La crisis humanitaria del siglo

ESTAMBUL (proceso).- La imagen del pequeño Alan Kurdi tendido sin vida en una playa turca conmocionó al mundo entero y llamó la atención sobre un fenómeno que se desarrolla actualmente y del que poco sabíamos antes del impacto provocado por esa fotografía: el de la migración masiva de quienes huyen de la violencia y la miseria de sus países de origen, en África y Medio Oriente, y tratan desesperadamente de llegar a Europa con el único afán de vivir. Dos millones de personas se han embarcado en esa odisea en los últimos tres años y más de 12 mil han muerto en el intento.

Atento a este problema, Proceso lanza el número especial de próxima aparición Europa ante la migración: el desafío del siglo XXI, que muestra la situación de esos seres humanos desesperados. A continuación se adelantan fragmentos de esta amplísima labor periodística.

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La situación en Turquía se volvía cada vez más complicada. El número de refugiados sirios superaba los 2 millones y crecía la competencia a la hora de buscar trabajo. Para Muhammed y Abdullah sólo había empleos temporales y mal pagados, acarreando sacos de cemento durante 12 horas hasta la cima de los altos edificios de viviendas en construcción. Así que Muhammed decidió probar suerte con los que proseguían su camino hacia Europa. Y lo logró. En apenas unas semanas había llegado a Alemania tras cruzar en patera a la islas griegas y recorrer los Balcanes a pie y en autobús.

El éxito de Muhammed infundió valor en su hermano Abdullah. “¿Por qué no lo intento yo?”, preguntó a su hermana Tima.

El 2 de septiembre Tima Kurdi se despertó con un mal presentimiento. No había dormido bien. Vio un centenar de llamadas perdidas en su celular y supo que algo grave había sucedido. El último mensaje de Abdullah era un escueto mensaje: “Partimos ahora”. Al encender el televisor, Tima cayó de rodillas gritando presa del dolor: en los noticiarios de medio mundo estaba presente la imagen de su sobrino Alan yaciendo sin vida sobre la arena.

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Doce horas antes se había iniciado el breve y mortal viaje de los Kurdi. Abdullah, Rihanna, Ghalib y Alan embarcaron en un pequeño bote inflable junto con otros 12 refugiados, en este caso iraquíes, para atravesar los seis kilómetros que separan el extremo norte de la península de Bodrum (suroeste de Turquía) de la isla griega de Kos. Pero el bote utilizado excedía con mucho su capacidad original de ocho personas y ninguno de los ocupantes sabía manejar una embarcación.

Cinco minutos después de zarpar, las olas comenzaron a zarandear la embarcación. El motor se paró. Cuando Abdullah logró ponerlo de nuevo en marcha, el agua había penetrado en el bote. Los refugiados se pusieron nerviosos. “Uno de los hijos del señor Kurdi comenzó a llorar y distrajo a su padre. Nos golpeó una ola y volteó la lancha”, explicó posteriormente otro de los ocupantes.

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Los chapoteos se mezclaban con los gritos desesperados. Abdullah intentó asir la mano de Rihanna y de sus niños, pero notó que se le escapaban. “Estaba oscuro y todos gritaban, pero no podía escuchar a mis hijos ni a mi mujer”, relató al día 
siguiente.

Unas horas después, un empleado de uno de los resorts costeros de Bodrum hallaría los cadáveres de los niños: “Parecía que durmiesen. Incluso sonreían ligeramente”.

Travesías

La terrible odisea de los hermanos Haliem empezó en el llamado “mercado libio” de Omdurmán, gran ciudad comercial de Sudán, a sólo 12 kilómetros de la capital, Jartum. El “mercado libio” es el cuartel general de los traficantes de inmigrantes.

“Los polleros cobran 700 euros, a veces más, para llevarte a la frontera de Sudán con Libia. Nos cobraron mil euros por los dos. Juntar tanto dinero es difícil: algunos venden su casa, otros un riñón. El sacrificio de nuestra madre nos ayudó.

“Una vez concluido el acuerdo con los traficantes empezó nuestro calvario. Amontonaron a 60 personas en una pick up 4×4 prevista para 30 pasajeros. Había hombres y mujeres; sudaneses, eritreos y etiopes. La travesía del desierto duró cinco días. Los choferes manejaban a toda velocidad y nos tocaba agarrarnos muy bien para no caer del vehículo. Si uno cae, pues allí se queda y allí se muere. Los polleros no se detienen para recoger a la gente. Cayeron varios. No teníamos comida ni agua. Acabamos tomando nuestra orina. Finalmente llegamos a la frontera. Nos abandonaron en pleno desierto y nos quedamos esperando a los polleros libios”.

Yousif y su hermano no podían imaginar algo peor que lo que acababan de vivir. Pero cuando los traficantes libios llegaron para “recuperar su mercancía” entendieron que lo peor estaba por venir.

“Los polleros libios son los seres más abyectos del mundo. Sólo se comunican a punta de golpes. En realidad, nuestro verdadero sufrimiento empezó cuando llegamos a Libia. La mayoría de nosotros queríamos trabajar un rato en Trípoli. Necesitábamos juntar dinero para seguir nuestra ruta hacia Europa. Pero nadie nos había advertido que Libia era el país más racista del planeta. Para los libios un negro no es un ser humano. Casi siempre usan la palabra obied, que significa esclavo, para hablarnos. Cualquier libio puede agredir a un obied en la calle sin que nadie reaccione. Libia es un país sin ley ni piedad, lleno de hombres armados y violentos.

Finalmente los inmigrantes llegaron a la ciudad costera de Ajdabiya, 720 kilómetros al este de Trípoli.

Poco a poco, al filo de sus desventuras y de sus encuentros con otros como él, Yousif entendió el funcionamiento del maquiavélico comercio de inmigrantes.

“El convoy se detuvo en una zona de bodegas a la que sólo traficantes importantes tienen acceso. Nos volvieron a dividir en grupos. Apartaron a quienes habían pagado su viaje en Jartum. Se los llevaron y los soltaron en Bengasi, donde empezaron a buscar trabajitos.

“Formaron otros dos grupos con los demás. Encerraron una parte de los refugiados en una bodega y sólo los liberaron cuando sus familiares acabaron de pagar el pasaje. Los desafortunados del último grupo no tenían a nadie que pagara por ellos. Fueron vendidos a empresarios libios que necesitaban mano de obra barata. Conocí a personas que pasaron varios meses e inclusive varios años trabajando por nada. Después de haberlos explotado, los libios los botaron a la calle. Les tocó volver a buscar chambitas para irse de Libia”.

Yousif y su hermano acabaron en Bengasi. Trabajaron en obras de construcción y descargando camiones. Ahorraron centavo tras centavo. Aguantaron golpes, insultos y humillaciones.

En mayo de 2014 Bengasi fue sacudido por violentos enfrentamientos entre tres fuerzas antagónicas: el Ejército Nacional Libio, encabezado por el general disidente Nuri Abu Sahmain; las fuerzas especiales libias, y los yihadistas de Ansar al-Charia. En agosto estos últimos se apoderaron de la ciudad, que convirtieron en “emirato islamista”. La guerra civil se extendió a toda Libia.