¿Filas de seguridad y retraso de vuelos? Este niño está en el paraíso

NUEVA YORK ⎯ Yo pensaba que había dos tipos de personas en este mundo: aquellas a las que pone tan nerviosas alcanzar su vuelo que solo están verdaderamente contentas cuando llegan al aeropuerto cuatro horas antes, y aquellas a las que les tiene tan sin cuidado alcanzar su vuelo que solo están verdaderamente contentas cuando llegan al aeropuerto solo unos minutos antes del despegue.

A menudo estas dos personas están casadas entre sí.

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Desde que tengo hijos, sin embargo, me he dado cuenta de que hay un tercer tipo: aquellos que simplemente aman los aeropuertos. Concretamente, mi hijo de tres años, Holt. Su frase favorita es, literalmente: “Hablemos sobre la infraestructura del aeropuerto”.

“¿Otra vez?”, respondo, girando despacio los ojos.

“Juguemos a ‘¿Cuál es tu vehículo para las cuadrillas terrestres favorito?’”

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“Vaya”, digo. “Eso suena muy divertido”.

Esta obsesión a veces puede resultar agotadora, pero ¿sabe cuándo es útil? Cuando viajamos. Todas las partes enloquecedoramente molestas de los viajes aéreos que los adultos normalmente temen resultan ser la parte destacada del viaje de Holt.

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Por ejemplo: el transporte del estacionamiento al aeropuerto (¡le encanta!), el quiosco de autoservicio (¡sí, por favor!), el mostrador de entrega de equipaje (¡casi lo perdemos en la cinta transportadora!), las filas de seguridad (¿bromea?), las diversas máquinas de rayos X y los rituales de detección de metales (podría quedárseles viendo por días). Todos son tan impresionantes para Holt que casi se siente como si el costo del boleto del avión fuera realmente una tarifa de entrada al aeropuerto que también incluye un vuelo gratis.

Y así, en un reciente viaje a Florida, yo empecé a apreciar algunos de estos momentos que habitualmente queremos superar rápidamente. Por ejemplo, a Holt le encantan los postes de cintas retráctiles. No creo que yo hubiera pensado antes en un poste de cinta retráctil antes de que él llegara. Ni siquiera sabía cómo se llamaban antes de que él preguntara. (Sí, es una de esas cosas que se usan para mantener a las personas en filas ordenadas.) Así que cuando un empleado del aeropuerto modificó nuestra fila quitando y volviendo a poner una cinta retráctil, uno habría pensado que este trabajador era el propio Moisés, separando el Mar Rojo. Holt se quedó con la boca abierta. Se zangoloteó en sus zapatos.

Adelante de nosotros, una mujer mayor inexplicablemente había conservado puesta toda su llamativa joyería mientras pasaba por la máquina de rayos X, pese a toda la señalética instando a lo contrario. La agente de seguridad del aeropuerto, quien evidentemente se había topado con gente como ella antes, revisaba cortés pero completamente a la mujer con su varita, la cual emitía una serie de bips escandalosos.

“Tienes que pasarle el zzzghhffttt para que puedas encontrar sus llaves”, explicó Holt a la agente, quien hizo una pausa en su revisión, brevemente asombrada por esta pequeña intervención de retroalimentación.

“No es tan encantador”, dijo la dama enjoyada.

“Lo siento”, dije mientras empujaba a Holt para que se apresurara a salir del área de seguridad y entrara en la terminal.

Fue entonces cuando empezó el verdadero espectáculo. La terminal del aeropuerto era el máximo parque safari, con sus amplios ventanales que revelaban una sabana de vehículos para las cuadrillas terrestres. Holt estuvo de pie, con la nariz pegada en el cristal, haciendo ocasionalmente ruidos de motor, levantando y bajando la mano con cada caja de comidas cargada en la bodega.

“¿Qué es eso?”, preguntó.

“Eh, supongo que es el camión de los baños…”

“¿Ese llena el retrete con cemento azul?”

“Ah, no precisamente”.

“¿Qué es eso?”

Y así una y otra vez.

Estuvimos de pie durante horas, nuestro avión se retrasó y luego retrasó a algunos más. Yo me estaba molestando en la forma en que los adultos se molestan cuando las cosas no salen según lo planeado. Holt no podía estar más contento.

Nuestro avión finalmente apareció, solo para que el operador del puente portátil pasara apuros durante 20 minutos tratando de alinearlo con la puerta de nuestro avión, moviéndose adelante y atrás como algún chiste extendido de una película de “Austin Powers”. Una creciente multitud de pasajeros se mostraba boquiabierta ante tal ineptitud.

Alcancé a escuchar al asistente de la aerolínea en la puerta decir que probablemente perderíamos nuestro turno de despegue y tendríamos que esperar hasta la mañana siguiente, provocando un pequeño motín en la terminal. Yo me enfurecí junto con los otros pasajeros, maldiciendo la incompetencia general del hombre y específicamente al imbécil que operaba ese estúpido puente hacia el avión.

Pero luego miré hacia abajo y vi la gran y arrebatada alegría en el rostro de Holt al ser testigo de tan glorioso mal funcionamiento. Estaba en el paraíso.

“¡Se descompuso!”, dijo.

“Sí, y vamos a perder…”.

“¡Los hombres tendrán que arreglarlo! ZZZZhhdgggfjjjsds”. Esto, para quienes no lo sepan, es el sonido de un hombre (o mujer) arreglando un puente de avión descompuesto.

Su entusiasmo era tan contagioso que pasar la noche en el aeropuerto repentinamente no pareció la pesadilla que era antes. Florida bien pudiera esperar. Estas eran las vacaciones, aquí y ahora, viendo un puente portátil que funcionaba mal avanzar y retroceder como una boa constrictor ebria. Esto era más fascinante que cualquier playa de arena blanca o mojito al lado de la piscina. ZZZZhhdgggfjjjsds.

“Hablemos de la infraestructura del aeropuerto”, dijo Holt, tomando mi mano.

“Muy bien”, dije. “Hagámoslo”.

Reif Larsen
© 2017 New York Times News Service