
En las democracias contemporáneas, la legitimidad ya no se construye únicamente desde el voto. También, y cada vez más, desde las pantallas personales.
LA DICTADURA ALGORÍTMICA
Estas pantallas, que son los nuevos medios de comunicación y sus canales, tales como las aplicaciones, entre ellas las influyentes redes sociales, no son ventanas neutrales al juicio ciudadano ni a la información basada en evidencia. Son ecosistemas controlados por algoritmos que premian el sentimiento irreflexivo y castigan el pensamiento complejo.
Durante siglos, los progresistas y libertarios disputaron con sangre y fuego el derecho de los pueblos a participar en la deliberación colectiva de los asuntos públicos. Hoy, paradójicamente, la política se ha vuelto un espectáculo dictado por algoritmos que moldean el sentimiento popular.
Un estudio interno de Facebook, revelado por The Wall Street Journal en 2021, mostró que más del 70% del contenido político que los usuarios consumen en redes sociales no proviene de sus búsquedas activas ni de afinidades personales, sino de “sugerencias” algorítmicas con fines previamente definidos.
¿Y definidos por quién? ¿Y para qué fines?
El algoritmo no solo refleja lo que los usuarios piensan; manipula lo que sentirán, basándose en patrones de consumo emocional, no racional, y con fines completamente ajenos al bienestar ciudadano. La prueba y error en cada usuario, al algoritmo le lleva segundos identificar y encontrar la envoltura apropiada para que el usuario acepté la tendencia que la dictadura algorítmica decide.
Este fenómeno no es nuevo. El filósofo Guy Debord advirtió, desde 1967, con las pantallas de la televisión y cine, que avanzábamos hacia una sociedad del espectáculo, donde la “representación” de lo pubiico sustituía la realidad pública. En la sociedad del espectáculo, lo que importa no es gobernar bien, sino aparecer bien en pantalla. El poder no necesita argumentos sólidos, sino escenografía convincente. Así, la política se salía peligrosamente del terreno de la reflexión púbiica al terreno de aceptar lo que se miraba en pantallas, donde la popularidad y credibilidad sustituye al prestigio y la veracidad.
Antes había personas detrás de las pantallas, con todo lo que eso implicaba, ahora hay algoritmos que no descansan y “memorizan” cada sentimiento y hábito del usuario.
El impacto emocional de las redes reemplaza al compromiso público de ejecer la ciudadanía como la forjaron los hombres y mujeres que entregaron su vida en las luchas sociales enmancipadoras para que pudieramos ejercer nuestro derecho obligado de ser ciudadanos.

EL ALGORITMO DEL PASAPORTE
El reciente revuelo en redes sociales por la cancelación de las visas de la gobernadora Marina del Pilar y de su esposo Carlos Torres parece obedecer más a una dirección algorítmica interesada, que a una reflexión profunda sobre la afectación real en la vida pública.
Sin hacer un análisis simplista de la realidad política, habría que responder cómo afectó directamente la vida personal del usuario ese evento.
Sin duda el desahogo público tiene otras profundidades que el Gobierno tiene la urgente necesidad de identificar con claridad.
Lo mismo ocurrió con la renuncia de Carlos Torres como colaborador honorario. En esencia, fue un hecho sin consecuencias institucionales al pueblo en general. Pero fue tratado como escándalo, viralizado por miles de perfiles que jamás antes habían citado su nombre.
¿Por qué? Porque la dictadura algorítmica lo detectó como contenido “fértil”: político, sentimental, polémico. Y lo premió con exposición masiva, como parte de una lógica de mercado atencional, no de interés público.
Si bien es cierto este hecho tiene implicaciones en el círculo rojo de la disputa por el poder político, digno de ser tratado en comentarios y columnas especializadas, la exposición masiva sugiere otro fenómeno comunicacional.
Pareciera que el 70% de los usuarios fue inducido a una narrativa planificada por fuerzas políticas con acceso a la arquitectura misma de las plataformas. Fuerzas capaces de manipular emocionalmente a la opinión pública, sin dejar huellas visibles.
Las reacciones en redes no fueron protesta deliberativa. Fueron programación emocional inducida. Se premió el escándalo, el juicio inmediato, el descredito.
EL PODER ALGORÍTMICO
Esto no significa que todo esté bien. Ni que el gobierno esté exento de errores, pero evidencia quien tiene el verdadero poder sobre la ciudadanía. El gobierno paga el precio de no controlar ni regular la datificación del aire material, que es la principal vía de comunicación de los nuevos dueños del mundo.
La crítica al orden público los invisibiliza tal y como los datos viajan en el aire, en cambio quienes controlan esos datos destruyen el juicio informado, y lo suplanta por el sesgo que maximiza la interacción, no la verdad.
Vivimos en la era de la posverdad, un tiempo donde la verdad ya no importa tanto como la eficacia emocional de un mensaje. Lo que interesa no es que algo sea cierto, sino que refuerce un estado de ánimo, confirme un prejuicio o dispare una reacción. La mentira deja de ser un error para convertirse en una herramienta legítima de influencia. Y el algoritmo, lejos de neutralizar esa lógica, la vuelve rentable.
Vivimos bajo una arquitectura algorítmica que recompensa las emociones intensas, miedo, enojo, escándalo, porque generan mayor tiempo de permanencia en pantalla.
Los nuevos canales de las pantallitas planas modelan el comportamiento humano para volverlo predecible, y por tanto, manipulable en segundos.
Los algoritmos nos aíslan de la diversidad informativa, reforzando sesgos y emocionalidades que nunca sometemos a escrutinio.
Bajo estas coordenadas, no es extraño que una parte creciente de la ciudadanía experimente y expresé una desconfianza profunda hacia el poder, pero sin tener claridad de por qué ni hacia dónde. Se genera indignación, pero no pensamiento crítico.

MARINA Y LA PROTESTA
No toda protesta masiva significa que el sistema haya colapsado. Lo que colapsa es el vínculo simbólico entre representación y ciudadanía.
Puede haber malestar legítimo, sin que todo esté mal.
Y eso pasa hoy en Baja California. No estamos ante un estado fallido. Hay clases en las escuelas públicas. En este momento en Mexicali se están sustituyendo aparatos de refrigeración en las aulas escolares; llegan desayunos y comidas escolares diariamente. Los protocolos de protección a niñas, niños y adolescentes se conocen y aplican en las escuelas. Eso es política pública de justicia social.
El Estado no ha colapsado. Lo que está en crisis es su vínculo emocional con la ciudadanía.
Y esa crisis ocurre en un tiempo donde los valores, los vínculos comunitarios, la credibilidad, se disuelve en flujos inestables y se conduce por algoritmos. La política sin resultados se vuelve más frágil, evidente, sensible.
En este contexto, la legitimidad no se construye con la misma rapidez que se aniquila.
Las convicciones profundas se reemplazan por microindignaciones sin horizonte histórico. La ciudadanía flota entre percepciones inducidas, mientras el poder se aferra a su imagen más que a su sentido, y es ese el error profundo.
Y el algoritmo, como buen administrador de esa fluidez, construye realidades compartibles, pero no verificables.
Se dice que los celulares son el Gran Hermano que nos vigila, por ejemplo uno habla de los Xolos, el equipo de fútbol o los perros xoloitzcuintle, y al pasar el tiempo en el teléfono aparecen publicaciones sobre ellos. ¿Coincidencia? ¿Espionaje? ¿Segmentación comercial? Lo cierto es que no controlamos el modo en que el mundo nos llega a la pantalla, pero ese mundo condiciona cómo votamos, cómo odiamos, cómo opinamos, como ejercemos nuestra ciudadanía.
LA DERECHIZACIÓN DE LA IZQUIERDA.
Regresando al gobierno, la crítica es doble.
Por un lado, es un gobierno estatal, y algunos municipales, que han dejado de mirar a la izquierda. Han tecnocratizado su gestión al punto de diluir el sentido de justicia social que le dio origen.
Por otro, es una ciudadanía que, sin culpa individual, ha sido arrastrada a una esfera pública dominada por filtros, sesgos y estímulos, donde el juicio colectivo se ha convertido en una caricatura emocional.
Marina del Pilar necesita repensar no sólo su gabinete, sino su horizonte político.
Si quiere recuperar legitimidad, no será con puestas en escena ni victimismo, sino volviendo a los principios de la izquierda, que son la justicia social y equidad, los derechos sociales, la constitución de comunidad.
Alguien debe decirle que su gobierno opera en piloto automático, administra recursos y programas, pero no mejora ni crea políticas de izquierda, ni siquiera entiende muchas de las que ya existen.
De ahí su inoperancia en las turbulencias.
Y necesita también una narrativa que no pelee contra los algoritmos, pero que tampoco se subordine a ellos.
Una narrativa con sustancia, anclaje ético, y contenido profundo. Una narrativa de izquierda, que recupere el sentido.
Porque si el algoritmo dicta lo que es real, y lo que importa es lo que se comparte, entonces la democracia se vuelve una simulación interactiva sin anclaje ético.
Y ese, sí, es el verdadero enemigo.