Los nuevos riesgos del viejo Jay-Z

NUEVA YORK La “vieja escuela” aún tiene cierta aceptación en el hip-hop. Hace alusión a antepasados, estilos e historia. Estar “viejo” es una historia diferente. “Viejo” significa que uno pasó la plenitud de la vida. Significa que no se tiene nada nuevo que decir; e incluso si se tuviera, ¿quién querría escuchar? “Viejo” significa quizá que uno conoce lo nuevo, pero quiere hacerlo de la manera en que siempre lo ha hecho. Así que “viejo” también significa inalterable, establecido, estancado.

Según esos estándares, Jay-Z, a los 47 años de edad, podría parecer viejo. Sin embargo, los estándares son presuntuosos, porque, en realidad, ¿qué sabemos sobre los raperos “viejos”? Solo que no rapean tanto como antes. Es decir, siguen vigentes, pero como parte de la nostalgia reconfortante (en concierto o en HBO) o como presentadores de los Grammy o cocinando con Martha Stewart. Quizá aún lo hagan bien. Pero la nueva música vital es secundaria en el mejor de los casos.

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Pese a muchas distracciones lucrativas, Jay-Z sigue siendo un rapero, cuya voz, al parecer, aún importa. “Al parecer”, porque yo no esperaba mucho de “4:44”, su décimo tercer disco como solista que fue lanzado, como tanto se anunció, a fines de junio.

Pero es mejor que bueno: un intento maravillosamente producido de examen de conciencia (dura menos que una sesión de terapia estándar) que sugiere una nueva dirección para los personajes célebres de más edad del rap. También demuestra una forma en que ciertos aristas afroamericanos pueden lidiar con la mediana edad; aceptando la emotividad, el humor y la autocritica que surgen naturalmente ante una generación actual de raperos más jóvenes.

Cualquier irritado por la afectación del álbum anterior de Jay-Z, “Magna Carta: Holy Grail” (2013), probablemente se sintió desalentado por la perspectiva de que se repitiera. Si un rapero importante llega a la mitad de la cuarentena y quiere ofrecernos una canción que mencione los buenos vinos y a un vendedor de drogas que es asesino en serie, y luego deja caer el nombre de un diseñador de moda convertido en director de cine más de una docena de veces (“Tom Ford”), quizá también debería estar presentando los Grammy.

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Es totalmente posible que Jay-Z llegara a grabar “Magna Carta” consciente de que no existe algo así como un mapa de ruta para un rapero cuarentón, especialmente uno cuya obra y reputación son lo bastante grandiosas para perseguirlo. Su ingenioso, audaz y caleidoscópicamente sombrío debut en 1996, “Reasonable Doubt”, es tanto una crónica del comercio de drogas a nivel de la calle como un álbum.

En él, rapea con la impunidad de un líder de la mafia. Es una distinción que siempre lo ha hecho parecer un poco más viejo que todos los demás, aunque, eventualmente, volvió a la juventud de sus competidores contra ellos. En canciones como “Change Clothes”, con Pharrell, de 2003, y “Off That”, con un Drake joven y hambriento, de 2009, se mostró demasiado contento de mostrar la enfadada impaciencia de un alma vieja, argumentando que, como él piensa que ha crecido, sus colegas también deberían hacerlo.

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“Todos ustedes actúan [epíteto] con demasiada rudeza/Pónganse un traje, y ajústenlo”, imploró en “Change Clothes”.

Pero, eventualmente, esa sensación de superioridad llegó a sonar como un ejercicio. El rap es un arte lingüístico, y sin que importe la edad, es necesario tener algo que decir. El problema con “Magna Carta” no fue que Jay-Z fuera demasiado viejo. Es que sonó aburrido. La música estaba desconectada de la vida, y su materialismo sonó pasado de moda incluso par el hip-hop. Moda, arte, amor, incluso filantropía fueron introducidos con una inhibición irritada. Todo hedía a una crisis de la mediana edad.

“4:44” suena como una consecuencia de esa crisis. Quizá Jay-Z estaba aburrido a los 40 años. Quizá engañaba a su esposa, Beyoncé. Compraba cosas costosas y quizá necesitaba jactarse de ello. Quizá se sentía tan escéptico e inseguro como nosotros sobre lo que esa persona debería rapeando.

Luego Beyoncé lanzó “Lemonade”, y más o menos se lo dijo. Llegó en la primavera de 2016 y anunció al mundo que su sensación de riesgo como ex vendedor de drogas, emprendedor y mujeriego tiene un costo: el amor de ella.

Es creíble que Jay-Z realmente se hubiera quedado sin nuevas ideas. pero si iba a seguir haciendo discos nuevos, “Lemonade” demandaba al menos una respuesta parcial a la agonía de Beyoncé y el alcance de su calidad artística.

El álbum resultante no está tratando tampoco de hacer juego. “Lemonade” es un trabajo totalmente procesado y completamente emocional. “4:44” es Tony Soprano en su primer par de sesiones con el doctor Melfi. No está totalmente seguro de por qué está aquí y ocasionalmente es mezquino al respecto. Jay-Z reconoce el dolor que causó sin estar totalmente de acuerdo en admitirlo.

Es la producción, de un veterano productor del hip-hop y R&B No I.D., la que más da al álbum su sicología. Da un uso magistral a muestras de Alan Parsons Project, Stevie Wonder, Nina Simone, las Clark Sisters y Hanna Williams & the Affirmations. Donde Jay-Z se inclina a ser pasivo, la música se insinúa. Lo hace parecer más culpable, vulnerable, espiritual y transparente de lo que incluso pudiera darse cuenta. No I.D. es un mago del estudio. También es el doctor Melfi.

La antigua promiscuidad creativa y sexual de Jay-Z ha sido reemplazada por un acto de compromiso. No más mujeres, solo su esposa. No más exceso de productores grandiosos, solo este. Estos son los nuevos riesgos para él: monogamia, enfoque, confianza. También hay nuevas preocupaciones existenciales. La ambición aquí se extiende desde su propia situación hasta los apuros de los afroamericanos en todo Estados Unidos. No surge nada como una tesis coherente, pero avanza a tientas hacia, si no un capitalismo moral, entonces la idea de para quién es el capitalismo.

El giro emotivo en “4:44” es que pese a años de rapear sobre el imperio que ha construido, no sabía su valor hasta que casi perdió a la mujer que ayudó a construirlo. Quizá estaba siendo demasiado hombre para notarlo.

La belleza de “Moonlight” de Barry Jenkins parte de ella, al menos es la forma en que no tuvo que trabajar ni la mitad de duramente para dejarnos ver profundamente al interior de un personaje que con el tiempo evoluciona de niño impresionable a rufián adulto impenetrable. Nunca se pierde de vista el vacío emocional que busca llenar conduciendo la mitad de la noche.

Como arquetipos culturales populares, estos eran hombres afroamericanos siniestros. Pero, de vez en cuando, se les concede una humanidad que, con los raperos de la vieja escuela, es más difícil de encontrar. No es una forma de arte que perdone la debilidad, la concesión o la culpa. Se trata de pulir o destruir egos. Prospera en la representación de una autenticidad máxima y una supremacía lírica perfectas. Jay-Z no renuncia a su ego en “4:44”. Pero en “Kill Jay-Z”, la triste canción inicial, contempla las desventajas de tener uno tan fuerte: “Muere Jay-Z, eso no hace regresar los días/No necesitas una coartada, Jay-Z/Llora Jay-Z, sabemos que el dolor es real/Pero no puedes sanar lo que nunca revelas”.

Este es Jay-Z conduciendo la mitad de la noche, hacia algún lugar donde nunca lo hemos visto ir, quizá a algún lugar en el que nunca ha estado. Pero parte de la madurez sea uno rapero o no es ser lo suficientemente humano para aceptar que el primer paso es subirse al auto.

Wesley Morris
© 2017 New York Times News Service