En Nganza, una comunidad de Kananga que es la capital de Kasai, algunas entrevistas con testigos y habitantes pintaron un panorama distinto a la narrativa del gobierno.

A fines de marzo, soldados y policías se volcaron a sacar de la ciudad a los extremistas. Fueron de puerta en puerta y se llevaron objetos de valor como televisores, teléfonos celulares y hasta animales de granja, dijeron los testigos. Les extorsionaron grandes sumas de dinero a los habitantes, muchos de los cuales viven con menos de 1,25 dólares al día y los mataban a tiros si no ofrecían lo suficiente.

Mataron a los recién nacidos, ancianos y discapacitados en sus camas y salas. Se cree que durante tres días asesinaron a más de 500 civiles en Nganza, un nivel de violencia sin precedentes que los habitantes simplemente definen como “la guerra”.

Los cohetes destruyeron las casas durante los enfrentamientos con los extremistas. Una familia de doce personas fue incinerada cuando un proyectil cayó en su vivienda. Las paredes salieron volando con la explosión y, en una visita reciente, los rastros negros del humo indicaban la intensidad de las llamas.

Los habitantes dijeron que algunos soldados se treparon a los árboles de aguacates para tener una mejor vista y disparar contra las personas. La ONU acusó al ejército de utilizar fuerza excesiva.

Ntumba Kamwabo, de 29 años, estaba lavando en un río cercano cuando oyó la balacera. Se apresuró a llegar a su casa donde sus dos hijas, de 7 y 10 años de edad, estaban con su cuñado que era discapacitado.

“Cuando llegué un policía abrió la puerta de una patada y los soldados entraron corriendo y disparando”, dijo Kamwabo. Cuando trató de detenerlo, uno lo derribo de un golpe. Una bala le dio en el ojo derecho, luego le volvieron a disparar en el brazo. En una entrevista reciente revivió la escena y señalaba la cavidad oscura donde solía estar su ojo.

KIMIKO DE FREYTAS-TAMURA
© 2017 New York Times News Service