Italia: la batalla de las fronteras

 

ROMA (apro).- “Estamos en alerta, siempre atentos a los flujos”.

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Franz Kompatscher descuelga el auricular del teléfono aparentando calma. Es la última de decenas de llamadas que ha recibido desde que Brennero –el pueblo italiano ubicado en la frontera con Austria y del cual es alcalde– se convirtió en la enésima frontera caliente de Europa.

Ello ocurrió debido a la amenaza de los austríacos de suspender el Schengen –el acuerdo europeo que permite el libre tránsito de personas entre los países de la Unión Europea (UE)–, con el propósito de evitar que refugiados e inmigrantes decidan pasar o quedarse en Austria.

La amenaza austriaca ocurre después de que la Unión Europea concretó en marzo un acuerdo migratorio con Turquía y luego de que se cerró para los migrantes la ruta balcánica. Además, la llegada de la primavera y su consecuente buen clima incrementó los arribos a las costas italianas: desde comienzos de año han llegado a este país unas 50 mil personas, 20 mil de ellas solo en mayo.

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El problema es que el paso del Brennero es también el confín más estratégico entre el sur y centro-norte de Europa.

“Ahora hay mucho más presencia de policías (italianos). Buscan a los migrantes en los trenes y también hay controles en la autopista que conecta Bolzen (Italia) con Innsbruck, la capital de entidad austríaca federada de Tirol. Por ello, de momento parece que los austríacos han aparcado el plan de blindar el paso de Brennero, alambrada incluida. Pero todo puede cambiar en un tiempo muy breve”, dice Kompatscher en entrevista con Apro.

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En verdad ha habido un gran puño de hierro entre Italia y Austria desde que Viena anunció, a principios de año, su intención de cerrar la frontera con Italia.

Matteo Renzi, primer ministro de Italia, de inmediato dijo que no lo aceptaría. “La hipótesis del cierre del Brennero es absolutamente equivocada”, afirmó el mandatario italiano durante una conferencia de prensa celebrada a finales de febrero en la Asociación de Corresponsales de Roma, a la que asistió esta periodista.

Pero Viena no cambió de actitud. Argumentó que su país no puede acoger este año a tantos migrantes como el año pasado, cuando las solicitudes de asilo llegaron a 90 mil, en un país en el que viven 8.5 millones de habitantes, transformándose así en la segunda nación de Europa que más refugiados per cápita acogió en 2015, sólo superado por Suecia.

 

Cruce de acusaciones

En este contexto, y también ante el auge de los partidos de extrema derecha austríacos —en particular el Partido de la Libertad (FPÖ)— y las elecciones generales de mayo, empezó la riña entre Italia y el gobierno del canciller socialdemócrata Werner Faymann. Se trató básicamente de un cruce de acusaciones y críticas sobre las responsabilidades de cada uno en la gestión de los flujos migratorios.

Finalmente, el 27 de abril, se llegó al punto más álgido. Un día después de la primera vuelta en las elecciones generales austríacas, el Parlamento de ese país aprobó una reforma con algunas de las leyes más restrictivas de Europa para frenar las llegadas de migrantes, incluida la posibilidad, si la avalancha llegase a producirse, de levantar una valla metálica en la frontera con Italia y declarar el estado de emergencia por inmigración, limitando el derecho de asilo.

Las medidas alarmaron de inmediato en Roma. “El cierre del Brennero va descaradamente contra las reglas europeas, además contra la historia, la lógica y contra el futuro”, criticó Renzi. “Es la rendición de la Unión Europea, significa levantar bandera blanca”, reaccionó Laura Boldrini, presidenta de la Cámara de Diputados italiana.

Para enfriar el conflicto, Roma prometió enviar más policías a la frontera con el propósito de evitar el paso de los migrantes a Austria.

Así trató de evitar una catástrofe económica. Y es que por la frontera italo-austríaca “pasan 4.7 millones de camiones al año que transportan cerca de 14 mil millones de euros en mercancías que ingresan o salen de Italia. Se trata de casi un cuarto del comercio mundial de Italia y un tercio del europeo”, según denunció en su momento Paolo Ugge, presidente de la asociación de transportistas de Italia, ConfTransporto.

La cuestión de fondo es que, si se suspende Schengen, los controles crearán larguísimas colas de camiones en la frontera, provocando retrasos en los tiempos de traslado de las mercancías. Y eso ya empezó a ocurrir. En el pasado mes de septiembre, tras recibir 11 mil personas en una semana, Croacia decidió cerrar por casi una semana su frontera con Serbia, algo que dejó bloqueados a centenares de camioneros, motivando una furiosa reacción de Belgrado. La razón, puntualizó entonces el ministro de Comercio de Serbia, Rasim Ljajic, es que la medida croata estaba provocando pérdidas por 21 millones de euros cada día, en particular por todos los productos perecederos que se estaban estropeando. Finalmente, el incidente se zanjó solo gracias a la intervención de Bruselas.

 

Los costos de acabar con Schengen

Mientras tanto, otros países europeos también amenazaban con cerrar sus fronteras o las cerraban de manera intermitente.

Ante ello la Comisión Europea (CE) decidió hacer públicas las cifras del costo que implicaría la suspensión definitiva de Schengen. Según sus estimaciones, el restablecimiento de los controles en las fronteras europeas costaría a la UE hasta 18 mil millones de euros al año, el equivalente a 0.13% del PIB europeo.

Lo que, para naciones como Alemania, Polonia y Países Bajos implicaría un costo añadido de al menos 500 millones de euros en transportes; mientras que países como España y República Checa pagarían 200 millones más en gastos para sus empresas.

Además, 13 millones de turistas dejarían de viajar e impedirían una derrama de mil 200 millones de euros anuales: al mismo tiempo, el gasto burocrático ascendería a unos mil 100 millones de euros.

El centro de estudios Brueguel, con sede en Bruselas, indicó que la suspensión indeterminada de Schengen “no impediría a la UE funcionar”, pero sí podría poner fin a las mejoras económicas que se están produciendo “justo ahora”; es decir, tras la crisis financiera de los últimos años.

En lo que concierne a los ciudadanos, “hay 1.7 millones de personas que trabajan en países del área Schengen diferentes de los que viven (…) lo que alcanzaría gastos por entre 3 mil y 4 mil millones de euros al año”, explicó Bruegel, al subrayar que para naciones como Luxemburgo y Eslovaquia el peso de la medida sería más costoso.

Italia, por su parte, también hizo una reflexión histórica debido a que el paso del Brennero resume muchas de las divisiones y, al mismo tiempo, esfuerzos unitarios que ha hecho Europa en las últimas décadas.

Y es que, en este territorio —anexado por Italia tras la Primera Guerra Mundial, cuando el Tirol fue dividido en dos y repartido entre Italia y Austria—, las fronteras se volvieron a abrir recién en 1998, fecha en la que se disiparon las tensiones acumuladas en el siglo XX en uno de territorios más conflictivos de Europa.

Fue aquí donde Hitler y Mussolini ratificaron su pacto de Acero en 1939, en el amanecer de la Segunda Guerra Mundial; donde la división étnica había llevado al terrorismo de extremistas de idioma alemán hasta los años 70. Fue ahí donde, en 1995 —con la entrada de Austria en la UE—, se creó una macroregión europea, llamada Euregio, e integrada por las provincias de Bolzano y Trento, en Italia, y el Tirol, en Austria, que aún hoy es un laboratorio europeo.

“Cerrar la frontera sería un grave paso hacia atrás. Europa debe permanecer unida”, dice a Apro el presidente de Euregio y de la provincia autónoma de Trento, Ugo Rossi. Aclara, sin embargo, que entiende el malestar austríaco por la oleada migratoria.

Porque, en efecto, con el plan italiano de recolocación de migrantes en las provincias autónomas de Trento y la de Bolzano —que a su vez integran la también autónoma región de Trentino-Tirol del Sur (Alto Adigio, en italiano)— se afincaron el año pasado apenas mil 500 migrantes, mientras que Tirol, Austria, sumó unos 6 mil 500 sólo en 2015.

El pasado 24 de mayo, dos días después de la segunda vuelta en las elecciones generales austríacas, que ganó por estrecho margen el ecologista Van der Bellen —quien se enfrentaba al candidato ultranacionalista de FPO, Norbert Hofer—, se vivió el último capítulo de la pelea ítalo-austríaca.

En el mismo momento en el que Der Bellen afirmaba querer mayor apertura frente a la cuestión de la inmigración, a la frontera del Brennero llegaban otros 50 policías con un objetivo opuesto: asegurarse que ningún migrante pasara por la frontera y que Italia cumpliera sus “deberes”.

Todo esto ante el estupor de los vecinos de la apacible ciudad del Brennero: 2 mil 187 habitantes repartidos en varios asentamientos urbanos apoyados sobre los Alpes y que mantienen una relación muy cercana con sus vecinos austríacos.

 

“La tragicomedia de siempre”

Italia es la nación que ha mantenido una de las posiciones más solidarias ante la enorme ola de personas que llegan desde hace años a Europa. De hecho, posee el record de migrantes que el año pasado pasaron por su territorio y se dirigieron al resto de Europa a través de la ruta balcánica: casi un millón de personas.

Por si ello no fuera suficiente, todavía mantiene abierto un conflicto con Francia por la situación en la ciudad fronteriza de Ventimiglia. Allí desde hace años, pero con mayor intensidad desde junio del año pasado, las autoridades galas impiden que miles de indocumentados entren en su territorio. La mayoría son africanos que tienen amigos o familiares que ya viven en Francia.

Esta situación ha convertido a Ventimiglia en un enorme campo de acogida al aire libre, con cientos de migrantes viviendo en la estación de la ciudad, donde yacen en colchones y se bañan en duchas improvisadas, a la espera de encontrar una forma de entrar clandestinamente a Francia.

A tal nivel ha llegado la situación que la crisis ya empezó a cobrar sus primeras víctimas políticas. El alcalde de Ventimiglia, Enrico Loculano, fue el primero. El pasado 26 de mayo, obligado por Roma —que a su vez cumplía acuerdos hechos con los franceses—, Loculano primero desalojó a un grupo de 120 migrantes instalados en las cercanías del río Roja y luego se renunció al Partido Democrático (PD, el que también gobierna a nivel nacional), en pos de demostrar que él no está de acuerdo con reprimir a gente que huye de la guerra.

Ello nunca había ocurrido en esta ciudad. “¿Qué pasará mañana? La tragicomedia de siempre, me temo. Llegará la policía, intervendrán los activistas (de izquierda) de los centros sociales y los migrantes escaparán”, dijo al anunciar su decisión.