Fidel, un hombre de otro tiempo

Todos los cubanos con quienes conversé el sábado me dijeron lo mismo: que creían que no sucedería nunca, que aún les cuesta creerlo, que es muy raro el vacío que deja la muerte de Fidel Castro. Unos sienten miedo, otros desazón. Al interior de la isla, ni siquiera en los más críticos a su gobierno cundió la alegría. Las calles parecían más desiertas que de costumbre, como si un fantasma las recorriera: la presencia del hombre que rigió la isla por más de cinco décadas no desaparece de un momento a otro.

Es cierto que para algunos jóvenes que todavía eran niños en 2006, cuando se enfermó, Fidel ya había perdido esa aura semi divina que aún permanece en la mente de sus mayores. “Para mi hijo de 20 años es un viejito de barba y buzo”, me dijo Sergei, “o el héroe de unas imágenes de archivo en blanco y negro que, cuando aparecen, cambia de canal”. También es cierto que no figuró durante la visita de Obama, que ni siquiera se le mencionó y que mientras los Rolling Stones tocaban esa música que se encargó de prohibir durante décadas, en la explanada de la Ciudad Deportiva —donde a comienzos de 1959, cuando todo era esperanza, los milicianos ajusticiaban a los esbirros de Batista— se respiró un aire muy lejano a su aliento enfermo.

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“Definitivamente los tiempos están cambiando”, dijo Mick Jagger desde el escenario, y los cientos de miles de personas que estaban bailando ahí con un ritmo que les costaba reconocer mientras lo descubrían, aplaudieron con alivio. “Me sentí tan vivo como hace tiempo no me sentía”, confesó al salir del concierto Rafael Grillo, editor del Caimán Barbudo.

Pero como escuché decir al escritor Leonardo Padura, “nada cambia tan fácilmente en Cuba”, y una semana más tarde la voz de Fidel volvió a escucharse en el Granma calificando de “almibaradas” las palabras de Obama que invitaban a ambos pueblos a vivir “como amigos, como familia, como vecinos”. Acto seguido, en los programas de televisión (Mesa Redonda), sitios web como Cubadebate.com y la prensa oficial, que es casi toda la prensa, cundieron los comentarios que criticaban la invitación del presidente norteamericano a pasar la página. Lo que había sido una experiencia refrescante, esperanzadora y feliz, se tiñó de maledicencia y sospecha, hasta convertirse, según todos los discursos públicos, en un inaceptable llamado al olvido. El Séptimo Congreso del Partido Comunista ratificó esa línea reaccionaria, que en Cuba equivale a reafirmar el discurso revolucionario.

Al Comandante se le puede querer u odiar, pero no fue cualquier hombre. Tejió la Revolución cubana con sus propias manos desde la ya lejanísima toma del Cuartel Moncada en 1953, cuando apenas tenía 27 años. Fidel reunió a los 82 tripulantes del Granma en México, y con ellos desembarcó en el oriente de la isla de Cuba, y desde ahí avanzó por la Sierra hasta sacar a Batista y tomarse el poder en enero de 1959. La Revolución no fue la obra de un pueblo, sino de un individuo, y eso los cubanos lo saben y hasta su peor enemigo lo reconoce.

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La última vez que vi a Fidel fue el sábado 13 de agosto, día de su cumpleaños número 90, cuando asistió a un evento organizado en su honor en el Teatro Karl Marx. El recinto estaba lleno y la platea colmada de militares. Fidel apenas se podía mantener en pie. Llevaba un buzo blanco marca Puma y no Adidas como era su costumbre. Lo acompañaban su hermano Raúl y Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela, pero los protagonistas fueron niños que cantaron y recitaron odas en su honor. Niños que, a decir verdad, ya le cantaban al pasado.

Fidel Castro pretendió consumar en el siglo XX la independencia iniciada por José Martí a fines del XIX. “La guerra de independencia —escribió Nicolás Guillén—, preparada por Martí y desencadenada en 1895, quedó detenida tres años después por el ejército norteamericano”. Esa, dijo Guillén, “fue la bandera que tremoló la juventud del Moncada, la bandera de la continuidad revolucionaria cubana: reinició la guerra del 95, se comprometió con los más profundos planteamientos de ésta y puso en práctica el ideario martiano de cerrar el camino a Estados Unidos con la violencia armada, como en su día lo aprendió España del machete de Maceo, que hoy se prolonga en el rifle de Fidel”.

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Cuesta entender actualmente que el socialismo fue un sueño y una decepción, y que la palabra “revolución” cambió su sentido para después perderlo, pero ése al que hoy muchos llaman dictador —calificativo que acompaña a varios de los líderes independentistas latinoamericanos—, es también una rémora anacrónica del tiempo de los patriotas. El único cubano que no baila: un tipo al que la historia dejó atrás y del que recién comenzará hablar.

No es raro que los cubanos estén consternados. Algo de todos ellos muere con él. Cuba ya no es ni será Fidel.

Patricio Fernández es fundador y director de la revista chilena The Clinic.