Las llamadas ignoradas por una noche de sexo casual

No recuerdo su apellido. Se llamaba Brad, el nombre perfecto para un rostro que conociste a tus veintitantos y ya casi no recuerdas. Era guapo, con una linda sonrisa y unos llamativos ojos azules.

Siempre había pensado que cuando los ojos eran demasiado azules parecía que la persona carecía de alma. Veías muy profundamente adentro de su cabeza, y no había nada ahí. Pero nunca había salido con nadie de ojos azules y era verano. Además, Brad tenía buen cuerpo, era musculoso pero de piel extremadamente suave. Y el sexo fue bueno, creo.

- Publicidad-

Hay un gran debate entre las mujeres heterosexuales y los hombres gay sobre qué cuenta como sexo. La mayoría de mis amigas piensan que el sexo oral no cuenta. No estoy de acuerdo. Yo cuento todo. Si alguien tuvo un orgasmo, ya cuenta. Mis amigas también tienen arraigada la falsa creencia de que el sexo anal es lo mismo para los hombres que un apretón de manos. Les tengo una noticia, señoritas: a veces no queremos hacerlo, igual que ustedes no siempre quieren hacerlo.

Esta era mi segunda cita con Brad. No nos conocíamos muy bien y nunca llegaríamos a hacerlo. Tenía un corte de cabello al ras y sus manos eran un poco femeninas pero su colonia se me hizo atractiva. Yo tenía 22 años y no había salido mucho, así que esta era una de mis primeras incursiones en el cortejo. Otro punto a su favor era que vivía a unas cuantas calles de mí, en Astoria.

Si alguna vez has vivido en Astoria, Queens, sabes que lograr que la gente vaya ahí al final de la noche es como pedirle a un extraño que te lleve al aeropuerto. Brad estaba bien, por el momento. Yo era joven, tenía citas y era independiente, además de que me teñía el cabello.

- Publicidad -

La conversación durante la cena fue insípida pero Brad se reía de cualquier cosa, así que era el compañero ideal para un comediante narcisista como yo. Mientras cenábamos, mi Nokia comenzó a sonar. Era mi hermana Julie.

Rechacé la llamada. Mi teléfono era nuevo y apenas estaba acostumbrándome a él. No me encantaba que las personas pudieran encontrarme cuando quisieran. Prefería llamar a mi servicio de buzón de voz, que me hacía sentir como estrella de película vieja. Mi papá me había mostrado películas de Doris Day cuando yo era chico, y ella siempre estaba revisando en su buzón los mensajes de sus pretendientes o sus productores de Hollywood.

- Publicidad -

Después de la cena fuimos a un bar gay lleno de otras personas con sus citas porque ¿qué puede ser más divertido que tratar de lucir como que no estás viendo a otra gente mientras escuchas a tu acompañante hablar sobre sus hermanos?

Brad y yo bebimos unos cosmopolitan (era 2001 y si Carrie Bradshaw tomaba eso, obviamente yo también) hasta que sus ojos comenzaron a verse menos desalmados y empezamos a besarnos.

Mi teléfono sonó otra vez. Ahora era mi otra hermana, Becky. Lo ignoré.

Otra ronda de copas, más besos, otra llamada; Julie de nuevo. Mi ebriedad, mezclada con mi deseo de estar presente para Brad, hizo que fuera fácil hacer caso omiso de las llamadas. Nuestros arrumacos habían superado la fase inicial —ahora estábamos tendidos sobre un sillón— y la cordura que me quedaba solo me alcanzó para sugerir que tomáramos un taxi.

Sintiéndome el gran potentado, me ofrecí a pagar. En el trayecto hacia Astoria hubo más caricias, más besos y me lo imaginé como Paul Walker. Cuando llegamos a mi apartamento fuimos directo a la habitación. Duró más de lo necesario. Luego los arrumacos, abrazos, el sudor y el pánico de dormir junto a alguien que es prácticamente un extraño y despertar y pensar: “¿Me gusta esto? ¿Le gusta esto?”.

Me disculpé para ir al baño y abrí mi teléfono. Seis llamadas perdidas más. Se me encogió el estómago. Ya estaba lo suficientemente sobrio para saber que algo andaba muy mal.

Escuché los mensajes de voz. Julie estaba histérica. Decía algo sobre mi padre que se había caído, y algo sobre una ambulancia. En el siguiente mensaje, Becky estaba más calmada pero sonaba conmocionada. Un paro cardiaco o un infarto, no estaban seguras. Luego, un mensaje de mi mamá que me decía que no entrara en pánico. Acto seguido, Julie, quien me decía que entrara en pánico.

Me fui al último mensaje, el de Doug, mi casi cuñado (aún no se casaban), de hacía 15 minutos. Llamé y me contestó de inmediato.

Durante la fiesta del cumpleaños número uno de mi sobrina, mi padre se había desplomado después de entregar las hamburguesas que había estado asando. La fiesta había sido en casa de mis padres, aunque mi papá no estaba viviendo ahí. Mis padres estaban divorciándose y él, de 61 años, se había mudado a un deprimente apartamento cerca de su oficina.

La última vez que había ido de visita, un mes antes, fui junto a mi hermana menor, Natalie. Las paredes eran color beige, igual que su alfombra. Los muebles que había escogido eran demasiado grandes y demasiado oscuros. El lugar estaba lleno de cosas y sin embargo se veía vacío. Trataba de transformarlo en un hogar pero no sabía cómo.

Me metí a su baño a llorar. No quería que viera que me daba lástima. Él no pertenecía a ese lugar; pertenecía a su hogar. Me calmé y comimos sándwiches. Sacó los platos, las servilletas y una lata de Pringles. Cuando abrió la alacena, me di cuenta de que estaba llena de comida enlatada. Tuve que apretar la quijada para no ponerme a llorar de nuevo.

Después de cenar vimos televisión. “Quiero que se sientan en casa”, nos dijo. “La próxima vez que venga de visita me quedo contigo”, respondí, lo que pareció ponerlo contento.

Cuando Natalie y yo nos fuimos, mi papá estaba parado en lo alto de las escaleras. Volteé y le grité: “¡Te quiero, papá!”. Fue lo último que le dije. “¡Te quiero, Andy!”.

Eso fue todo. Doug había tratado de darle RCP. Los paramédicos habían usado las paletas y lograron obtener un débil pulso. Ahora estaba en coma.

Me imaginé la escena: el decorado de la fiesta, el patio lleno de niños, la superficie sobre la que cayó, las macetas con plantas que mi mamá sacaba todas las primaveras, a mi mamá en llanto, a mis hermanas en llanto, las hamburguesas que nadie se comió, el pastel de cumpleaños de la pequeña.

Era demasiado. Comencé a llorar. Ruidosamente.

Brad se asomó para ver qué sucedía. Su cabello estaba enredado y él completamente desnudo. Se paró enfrente de mí, con el pene semierecto a la altura de mis ojos, mientras yo intentaba obtener más información por parte de Doug. ¿En qué hospital? ¿Debería tomar a un avión?

Le hice señas a Brad para que se sentara. Empezó a masajear mi espalda, lo que sentí como una tortura. Estaba apenado de llorar frente a él, pero no me importaba tanto como para dejar de hacerlo.

Cuando colgué, trató de abrazarme. “¿Qué pasó?” Quería gritar: “¡Obviamente nada bueno! ¡Ponte unos pantalones!”.

En vez de eso, traté de explicarle.

Mientras Brad caminaba por el apartamento, aún desnudo, sugiriendo planes de acción, fui sintiendo cada vez más asco. Ni siquiera me gustaba este tipo. ¿Por qué me había acostado con él? Todo parecía estar mal. El apartamento se veía apretujado y sucio. Odiaba todo lo que estaba ahí. De pronto vi mi imagen en el espejo y me disgustó mi cabello rubio teñido. ¿Por qué había hecho eso? Me veía como un tonto.

Le dije a Brad que debía irse, que yo tenía que hacer algunas llamadas. Se sentó y pasó su brazo a mi alrededor. “No deberías estar solo en estos momentos”, dijo, mientras besaba mi cuello.

Me recargué en él. No quería estar solo. No quería estar donde estaba. Sentía que todo estaba mal. ¿Sería así como mi padre se había sentido en ese triste apartamento? ¿Como que todo estaba mal?

Besé suavemente a Brad. “De verdad necesito que te vayas”. Se veía herido, pero se levantó cuando yo lo hice. Luego me abrazó durante demasiado tiempo.

“Muy bien”, dije. “¡Adiós!”. Caminé hacia el baño y cerré la puerta. Miré por la ventana mientras escuchaba cómo se vestía. Luego oí que la puerta delantera se cerraba. Por fin se había ido.

A los pocos días, mi padre también se fue. En los meses siguientes, Brad me envió mensajes de texto y dejó un mensaje de voz en el buzón de mi teléfono que no contesté. Yo tenía mucho que resolver. También me sentía apenado, supongo.

Unos dos años después, Brad y yo nos topamos en la Novena Avenida. Casi nos detuvimos, pero solo nos saludamos con la cabeza, sonreímos torpemente y seguimos nuestro camino. Sentí como que le debía una explicación, un final para nuestra historia pero simplemente no podía hacerlo. Tenía que seguir avanzando.

Había arreglado mucho de lo que me había parecido que necesitaba arreglarse aquella noche. Ahora tenía un empleo del que estaba orgulloso y un apartamento del que también estaba orgulloso. Había enterrado a mi padre y con él todo ese capítulo de mi vida. Eso significaba que no podía haber ningún Brad; ningún rastro de esa época, de esa noche.

No fue generoso de mi parte, ni amable, pero eso fue lo que hice. Y, sobre todo, nunca más me pinté el cabello.

Andrew Rannells es un actor de Broadway y en la serie “Girls” interpreta a Elijah, además está escribiendo un libro de ensayos.

Andrew Rannells

© 2017 New York Times News Service