Linchado por culpa de un amplificador: la justicia por propia mano alarma a los indonesios

BEKASI, Indonesia – Sus últimas palabras fueron: “No soy un ladrón”.

Pero la multitud, creyendo que había robado un amplificador de una mezquita, se negó a aceptar que decía la verdad.

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Lo golpearon hasta morir y quemaron su cadáver mientras los testigos filmaban los hechos. Cuando el cuerpo se prendió en llamas, se escuchó un grito triunfal.

El linchamiento de Muhammad al-Zahra, de 30 años, ocurrido este mes en Bekasi, un polvoriento suburbio industrial de Yakarta, ha conmocionado a Indonesia y ha dado pie al cuestionamiento de por qué las multitudes de justicieros siguen torturando y ejecutando a delincuentes menores en todo el país.

El mes pasado, en Surabaya, una ciudad grande de Java Oriental, dos hombres jóvenes acusados de robo recibieron una golpiza propinada por una multitud, además de ser lapidados antes de que la policía lograra rescatarlos. Ese mismo mes, apareció un video donde los residentes amarraban, interrogaban, golpeaban y quemaban a un hombre sospechoso de robo en Madura, una isla fuera de Java Oriental. El hombre sobrevivió. En junio, un sospechoso de robo en Madura fue amarrado a un árbol por los pobladores y golpeado hasta morir.

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“La justicia impartida por los justicieros, como sucedió en el caso de Bekasi, ocurre con demasiada frecuencia”, comentó Alghiffari Aqsa, miembro del equipo jurídico del Instituto de ayuda legal, una organización sin fines de lucro que tiene sus oficinas principales en Yakarta. “Refleja la falta de confianza en las instituciones que imparten la justicia. Consideran que la policía no responde como debería hacerlo”, de modo que los pobladores hacen justicia por propia mano.

A casi dos décadas de que Indonesia comenzara su transición hacia la democracia, el sistema judicial sigue siendo débil e ineficiente y está plagado de corrupción. A pesar de que durante los últimos diez años los rangos policiales se han ampliado, se sigue creyendo que la policía es ineficiente en la solución de los actos ilegales cotidianos.

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La frustración ante los crímenes de alto impacto y la falta de castigo han fomentado la “justicia vigilante”.

Los ataques de las turbas se incrementaron un 25 por ciento entre 2007 y 2014, de acuerdo con el Sistema de monitoreo de violencia nacional, un programa del Banco Mundial que registra los asesinatos realizados por justicieros en Indonesia.

Entre 2005 y 2015 hubo 33.627 víctimas de la “violencia vigilante” en Indonesia, de las cuales fallecieron 1659, según descubrió el programa. Es probable que esta cifra subestime la escala del problema, ya que el programa sólo monitorea la violencia en la mitad de las provincias indonesias.

“La gente considera que el sistema de justicia es demasiado indulgente con los delincuentes menores”, apuntó Sana Jaffrey, investigadora doctoranda de la Universidad de Chicago, quien dirigió el programa del Banco Mundial durante cinco años. Para los residentes más pobres, dijo, la pérdida de una motocicleta, o incluso algo tan pequeño como una gallina, puede dañar en gran medida su subsistencia. Cuando liberan a los ladrones al cabo de unos meses, como suele suceder, se crea la percepción de que el código legal es demasiado indulgente, agregó.

No obstante, el asesinato de Bekasi tocó una fibra delicada, debido a que Zahra se ganaba la vida vendiendo aparatos electrónicos, de modo que pudo haber adquirido legalmente el amplificador que afirmaban había robado.

Predicadores célebres se arremolinaron en la casa de alquiler de Zahra para encontrarse con su viuda, Siti Zubaidah, de 25 años de edad, y manifestaron que los linchamientos son ajenos a los principios del islam. El vicepresidente de Indonesia, Jusuf Kalla, un multimillonario, envió a un representante para comprometerse a ofrecerle apoyo financiero a Siti, quien tiene un embarazo de seis meses.

Un centro islámico prometió donar aproximadamente 19.000 dólares para que Siti pueda comprar una casa y ciudadanos de Yakarta le entregaron a la familia comida y dinero en efectivo.

La semana pasada, Bonny Siddarta, de 36 años, quien trabaja en un refugio para perros en Yakarta, hizo un largo viaje para visitar a la familia y donar 900 dólares que reunió mediante donativos en línea. Dijo haberse sentido sobrecogido por el asesinato.

“Lo juzgaron con demasiada rapidez”, señaló. “’Este debe morir. Este insultó al islam’”.

Siddarta afirmó que esperaba que el caso se convirtiera en un punto de inflexión para Indonesia, pero le preocupaba que no fuera así.

“Hay muchos casos en los que la turba hace justicia por propia mano”, añadió.

En esta ocasión, la policía actuó con rapidez y arrestó a un par de hombres acusados de ser los cabecillas de la multitud, y además se comprometió a continuar con la investigación. Esos hombres ni siquiera sabían de qué se le acusaba a Zahra, mencionó un oficial de policía.

“Creyeron que era un ladrón de motocicletas”, dijo el oficial Rizal Marito, en su entrevista con el sitio de noticias “Tempo”. “Ni siquiera sabían que se trataba solamente de un amplificador”.

Marito comentó que los residentes estaban frustrados pues se seguían robando las motocicletas.

Según los expertos, tanto la urbanización como la llegada de trabajadores migrantes han contribuido a la prevalencia de los linchamientos.

Jaffrey, de la Universidad de Chicago, afirmó que los linchamientos suelen ocurrir en localidades industriales como Bekasi, que se han desarrollado con rapidez y llenado de trabajadores migrantes.

“Ha cambiado el estilo de vida”, apuntó Jaffrey. “El ritmo de vida ha cambiado”.

“Ahora hay más extranjeros circulando por esta zona y a menudo los residentes no saben qué es lo que hacen aquí”, continuó. “Si hay indicios de que se cometió un delito, puede terminar en linchamiento”.

Tan solo en Bekasi han muerto 29 personas a manos de las turbas desde 2005.

En el barrio pobre y unido donde vivía Zahra, los residentes estaban furiosos por el asesinato de su querido vecino.

Un afiche colgado en la casa contigua a la de Zahra despliega las frases: “Este es un país de leyes, hermano” y “Alto a los justicieros”. En él hay cientos de firmas.

Siti, esposa de Zahra, ataviada en un vestido gris y una pañoleta roja, dijo estar conmocionada aún. También comentó que no había tenido oportunidad de pensar cómo sobrevivirían sus hijos sin su padre.

La única certeza que tenía era que la turba había actuado con gran infamia.

“Esperemos que no haya más víctimas de la ‘justicia vigilante’”, declaró Siti. “Si las cosas siguen así, ¿cómo nos podrán considerar como un país de leyes?”

Incluso Rojali Babelan, guardia de la pequeña mezquita de donde supuestamente Zahra había robado el amplificador, dijo lamentar el asesinato.

En una entrevista, Rojali contó su versión de los hechos de aquel día. No hay muchos visitantes que asistan a la aislada mezquita, señaló, de modo que notó cuando Zahra entró, supuestamente a orar. Cuando Zahra se marchó, Rojali se dio cuenta de inmediato de que el amplificador ya no estaba y, con la sospecha de que Zahra lo había robado, lo persiguió en motocicleta.

Al cabo de un tiempo, Rojali encontró a Zahra en un mercado, en una zona de la ciudad bastante concurrida. Zahra, sorprendido al ver que lo habían seguido, dejó caer la bolsa con el amplificador dentro y escapó, explicó Rojali. “En definitiva era mi amplificador”, agregó el guardia.

Cuando la gente le preguntó a Rojali por qué tanto alboroto, les dijo que Zahra era un ladrón. La turba comenzó a gritar; atraparon a Zahra y lo golpearon hasta provocarle la muerte.

“De verdad no estaba de acuerdo con ese castigo”, indicó Rojali. “La comunidad debió dejar que la policía resolviera la situación”.

Jon Emont
© The New York Times 2017