La unión europea es democrática pero no lo parece

WASHINGTON. ¿Es deficiente la Unión Europea en materia de democracia?

Los líderes de la campaña para que Gran Bretaña abandonara la Unión Europea proclamaron como victoria para la democracia el histórico referendo de la semana pasada. La Unión, solían decir, es elitista y antidemocrática. La única forma de que los estados miembros recuperan el pleno control es abandonarla lisa y llanamente.

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Pero la realidad es más complicada. Si escarbamos la superficie, veremos que ni los problemas de la Unión Europea, que son muy reales, ni las críticas que se le lanzan tienen que ver con algo tan directo como son las elecciones o la representación. Este es un debate sobre la democracia, pero de una manera que es más significativo aunque más difícil de definir de lo que generalmente se piensa.

Técnicamente, la Unión Europea tiene mucha democracia en su seno.

El Parlamento Europeo, al que se le llama “la cámara baja” de la legislatura de la unión, es elegido directamente cada cinco años, mediante elecciones libres y justas en los 28 países miembros. Todo ciudadano de la Unión Europea en edad de votar tiene derecho a emitir su voto para seleccionar a un representante. Los 751 escaños de la legislatura se distribuyen conforme a los tratados del bloque.

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El Consejo de la Unión Europea, que equivale a la “cámara alta”, consiste en representantes enviados por los gobiernos de los estados miembros. No se eligen directamente, pero sí se elige a los gobiernos que los envían.

Esos dos cuerpos, a su vez, nombran a los servidores civiles, así como a miembros de órganos como el Consejo Europeo. Si bien estos funcionarios son poderosos sin ser elegidos, el proceso no es diferente de lo que ocurre en las democracias. Estados Unidos, por ejemplo, no elige directamente a su secretario de Estado ni, para el caso, a ningún funcionario del departamento de Estado.

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Pero, aunque los defensores de la Unión Europea tengan evidencias que muestran que el bloque es democrático, eso no es de lo que se trata. Después de todo, la democracia es algo más que las elecciones. Es también cuestión de responsabilidad: de que el gobierno rinda o no cuentas a sus ciudadanos.

Sí, la Unión Europea celebra elecciones (y sí, al igual que en Estados Unidos, la participación ha sido inferior al 50 por ciento en muchas de ellas). Pero en una democracia funcional, la voluntad popular se expresa a través de otros mecanismos, aparte de las boletas electorales.

La Unión Europea, quizá porque fue diseñada por tecnócratas en lugar de haber evolucionado orgánicamente, no toma en cuenta esos mecanismos e incluso, en ocasiones, no los permite. Y esa es la razón de que muchos europeos no sientan que el bloque es democrático.

En las democracias, cuando hay una cuestión controvertida, los funcionarios electos y los grupos de interés de todos lados la discuten a la luz pública: en los medios de comunicación y en el piso de debates legislativos.

Y aunque pierdan el debate, sus proponentes vieron el proceso en funcionamiento y quizá incluso participaron en él firmando una petición o asistiendo a una protesta. Se sienten incluidos porque sus representantes hablaron en favor de sus intereses. Si su legislador no habló, pueden sacarlo mediante el voto, sin necesidad de descartar todo el sistema.

La Unión Europea no funciona así, por lo que no parece tan democrática. Sus decisiones parecen remotas, sus líderes, inalcanzables. Así pues, cuando la gente no está contenta con las decisiones de Europa, es fácil que crea que se debe a que Europa _ una entidad vaga y amorfa _ no la escucha y quizá ni siquiera se interesa en ella.

Ese sentimiento ha dado origen a los “euromitos”, un género de leyendas urbanas sobre las regulaciones europeas que ganó fuerza durante la campaña del referendo británico. Por ejemplo, una decía que los queridos autobuses de dos pisos de Londres iban a ser prohibidos; otra, que el “pescado con papas” tendría que estar escrito en latín en los menús y, otra más, que se iba a requerir que los plátanos fueran rectos.

El subtexto de esas historias es que la Unión Europea no solo amenaza la cultura británica, sino que además lo hace descuidadamente; que a los burócratas de Bruselas que imponen esas reglas no les interesa, o quizá ni siquiera entienden que sus decisiones van a acabar con algo culturalmente importante, y que no hay forma de que el ciudadano común se comunique con ellos o influya en sus decisiones.

Esos sentimientos se aplican también a decisiones más importantes: la inmigración y el rescate financiero de estados miembros en apuros, por nombrar unas cuantas. Sintiendo que la Unión Europea despreocupadamente ignora su voluntad política, la gente de Gran Bretaña y otros países ha reaccionado expresando esa voluntad con más fuerza que nunca.

La Unión Europea fue diseñada para superar la política nacional pero, de hecho, la ha impulsado con más fuerza, en gran medida como predijo el historiador Tony Judt en un ensayo de 1996, que ahora parece escalofriantemente profético.

“Un día podríamos despertarnos para encontrar que, lejos de resolver los problemas de nuestro continente, el mito de ‘Europa’ se ha convertido en un impedimento para reconocerlos”, advirtió Judt en ese entonces.

Lo que hace tan grave este problema no es el hecho de que la Unión Europea sea demasiado fuerte sino, por el contrario, el hecho de ser demasiado débil.

Consideremos el caso de la crisis de inmigración que se está desarrollando.

Ya que la Unión carece de instituciones que tengan la fuerza para diseñar e implementar una política para todo el ámbito europeo, sus funcionarios han tenido que recurrir a suplicar y engatusar a los estados miembros para que voluntariamente acepten más refugiados; y esos estados en gran medida se han negado. Los compromisos resultantes no han dejado contento a nadie y han hecho que determinados países, particularmente Grecia e Italia, carguen solos con la parte más pesada.

Esos compromisos complican la sensación de que el bloque no representa a auténticos europeos. Las negociaciones que tratan de equilibrar los intereses de más de dos docenas de sociedades diferentes suelen arrojar soluciones insatisfactorias.

Y eso parece antidemocrático porque, por ejemplo, alguien en Francia ve que las políticas de la Unión Europea difieren de la voluntad nacional francesa. Y eso se siente como si la democracia francesa estuviera siendo superada por una entidad remota, que no rinde cuentas y en la que no hay nada que los franceses puedan hacer al respecto.

Así pues, inevitablemente, los estados miembros acaban frustrando los deseos democráticos de los demás. El pueblo griego quiere algo diferente a lo que quiere el pueblo alemán. Pero Grecia se ve afectada por las políticas de Alemania y viceversa.

Mientras la Unión Europea tenga la fuerza suficiente para poner en conflicto a los países, pero no la necesaria para resolverlo, en cierto sentido parecerá antidemocrática.

Amanda Taub
© The New York Times 2016