El legado del último zar sigue generando debate un siglo después

¿Santo, tirano, jefe de Estado incompetente o simple víctima de la historia? Cien años después de la abdicación de Nicolás II y la llegada al poder de los bolcheviques, Rusia sigue debatiendo el legado del último zar.

“No existe consenso en la sociedad o entre los historiadores sobre Nicolás II”, resume Boris Kolonistki, profesor de Historia de la reputada Universidad Europea de San Petersburgo.

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Los ortodoxos más fervientes veneran a un Romanov canonizado, numerosos rusos consideran que pertenece al pasado y una mayoría de historiadores critica la debilidad de su política.

Según una investigación publicada en febrero por el centro independiente Levada, cerca de la mitad de los encuestados afirmaron, no obstante, tener una opinión favorable del último zar.

El actual presidente ruso, Vladimir Putin, ha rehabilitado en parte la figura del último zar y, más globalmente, la herencia de los emperadores rusos, tan denigrada por las autoridades soviéticas, al posicionarse tanto en la continuidad histórica de los monarcas imperiales como en la de los secretarios generales del Partido Comunista de la Unión Soviética.

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El jefe de Estado ha inaugurado estatuas o exposiciones en honor a su dinastía y, en diciembre, quiso dar ejemplo al defender que el centenario de las revoluciones de 1917 debería permitir la “reconciliación”.

Canonización

Para el último descendiente directo de los Romanov residente en Rusia, Paul Koulikovski, la abdicación de Nicolás II sigue estando envuelta en un halo de misterio. “Se habría podido evitar fácilmente”, explica a la AFP el bisnieto de la hermana del último zar.

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“Estaba aislado y no tenía ni familia ni amigos en torno a él en ese momento crucial”, agrega este hombre de 56 años, que no guarda ninguna ilusión sobre el futuro de los Romanov en la Rusia actual.

En este sentido, cita un reciente sondeo que indica que solo el 20% de los rusos desean una vuelta de la monarquía.

“Aunque se restableciera una monarquía, nada dice que los Romanov reinarían de nuevo, lo que me parece muy bien”, agrega el hombre, que creció en Dinamarca antes de casarse con una rusa.

En el poder desde 1894 y destituido por el movimiento revolucionario de febrero de 1917, Nicolás II abdicó el 2 de marzo de 1917 del calendario juliano (15 de marzo del calendario gregoriano, el actual) en Pskov, una pequeña ciudad cercana a la actual San Petersburgo.

Tras la revolución de octubre, los bolcheviques detuvieron al zar derrocado y a su familia y los mandaron ejecutar en la noche del 16 al 17 de julio de 1918.

En la actualidad, Nicolás II es una figura ineludible para una parte de los ortodoxos rusos, pues todos los miembros de la familia Romanov ejecutados fueron canonizados como mártires.

El estreno en octubre de 2017 de ‘Matilda’, una película de Alexei Outchitel que cuenta el romance entre Nicolás II y una bailarina, ha provocado la ira de los ortodoxos tradicionalistas, que han amenazado a las salas que proyectan el filme.

Recientemente, los monárquicos anunciaron que un busto de Nicolás II erigido en Crimea supuraba mirra, un supuesto milagro que, sin embargo, la Iglesia desmintió.

No obstante, el ambiguo estatus de Nicolás II también afecta a su familia. Hallados en 2007, los presuntos restos del zarévich Alexei y de su hermana María no pueden ser enterrados hasta que la Iglesia no se pronuncie sobre su destino, y esperan en unas cajas almacenadas en los Archivos del Estado.

Los otros miembros de la familia, encontrados en 1991, fueron enterrados en 1998 durante una ceremonia a la que asistió el primer presidente ruso, Boris Yeltsin.

Un político mediocre

La memoria popular recuerda al ‘Nicolás el Sanguinario’, culpable de haber mandado disparar contra manifestantes pacíficos durante la revolución de 1905.

El historiador Kirill Solovev menciona, por su parte, una broma en boga en la era soviética, según la cual Nicolás II hizo más por la revolución que Lenin.

Además, agrega que la crisis política era ineludible, pero que la revolución se habría podido evitar si, en 1917, el zar hubiera adoptado “cambios radicales”.

Según Boris Kolonitski, el zar “simplemente no era un buen político”. “No quería reformas. Esto iba en consonancia con sus creencias, las de un ferviente monárquico”, apunta el historiador.

“Ni siquiera estoy seguro de que un buen político hubiera podido dirigir el navío ruso por esos derroteros. El reto era enorme”, matiza, teniendo en cuenta que la Primera Guerra Mundial complicó todavía más la situación.

Era “muy terco”, pero tenía poca autoridad y era malo a la hora de nombrar a sus consejeros. “Quería ser un autócrata, pero no tenía carácter de autócrata”, concluye.