El problema ruso

© 2016 New York Times News Service

El lugar de Rusia en la política de Estados Unidos solía ser (relativamente) simple. Mientras más a la derecha estuviéramos, más temíamos a Iván el Terrible y sus artimañas eslavas. Mientras más a la izquierda, más pensábamos que la amenaza roja era una conseja de viejas.

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Pero ahora las cosas son más complicadas. En tan solo 15 años, el Partido Republicano nos ha dado un presidente que declaró en público su relación de alma a alma con Vladimir Putin; de ahí siguieron dos candidatos presidenciales consecutivos que tomaron una posición decididamente belicosa ante Rusia. Y ahora, el candidato republicano Donald Trump, que visiblemente está chalado por Putin y promete estrechar los lazos con su régimen.

En el mismo periodo, los demócratas han pasado de burlarse de la ingenuidad de George W. Bush acerca de Putin, a burlarse de Mitt Romney por asegurar que Rusia es el principal enemigo geopolítico de Estados Unidos y a generar teorías de que Trump es un agente de influencia rusa que parecen sacadas de publicaciones izquierdistas de alrededor de 1955.

Los ideólogos también están perdiendo el rumbo. Sean Hannity presenta en su programa al títere de Rusia Julian Assange pues podría tener cosas sucias qué decir acerca de Hillary. La revista progresista The Nation está defiendo a Donald Trump de lo que llama el “neo-macartismo” del liberalismo convencional. Los conservadores están dando maromas para explicar y defender el enamoramiento de Trump por Putin; los opinólogos liberales están tratando de borrar de la memoria colectiva todo lo que escribieron sobre Romney y Rusia en 2012.

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Esta confusión refleja varias confusiones partidistas, además de la perturbadora influencia de las payasadas de Trump como hombre fuerte. Pero en cierta medida, la confusión esté perfectamente justificada. Está bien que no sepamos qué pensar de nuestra relación con Rusia y los partidos deben de probar diferentes perspectivas, pues no sabemos de ninguna manera en dónde reside nuestro interés nacional frente a los rusos.

En la raíz de esta incertidumbre está el hecho de que ni los Estados Unidos ni Rusia parecen saber con certeza qué tipo de potencia quieren ser. Durante la guerra fría, Estados Unidos básicamente fue la potencia del statu quo, practicando la contención, estableciendo intricadas redes de alianzas, apuntalando a malos actores por miedo a que se encumbraran otros peores. La Unión Soviética, por su parte, fue la revisionista, promoviendo la revolución socialista de La Habana a Hanói. Después, a principios del siglo XXI, pareció que intercambiaron lugares. Con George W. Bush, Estados Unidos fue la potencia revolucionaria, predicando la fe mesiánica del liberalismo y la democracia, mientras que Moscú era el amigo de la estabilidad encarnada en los hombres fuertes y en el statu quo de los tiempos de Saddam.

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Pero ahora esto es un lodazal. En el Medio Oriente,a lo largo de la primavera árabe y sus consecuencias, Washington fue revisionista mientras Moscú trabajaba en la Realpolitik, tratando de proteger a los demonios conocidos. Pero, al mismo tiempo, Putin se ha vuelto revisionista con todas las de la ley, detectando la debilidad estadounidense y buscando la manera de desestabilizar el orden de Occidente, en el que cabe su apoyo tácito a Donald Trump.

Las acciones desestabilizadoras de Putin _ la anexión de la península de Crimea, la invasión de Ucrania, la guerra de sombras contra sus vecinos y los gobiernos de Occidente son los hechos más evidentes _ han hecho mucho más difícil ver a Moscú como cualquier cosa que no sea un adversario que debe de ser controlado, contenido y opuesto. A menos que seamos Trump.

Pero la trayectoria de eventos en el Medio Oriente, donde la gran estrategia de Estados Unidos ha resultado desastrosa y donde Washington se enfrenta a una cambiante gama de enemigos y rivales, sugiere la limitación de ver las cosas a través de una lenta de “nueva guerra fría”. El interés principal de Estados Unidos en Siria y otras partes no es contener la expansión de Rusia, como lo fuera decenios atrás. No, es contener al terrorismo yihadista, ponerle fin a la crisis de los refugiados, restablecer un orden básico de cualquier tipo. Y en todas esas tareas, Estados Unidos necesita una forma de colaborar con Rusia para llevarlas a cabo.

Lo cual nos lleva a una pregunta fundamental, una pregunta que deberían estar debatiendo ambos partidos: ¿Qué tanta razón tenía Romney? Rusia ciertamente ahora parece un rival geopolítico más peligrosa que hace cuatro años. Pero, ¿son el régimen de Putin y sus ambiciones revanchistas el mayor peligro al que podríamos enfrentarnos? ¿Más grande que el que plantea Al Qaeda, el Estado Islámico y sus epígonos? ¿Más grande que la mucho más rica, mucho más fuerte e igualmente autoritaria República Popular de China?

No basta decir que todos esos son peligros. Los estadistas deben establecer prioridades y las prioridades de Estados Unidos están peligrosamente abiertas e indefinidas.

Si los últimos cuatro años realmente fueron una obertura a la guerra fría 2.0, entonces Estados Unidos debe de remodelar su estrategia en el Medio Oriente y Asia con la mira puesta en ganar una guerra crepuscular con Rusia.

Pero si en el largo plazo Pekín es un rival más importante que Moscú, si las capacidades y ambiciones de China son más peligrosas que el audaz juego de mano blanda de Putin, entonces Estados Unidos necesita un camino para bajar la intensidad y cooperar con cautela con el régimen ruso.

Con su grotesca aceptación de la matonería de Putin, Trump no es un hombre que esté a la altura de esa tarea, ni de ninguna otra. Pero como ha resultado cierto tantas veces en esta campaña electoral, en medio de su locura podemos ver las preguntas que tendrán que plantearse los líderes de la próxima generación.

Ross Douthat
© The New York Times 2016