El emblemático secretario de Hacienda Jesús Silva-Herzog

 

CIUDAD DE MÉXICO (apro).– “Pues a mí me tocó devaluar el peso en 500%…en un solo año. Y, aun así, la gente todavía me saluda en las calles”.

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Ese era un dicho frecuente de Jesús Silva-Herzog Flores en los últimos años –ya retirado de toda actividad oficial–, uno de los más emblemáticos secretarios de Hacienda del país, quien falleció este lunes 6, a 33 días de cumplir 82 años de edad.

Y, sí: como titular de la SHCP en el último y fatídico año del gobierno de José López Portillo, 1982, Silva-Herzog debió continuar con la política devaluatoria que desde principios de ese año había implementado su predecesor, David Ibarra Muñoz, y quien tuvo que renunciar justamente por esas devaluaciones. Hasta entonces, en toda la administración, López Portillo se había negado a devaluar, bajo la premisa de que “presidente que devalúa; se devalúa”.

Pero no había de otra que continuar devaluando. Y así lo hizo Silva-Herzog desde que asumió el cargo en marzo de 1982. Era la manera elegida para frenar el ingente vaciamiento de las reservas internacionales del país, propiciado por una economía que se desplomaba vertiginosamente a causa de una severa caída de los precios internacionales del crudo, a una hiperinflación que consumía el ingreso de las familias, a elevadas tasas de interés que frenaban toda la actividad económica y, sobre todo, a una enorme deuda externa –que pasó de 20 mil millones de dólares a fines de 1976 a más cerca de 80 mil millones de dólares al término del gobierno lopezportillista– que traía de cabeza al gobierno y al país todo.

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Al iniciar 1982, el dólar costaba 26.26 pesos (de los de entonces; que hoy serían 2.63 centavos) y terminó en alrededor de 150 pesos, un aumento de más de 470%.

Pero cuando Silva-Herzog decía –jocoso, sonriente–haber devaluado el peso en 500% en un solo año, eran tiempos del gobierno de Felipe Calderón, cuando lo que se registraba en el mercado cambiario era depreciaciones mínimas de la moneda nacional.

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En su tiempo, sin embargo, no había lugar para las bromas y las sonrisas. Silva-Herzog fue un secretario de Hacienda que debió, literalmente, sudar la gota gorda.

Fue protagonista de la crisis de la deuda externa que azotaba a toda América Latina y a los países en desarrollo. O subdesarrollados, se decía. El término de país o economía “emergente” aun no existía.

Y sí: cuando la economía mexicana se cimbró y empezó a desgajarse por una brutal caída –así se calificó entonces, pues la economía nacional estaba totalmente petrolizada– en los precios internacionales del crudo, de 6 dólares por barril, que hicieron desplomarse los ingresos públicos, llegó un momento, inclusive, que México no tenía para pagar los intereses de la deuda externa.

Volcados estaban los acreedores extranjeros –bancos sobre todo– sobre el gobierno mexicano, y de manera asfixiante, que Silva-Herzog tuvo que amagar con una moratoria de la deuda. No se llegó a ella, porque hubiera sido la bancarrota del país y de los propios acreedores, pero sí se logró una suspensión de tres meses en cualquier pago –intereses, capital, comisiones– de la deuda externa.

Para la siguiente administración, la de Miguel de la Madrid Hurtado (diciembre 1982–noviembre 1988), Silva-Herzog fue ratificado como secretario de Hacienda. Fueron, quizás, los años más arduos en la carrera pública de Silva-Herzog.

Estuvo en el cargo hasta mediados de junio de 1986, en que las circunstancias lo obligaron a renunciar. Pero en esos años al frente de Hacienda, fue un viajero incansable por el mundo. Visitó las capitales financieras más importantes para pedir prórrogas, quitas, descuentos, incluso “comprensión” de los acreedores para el pago de los intereses de la deuda.

Muy frecuentes eran las fotos en los medios con un Silva-Herzog limpiándose el sudor de la frente. Agobiantes y extenuantes fueron las negociaciones con los acreedores externos.

Igual fueron sus responsabilidades como conductor de la política económica del país. Formaba parte de un gabinete de nuevo cuño, que giraba en torno de las tesis neoliberales y tecnocráticas que en el mundo habían impuesto Margaret Tatcher, primera ministra de Reino Unido, y Ronald Reagan, presidente entonces de los Estados Unidos.

Tuvo Silva-Herzog que actuar a contrapelo de su origen académico –estudió economía en la UNAM– y compartir tareas con los tecnócratas que formaban el equipo de Miguel de la Madrid y que después dirigirían al país. A la cabeza de ese equipo, Carlos Salinas de Gortari y su más íntimos colaboradores, como Pedro Aspe, Jaime Serra, Guillermo Ortiz, entre otros.

Fueron públicas las pugnas entre Silva-Herzog y Salinas de Gortari, pues uno se dedicaba a conseguir ingresos públicos, a estabilizar las finanzas públicas, a negociar la deuda; mientras el otro, como titular de la Secretaría de Programación y Presupuesto, hoy extinta, a distribuir y ejercer los recursos que el otro penosamente conseguía.

No se halló Silva-Herzog en el equipo de Miguel de la Madrid, a quien siempre le reclamó más apoyo y solidaridad para sus gestiones como secretario de Hacienda. De hecho, reclamaba que los otros, los más cercanos a De la Madrid, en primerísimo lugar Carlos Salinas de Gortari, hacían todo lo posible para desgastarlo pública y políticamente, induciendo críticas devastadoras en los medios –especialidad de Salinas– a su trabajo.

A los ojos de muchos, Silva-Herzog quedó como incompetente que no pudo resolver el grave problema de la deuda externa, y como funcionario fracasado.

No eran gratuitas las críticas soterradas, y públicas también, siempre sembradas o inducidas por Salinas y sus seguidores, que sufría Silva-Herzog. Eran tiempos cercanos a la decisión presidencial, el histórico dedazo ya desaparecido, para decidir al sucesor de Miguel de la Madrid.

Fue frontal la disputa. Perdió Silva-Herzog frente a Salinas, el consentido de De la Madrid, y también el dueño prácticamente del erario público, el que decidía sobre el presupuesto de la federación.

Jesús Silva-Herzog renunció a mediados de junio de 1986 a la Secretaría de Hacienda. Nunca más ocuparía un puesto que tuviera que ver con el sector.

El propio Salinas, en un dejo que significó más bien un mea culpa, lo nombró (o lo desterró) embajador de México en España y luego secretario de Turismo en el último año de su administración, 1994.

Después, Ernesto Zedillo (diciembre de 1994-noviembre de 2000) lo designó embajador de México en Estados Unidos, cargo que dejó en 1997.

Ya retirado del servicio público, se dedicó a la docencia, a las conferencias, a grupos de análisis dentro de la UNAM.