Por qué Israel se sigue negando a tomar una decisión

TEL AVIV — Los acuerdos son escasos en la problemática Tierra Santa, pero respecto de un punto llegan casi a la unanimidad estos días: una resolución bi-estatal al conflicto entre Israel y Palestina es cada vez más lejana; tan inimaginable que parece poco más que una ilusión sostenida por el pensamiento conformista, el interés en el statu quo o el puro agotamiento.

Desde Tel Aviv a Ramala en Cisjordania, desde la mayormente árabe ciudad de Nazaret a Jerusalén, en realidad no encontré a casi nadie preparado para ofrecer otra cosa más que una evaluación negativa de la idea de los dos Estados. Los diagnósticos de esta resolución van de agonizante a clínicamente muerta. El año que viene se cumplirá medio siglo desde que comenzó la ocupación israelí de Cisjordania. Más de 370.000 personas viven ahora aquí, sin incluir Jerusalén oriental, y esta cifra aumentó desde los aproximadamente 249.000 que había en 2005. La incorporación de toda la “tierra bíblica” de Israel ha avanzado mucho y desde hace mucho, para revertirse ahora.

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El Israel más grande es el que conocen los israelíes; el Israel más pequeño al poniente de la Línea Verde —la frontera de facto que surgió de la guerra de independencia de 1947 a 1949— es un recuerdo que se desvanece. El gobierno derechista del primer ministro Benjamin Netanyahu, con su menosprecio por los palestinos y las voces disidentes en general, prefiere que las cosas sigan así, como lo demuestra la expansión constante de los asentamientos. La Autoridad Palestina en Cisjordania, encabezada por el presidente Mahmoud Abbas, ha perdido legitimidad, cohesión y voluntad para hacer algo al respecto. La cancelación de las elecciones municipales en Cisjordania y Gaza que se habían fijado para octubre fue otro signo de las paralizantes disputas internas palestinas.

“En el futuro próximo no se logrará la creación de dos Estados”, me dijo el exprimer ministro palestino, Salam Fayyad. “Se ha vuelto un proceso sobre un proceso, no es real”.

La administración de Obama ha llegado a un punto de exasperación aguda. El anuncio israelí el mes pasado sobre un nuevo asentamiento en Cisjordania fue el golpe decisivo que se dio apenas semanas después de que Estados Unidos hubiera concluido un acuerdo de 38 mil millones de dólares y 10 años de ayuda militar. La explicación de Israel de que el asentamiento era un “satélite” de otro no resultó creíble; sus acciones fueron consideradas indignantes. Pocas veces la conocida declaración de Moshe Dayan (“Nuestros amigos estadounidenses nos ofrecen dinero, armas y consejos. Nosotros tomamos el dinero y las armas pero declinamos los consejos”) había estado mejor ilustrada. Sin embargo, no queda claro si Estados Unidos está preparado para calibrar su apoyo incondicional a fin de presionar a Israel para el cambio.

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Dentro de Israel, donde Netanyahu lleva más de una década en el poder, el giro político y cultural es hacia un nacionalismo aún más asertivo e intolerante. Las críticas se equiparan cada vez más con la traición. Grupos como B’Tselem, que concentra su atención en acusaciones de violaciones a los derechos humanos contra los palestinos y los territorios israelíes ocupados, están bajo un ataque devastador. El sionismo religioso mesiánico que sostiene que toda Cisjordania es de Israel por decreto bíblico es ascendente. La izquierda está en un débil caos.

Resulta aleccionador observar que Netanyahu probablemente representa el ala más moderada de su gobierno. El reto más real para él puede en última instancia provenir de su propia posición en el espectro político, la centro-derecha, en forma del telegénico Yair Lapid, quien me dijo que Netanyahu “no se merece ni una página en los libros de historia israelí”. Lapid cree que puede recuperar algo de magia de los dos Estados, pero comenzó su primera campaña política en el asentamiento grande de Ariel, y la idea de que pueda revertir el movimiento de los que quieren asentarse parece inverosímil.

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Conduje hasta Ramala a través de un puesto de control abarrotado. Siempre resulta una transición sorprendente pasar del bullicio eficiente y de mundo desarrollado de Israel al polvo y el caos de Cisjordania. En el camino me detuve a ver a Walid Batrawi, el director de BBC Media Action, una organización benéfica que orienta a los periodistas y promueve la prensa independiente. Se mostró abatido y describió una “absoluta falta de confianza y fe”. La categoría de Estado de Palestina está “más lejana que nunca”, dijo. Abbas estaba distraído, explicó, enredado en los conflictos de su partido Fatah, preocupado por Hamas, sin rumbo. “Algo se ha perdido”, dijo. “Un sentimiento especial de patriotismo, de pertenencia, se está desvaneciendo”.

En Ramala fui testigo de un sentimiento similar, que habla de una sociedad palestina más individualista, con un menor sentido de comunidad, donde la gente se centra en cuidarse a sí misma y en hacer lo mejor que puede en la situación actual. La idea de los dos Estados se ha vuelto una mala broma. Los jóvenes tienen más fe en la resistencia no violenta que pueda conducir en última instancia a derechos igualitarios dentro de un mismo Estado antes que en otra iniciativa de paz internacional o un levantamiento fallidos.

Los palestinos (ya sea propiamente en Israel, donde los ciudadanos árabes son 1,5 millones y conforman cerca del 17 por ciento de una población de 8,5 millones de personas, o en Cisjordania, donde son cerca de 2,6 millones) están cansados de humillaciones, grandes o pequeñas, a manos de Israel. ¿Cómo, se preguntan, puede algo que se asemeja a un Estado, compuesto por sus incontables pequeños enclaves autoadministrados en Gaza y Cisjordania, estar dividido por asentamientos israelíes?

Entonces, en cierto sentido, Israel ya ganó. David Ben-Gurion estuvo en lo correcto cuando hizo notar en 1949 que: “Cuando el problema se alarga, nos trae beneficios”. Desde entonces, la política ha sido muy uniforme: crear hechos sobre el terreno; quebrantar la voluntad de los árabes por la fuerza; tratar de hacerse de tanto como sea posible de la “tierra bíblica” de Israel entre el Mar Mediterráneo y el río Jordán.

Si el campo maximalista se atenuó, fue principalmente por el conocimiento de que con toda la tierra venía la gente, en específico millones más de palestinos, y de que un Estado 50-50 no era de lo que se trataba el sueño sionista. De ahí la improvisada ocupación de 49 años por parte de Israel, que ostenta el dominio efectivo de los palestinos sin la aprobación de estos últimos. Por lo tanto se dan las puñaladas periódicas a la paz de dos Estados, más visiblemente a los acuerdos de Oslo de 1993: decidir las vidas de los otros que han sido subyugados es extenuante, corrompe y es inherentemente violento, además de ser incompatible con la democracia verdadera.

De regreso a Tel Aviv cené con Gil Friedlander, un patriota israelí que sirvió en la fuerza aérea durante varios años, antes de crear y vender una compañía tecnológica. Sin embargo, este país, tan dinámico en el frente económico, y tierra fértil para las startups, se encuentra en un impasse político terrible.

“La gran guerra victoriosa de 1967 tuvo un impacto que nos está comiendo desde dentro”, me contó. “Estaría más que feliz de salir de Cisjordania y Jerusalén oriental y construir un país con una moral en la que creo. Lucharé por la paz, pero no para mantener el statu quo”. Friedlander dijo sentirse cada vez más confinado, viviendo en “áreas cada vez más pequeñas donde pueda encontrar a otros que piensen como yo”, además de sentirse como un extraño en el Jerusalén donde creció.

Durante mucho tiempo he sido un gran defensor de la solución de los dos Estados. Pero no tiene caso dar manotazos de ahogado. Es hora de dar pasos más grandes. Israel podría encontrar muchas formas de aliviar las humillaciones y los apuros económicos de los palestinos en Gaza y Cisjordania sin poner en riesgo su seguridad. Podría desmantelar algunas barricadas, reducir las restricciones de movimiento dentro y fuera de Gaza, y otorgar más permisos de construcción en Cisjordania, como lo que hizo al autorizar sin hacer ruido algunos planes palestinos de desarrollo en áreas de Cisjordania bajo el control exclusivo de Israel. Incluso podría, sin decirlo, detener la expansión de asentamientos.

Lo peor sería que los líderes occidentales salieran con alguna nueva “iniciativa de paz” que constituiría una distracción conveniente a la responsabilidad política. Algún día Netanyahu dirá a los israelíes si quiere un gran Estado binacional o un Estado más pequeño mayoritariamente judío junto con un Estado palestino. Está haciendo todo lo posible para evitar decidir, lo cual mantiene a millones de palestinos en el limbo; Occidente le ayuda con un “proceso de paz” que no va a ningún lado. Abbas también le debe claridad y rendición de cuentas a su gente, así como un rumbo político. Está haciendo tiempo.

Después de la elección pero antes de dejar el cargo, el presidente Obama podría presentar los principios de Estados Unidos para un resultado bi-estatal en una resolución del Consejo de Seguridad que estableciera cómo se verían Israel y Palestina en su “estatus final”. Israel se opone fuertemente. Esa es la mejor razón para hacerlo. Siempre y cuando Israel tenga un cheque en blanco de Washington y un veto efectivo del Consejo de Seguridad a través de Estados Unidos, nada cambiará. Sin embargo, algo tiene que cambiar.

Ahora Israel es una sociedad moderna. Su ingreso per cápita es más alto que el de España. No obstante, detrás del lustre del éxito económico, siempre está al acecho la sombra de las fronteras poco definidas y la violencia. Fui invitado a una cena en la terraza de un penthouse cuyo anfitrión era el exembajador israelí en Estados Unidos. A la cena asistieron un exjefe de inteligencia militar, un implacable abogado israelí y una pareja árabe-israelí con un negocio de alta tecnología en neurociencia, entre otras luminarias. Las tensiones aumentaron.

Reem Younis, una emprendedora árabe, decía que el padre de su esposo, Imad, había identificado en su testamento propiedades que había perdido ante Israel en 1948, que sus hijos podrían intentar recuperar, mientras que una mujer israelí, aludiendo a propiedades que su familia había perdido en Austria en el Holocausto, dijo: “Tienes que seguir adelante, no puedes volver atrás”. Después de esto, el abogado presionó a la familia Younis, exigiendo saber si se consideraban israelíes, palestinos, musulmanes, árabes o qué.

“¡No puede forzarme a elegir!”, exclamó Imad Younis. “Soy israelí. Soy palestino. Soy árabe. Soy cristiano, sin ir más lejos. Soy todas esas identidades. Me identifico con la gente en lo que equivale a una prisión israelí en Jenin o Nablus en Cisjordania”.

Reem dijo: “Te puedo decir esto: el día en el que diga que soy israelí, todos nos deberíamos sentir muy orgullosos”. Esa pequeña frase tan solemne, con su advertencia implícita a Israel para extender la igualdad de derechos a todos sus ciudadanos, dio lugar a un breve silencio solemne.

Unos días más tarde fui a ver a la pareja en las oficinas principales de su compañía, Alpha Omega, en Nazaret. La suya es una historia inspiradora: una pareja árabe en Israel que vendió su automóvil y cuatro monedas de oro para comenzar un negocio que ahora emplea a 65 personas y es líder mundial en maquinaria y software para ayudar a los cirujanos a navegar por el cerebro. Una startup árabe como esta es rara.

“¿Cómo puedes sentirte igual cuando no lo eres?”, dijo Reem, y contó que le había resultado imposible comprar una casa en un pueblo cercano porque es árabe. “Israel necesita ser más democrático que judío.”

Imad cree que lo personal está por encima de lo político. “¿Un Estado o dos Estados? ¿A quién le importa?”, me dijo. “Lo que importa es la dignidad humana y la igualdad bajo la misma ley. Los niños palestinos quieren vivir bien. Eso es lo que quieren”.