La crisis de Puerto Rico: una oportunidad para poner fin a la colonia

SAN JUAN DE PUERTO RICO — Vergüenza ajena da advertir cómo un distraído desasosiego se ha apoderado de parte de la población del país y un sentimiento de desconcierto se ha instalado entre los políticos de Puerto Rico. La verdad es que no esperaban la enorme bofetada política que Estados Unidos les propinó en los últimos dos años.

La Casa Blanca, la Corte Suprema y el congreso nos recordaron que el país no es ni Estado ni Libre ni Asociado; que, desde 1898, no es más que la colonia latinoamericana de un imperio candoroso convencido de que, gracias a su pasado de sujeción a Inglaterra, es incapaz de poseer ninguna; que hasta el día de hoy Puerto Rico es una nación sin Estado, ni carne ni pescado.

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Tanto el gobierno como las cortes estadounidenses han imposibilitado siempre el establecimiento de un verdadero gobierno propio y la resolución de su condición colonial.

Cuando Puerto Rico anunció en 2015 que acumulaba una deuda impagable de unos 69 mil millones de dólares se le recordó que el congreso le prohibía declararse en quiebra. Luego, Obama y los legisladores no quisieron considerar ayuda financiera para el país, a pesar de que, al mismo tiempo, abogaban con magnanimidad por un plan internacional de rescate para Grecia y que ya en 2008 habían adelantado 50 mil millones de dólares para salvar a General Motors. Colmando la torta territorial, la Corte Suprema reiteró este año en sendas decisiones la ausencia de soberanía fiscal y jurídica de Puerto Rico subrayando su sometimiento directo al Congreso.

Estas circunstancias han creado la situación política de mayor trascendencia en medio siglo que, junto con la elección de Trump y de un gobernador en Puerto Rico, abren nuevas oportunidades.

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En verano, el congreso estadounidense, con arrogante despreocupación, aprobó una nueva ley, forjada bajo la presión de los fondos de inversión. Con el fin de ocuparse de los acreedores, Washington estableció, en un acto de desprecio hacia los puertorriqueños, indignante hasta la médula, otro esperpento imperial de gobierno directo por la metrópolis: la Junta de Supervisión Financiera y Administración, conocida más correctamente como Junta de Control Fiscal. Se trata de una agencia de cobros con poderes plenipotenciarios, compuesta por siete miembros no electos sino nombrados por el congreso y la Casa Blanca para manejar el gobierno y las finanzas de Puerto Rico. Para no quedarse cortos en el desdén de Washington por los gobernados, la ley no prevé la traducción al español de los miles de documentos que la junta generará.

Como era de esperar, las dos primeras reuniones de los siete no se han celebrado en Puerto Rico, sino en oficinas en Wall Street.

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El congreso actuó como siempre ha hecho, cumpliendo y reafirmando la misma leyenda negra: los puertorriqueños son ineptos incapaces de gobernarse y administrar sus finanzas, de planificar su propio futuro, menos aún de negociar con el Fondo Monetario Internacional o instancias mundiales. Y todo ello, concluye el mito, a pesar de las numerosas oportunidades que el desprendido pueblo estadounidense les ha brindado.

Así, se reproduce la infantilización que perpetúa el sistema de subordinación que gobierna a este país curioso, bello y esforzado que produce sobresaltos de identidad telúrica y gran música bailable para sí y para el resto de América Latina, mientras su soberanía cuelga como un capricho del congreso estadounidense. Una nación peculiar, ni naranja ni limón, donde la normalidad radica en que sus habitantes no se ponen de acuerdo sobre su historia y conciencia nacionales.

Aquí, cada facción política —independencia, autonomía o anexión— celebra sus propias fechas patrias con próceres excluyentes, que esbozan tres historias contradictorias cada una aún sin conclusión. Las empresas estadounidenses repatrian cada año 32 mil millones en ganancias de inversiones directas. Los puertorriqueños poseen una identidad nacional de fuerte arraigo, un idioma materno, en el que se escriben estas líneas, un equipo olímpico propio. Pero eso no parece ser suficiente para hacerlos una nación. Y, paradójicamente, aunque detentan un pasaporte estadounidense, no son ciudadanos estadounidenses con plenos derechos ni participan en las elecciones presidenciales estadounidenses. Como apuntó Rexford G. Tugwell, último gobernador estadounidense de la isla en 1947, “el verdadero crimen de Estados Unidos en el Caribe es hacer a los puertorriqueños menos hombres de lo que nacieron para ser”.

Ante la creación de la junta se ha alzado en Puerto Rico profunda crítica, resistencia y cólera. Pero esta posesión y sus leyes no serían posibles sin la complicidad y la subordinación de algunas capas de su sociedad. Muchos, apocados —los invadidos hoy por el desconcierto y el desasosiego, los que interiorizan la leyenda negra nacional—, temen a ese mar ancho y ajeno que es el mundo y al igual que tantos otros pueblos prefieren quedarse, a como dé lugar, con la tranquilidad de lo conocido, en este caso, el cercado dentro del cual Estados Unidos rige sus asuntos. Y, para que la realidad no cambie, le buscan la vuelta a las cosas con su peleíta monga, suave, silenciosa, haciéndose los desentendidos sobre la junta y la condición colonial.

Para esas capas sociales, la historia de cinco siglos, diferente en ello a la del resto de Hispanoamérica, ha transcurrido, primero, dando esa pelea vana con España y, en los últimos cien años, con Estados Unidos. Han toreado a las metrópolis, sin querer asumir plenamente una vida libre y por cuenta propia.

En este nuevo ambiente político, sin embargo, los puertorriqueños tienen que agarrar fuertemente el hilo de este laberinto en sus manos y decidirse a encontrar la salida.

Hay que deshacerse de esa mentalidad que nos hace buscar y encontrar soluciones en el eterno subsidio y su consecuente acatamiento. La disconformidad con la junta, su fiscalización y las exigencias civiles, puede ayudar a transformar esta crisis económica en una crisis política para obligar al ejecutivo, al congreso y a los partidos puertorriqueños, adictos a la colonia y al oleoducto monetario del asistencialismo, a concluir estos 118 años de subordinación.

Se trata de aprovechar esta oportunidad excepcional, con un presidente Trump que no querrá la integración a Estados Unidos, para requerir la libertad que solo ofrece la soberanía nacional, el ser admitidos a sentarse en la mesa con los mayores, y no instalados como clandestinos, o anexados y coartados bajo una identidad fantaseada, en la mesa baja donde juegan los chicos. De lo contrario, a Puerto Rico le espera, una vez más, el inmovilismo secular y el aplazamiento de la separación definitiva de ese trasnochado costal colonial que tanto pesa sobre el atribulado espíritu del país.

Héctor Feliciano es escritor y periodista puertorriqueño.